Deborah Crombie - Nadie llora al muerto

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La muerte violenta del comandante de la policía Alastair Gilbert, a golpes de martillo, en la cocina de su casa, convulsiona la aparente tranquilidad de Holmbury St. Mary, un pueblecito de Surrey cercano a Londres. El historial opaco de la víctima, poco apreciada por sus convecinos y tampoco por algunos círculos de la policía, hace que el trabajo de los investigadores de Scotland Yard, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James, emprenda dos direcciones. ¿La delicada esposa del comandante o alguno de los vecinos están implicados en el asesinato o es el entorno policial de Gilbert el que lo está?

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Gemma se inclinó hacia ella, con las mejillas rosas de indignación.

– ¿Por qué no lo abandonó? ¿Por qué no le dijo que quería el divorcio y acabar con todo de una vez?

– Siguen sin entenderlo, ¿no? Piensan que todo es tan fácil. Piensan que nadie con un poco de fibra aguantaría estos malos tratos. Pero las cosas nunca empiezan así. Es un proceso paulatino, como aprender una lengua. Y de repente un día te despiertas y te das cuenta de que piensas en griego y ni siquiera te habías dado cuenta. Te has tragado sus condiciones.

»Yo lo creí cuando me dijo que no podría arreglármelas sola. Fue cuando empecé a trabajar con Malcolm que pude ver que no era cierto. -Claire paró. Su expresión era de concentración y sus ojos estaban fijos en algo que ellos no podían ver -. Fue el principio de una especie de resurrección, el renacimiento de la persona en que hubiera podido convertirme antes de casarme con Alastair diez años atrás. -Suspiró y volvió la mirada hacia ellos-. Pero en todos estos años había aprendido a guardarme esos cambios íntimos para mí misma.

Kincaid dijo en voz baja:

– No funcionó, ¿no es cierto? En menos de un año se ha roto dos huesos.

Claire tomó su muñeca derecha con la mano izquierda, como protegiéndola.

– Supongo que notó que mi vida ya no se centraba en él. Empecé a ignorar sus sutiles señales que eran todo lo que necesitaba para manipularme, hasta que al final explotó.

– ¿Fue ese el inicio de la violencia?

Negó con la cabeza y cuando habló su voz era apenas audible.

– No. Eso empezó casi al principio. Se trataba de cosas pequeñas, de las que se reía. Pellizcos. Zarandeos. Verán, descubrí en cuanto nos casamos… -Claire se detuvo y se pasó la mano por la cara-. No sé como explicar esto con delicadeza. Sexualmente, él… Él quería que me amoldara a sus deseos. Si yo expresaba mis propios deseos o necesidades, o incluso placer, se ponía furioso y no se acercaba a mí. Así que cuando empecé a encontrarlo… desagradable, lo que hacía era fingir que estaba ansiosa y me dejaba en paz.

»¿Comprenden? Era un juego muy complicado y al final me cansé de jugar. Lo rechacé de plano y fue entonces cuando empezó a acusarme de tener una aventura.

– ¿La tenía? -preguntó Kincaid.

– No. No entonces. Pero hizo que fuera posible. Si había pecado en la ficción, ¿por qué no hacerlo de verdad? -Sonrió con desdén-. De alguna manera hizo que fuera más fácil justificarlo.

Hambrienta, pensó Kincaid recordando la palabra que había usado David Ogilvie. Hambrienta de ternura, hambrienta de afecto. Encontró ambas cosas en Brian. ¿Pero valía la pena el coste?

– Claire. -Esperó a que ella le prestara total atención-. Hábleme de lo que pasó la noche en que murió Alastair.

No respondió. No levantó los ojos de sus manos fuertemente entrelazadas.

– ¿Le digo lo que yo pienso? -preguntó Kincaid-. Aquella tarde Lucy fue sola a Guildford a comprar. Ella ha sido identificada, pero nadie recuerda haberla visto a usted. Su esposo le había dicho que tenía una reunión aquella noche, pero para sorpresa suya, entró en casa pocos minutos después de su hora habitual de llegada. Acababa de ver a Ogilvie en la estación de Dorking y Ogilvie le había dicho lo de la cuenta secreta.

»Gilbert estaba lívido, peor de lo que usted nunca había visto. Le preguntó cómo se atrevía a hacer eso sin su permiso; cómo se atrevía a dejarlo en ridículo. -Kincaid hizo una pausa. Había visto el gesto rápidamente abortado, esa mano que nerviosamente se había llevado al cuello-. Quítese el pañuelo, por favor, Claire.

– ¿Q… qué…? -Carraspeó.

– Quítese el pañuelo. Aquella noche estaba ronca. Recuerdo que me sorprendió lo ronca que era su voz. Esta mañana me he fijado que toda esta semana ha llevado la garganta tapada con pañuelos y jerseys de cuello alto. Déjeme ver su cuello ahora.

Kincaid pensó que podría negarse, pero a los pocos segundos levantó las manos y desató las puntas del pañuelo. Deshizo dos vueltas alrededor del cuello y luego tiró de la seda, que cayó en cascada sobre su regazo.

Las huellas de los pulgares eran nítidas, una a cada lado de la tráquea. El color violeta estaba pasando a un tono amarillo nada bonito.

Kincaid oyó como Gemma respiraba hondo. Con voz pausada dijo:

– Alastair llegó a casa y le puso las manos en la garganta. Apretó hasta que todo empezó a oscurecer. Entonces, algo lo distrajo y se apartó de usted. Después de todo, él no le tenía miedo. Pero usted sabía entonces que había perdido la razón y temía por su vida. Cogió lo que tenía más a mano y lo golpeó. Había otro martillo a mano en la cocina, ¿verdad, Claire?

»Y cuando se dio cuenta de lo que había hecho se puso el viejo impermeable que cuelga en el vestíbulo y llevó el martillo al final del camino. Percy Bainbridge la vio pasar, una sombra oscura. ¿Dónde puso el martillo, Claire? ¿En las cenizas de la hoguera?

Seguía sin hablar, con la vista fija en las manos. Kincaid prosiguió, con delicadeza:

– No creo que permita que culpen a otro por esto. Ni a Geoff, ni a Brian, ni a David Ogilvie. Lo que no entiendo es por qué no dijo que fue en defensa propia. -Apuntó al cuello-. Tenía una prueba irrefutable.

– No creí que nadie fuera a creerme. -Las palabras de Claire surgieron tan flojas que podría haber estado hablándose a sí misma-. Después de todo, él era policía. No se me ocurrió que tuviera pruebas. -Levantó la cabeza y les sonrió-. Supongo que no pensaba con claridad. Sucedió como dice, sólo que no quise matarlo. Sólo quería que dejara de hacerme daño.

Se desplazó al borde del sofá y su voz empezó a sonar más alto, como si la práctica hiciera que pronunciar las palabras fuera más fácil.

– Pero sí, yo lo maté. Yo maté a Alastair.

Está demasiado tranquila, pensó Kincaid, luego vio que seguía con los puños cerrados sobre el regazo. Sus nudillos estaban blancos de la presión, al igual que las uñas mordidas. Un vicio raro en una mujer tan bien educada, pensó, y entonces comprendió.

La patóloga, Kate Ling, describió los pequeños desgarrones en los hombros de la camisa de Gilbert. Eran desgarrones que Claire no pudo haber hecho. Y Claire no se había estado protegiendo a sí misma con la historia inventada de las joyas robadas y las puertas abiertas.

Tragó para evitar las repentinas náuseas y miró a Gemma. ¿Podía ver ella la verdad? Si sólo él lo supiera… ¿Debería, era capaz de dejar que Claire se saliera con la suya?

Lucy entró por la puerta entreabierta y la cerró con cuidado detrás suyo. Parecía una ninfa de los bosques con su vestido verde, su cabello color miel revuelto por el sueño y los pies descalzos.

– He estado escuchando -dijo cuando se situó al lado de Kincaid, de cara a su madre-. Y no es verdad. Mamá no mató a Alastair, lo hice yo.

– ¡Lucy, no! -Claire empezó a levantarse-. Cállate ahora mismo. Vete a tu habitación.

Gemma la contuvo con la mano y Claire volvió a sentarse en el borde del sofá, mirando a su hija. Lucy seguía implacable de pie junto a Kincaid. Claire se volvió hacia él con las manos extendidas a modo de súplica.

– No le haga caso. Está disgustada, deshecha. Sólo trata de protegerme.

– Ocurrió como ha dicho ella -prosiguió Lucy-. Sólo que yo llegué de Guildford. Me pregunté por qué el coche de Alastair estaba en el garaje si mamá había dicho que llegaría tarde. También me sorprendió que la puerta del vestíbulo no estuviera cerrada.

– No me oyeron entrar. Sus manos estaban alrededor del cuello de mamá, le estaba gritando con una especie de susurro ronco. Su cara estaba roja y tenía las venas del cuello hinchadas. Primero pensé que estaba muerta. Su cuerpo estaba fláccido y la cara tenía un color raro. Grité a Alastair y lo cogí por los hombros, tratando de apartarlo de ella. -Lucy paró y tragó saliva, como si su boca estuviera seca. Pero seguía sin apartar los ojos de los de su madre-. Me dio un manotazo como si fuera una mosca y volvió a estrangularla.

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