Deborah Crombie - Nadie llora al muerto

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La muerte violenta del comandante de la policía Alastair Gilbert, a golpes de martillo, en la cocina de su casa, convulsiona la aparente tranquilidad de Holmbury St. Mary, un pueblecito de Surrey cercano a Londres. El historial opaco de la víctima, poco apreciada por sus convecinos y tampoco por algunos círculos de la policía, hace que el trabajo de los investigadores de Scotland Yard, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James, emprenda dos direcciones. ¿La delicada esposa del comandante o alguno de los vecinos están implicados en el asesinato o es el entorno policial de Gilbert el que lo está?

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– ¿Señor Kincaid? -Se acercó a él y le tocó ligeramente el brazo. Mirándola de cerca pudo ver los surcos que las lágrimas habían dejado en sus mejillas y la leve hinchazón en los párpados-. Se trata de Lewis. Sigo sin poder despertarlo y no sé qué hacer. ¿Cree que podría echarle una ojeada?

– A ver qué puedo hacer. -Siguió la luz de la linterna por el jardín y se arrodilló junto al perro.

Lucy, de cuclillas junto a Kincaid, dijo:

– He llamado al veterinario y le he dejado un mensaje en el servicio de contestador, pero me han dicho que tardará horas.

Kincaid escuchó la respiración del perro, luego levantó un párpado insensible y examinó el ojo con la linterna.

– Esto está demasiado oscuro. Incluso con la linterna no puedo ver nada. ¿Lo metemos dentro?

– Por favor -dijo Lucy-. He intentado levantarlo, pero es un poco demasiado pesado para mí.

Kincaid pasó los brazos por debajo de Lewis y lo levantó.

– Listo. Sujétalo para que no se me caiga. -El cuerpo del perro se notaba caliente. Juntos, Kincaid y Lucy cruzaron el jardín y pasaron trabajosamente por las puertas. Finalmente Kincaid dejó el perro en el suelo de la cocina, con parte del cuerpo sobre el regazo de Lucy.

Levantó el labio del perro y examinó la encía.

– ¿Ves? Las encías están rosas y tienen un aspecto sano. Eso significa que la circulación es buena. Y su respiración es regular -añadió al observar como el pecho subía y bajaba a un ritmo constante-. No sé qué más podemos hacer hasta que venga el veterinario, excepto quizás mantenerlo caliente. ¿Tienes una manta?

Lucy levantó la mirada, concentrada como estaba en acariciar las orejas del perro.

– Hay un edredón al pie de mi cama. ¿Podría…?

– Vuelvo enseguida.

Encontró la habitación de Lucy con facilidad y se quedó en la puerta mientras la inspeccionaba con sorpresa. Excepto por una colección variopinta de peluches sobre la cama, no había nada típicamente adolescente en el dormitorio. Ni pósters de grupos de rock o modelos, ni montones de ropa que convirtieran el suelo en una carrera de obstáculos. De hecho tenía el mismo aire de simplicidad que el cuarto de Geoff, y Kincaid se preguntó si era el chico quien había influido en ella o si se trataba de una expresión natural de su propia personalidad.

Los muebles parecían viejos, pero bien cuidados. Una manta de lana irlandesa en tonos lila y verde cubría la cama. Recogió el edredón descolorido y destrozado que había cuidadosamente doblado al pie de la cama, pero no abandonó la habitación.

La pared de encima del pequeño escritorio estaba cubierta de recortes de periódicos y revistas enmarcados. Los sencillos marcos obra de Geoff, pensó Kincaid. Se acercó a examinarlos y vio que todos los artículos estaban firmados por el padre de Lucy, Stephen Penmaric.

Los estantes colgados a ambos lados de la ventana contenían libros. Ocupaban un lugar prominente los de las Crónicas de Narnia , de C. S. Lewis, y no les faltaban las sobrecubiertas. Abrió uno y al ver la fecha del copyright silbó. Eran primeras ediciones y estaban impecables. La madre de Kincaid regalaría su primer nieto a cambio de estos libros.

Junto a los libros había una pequeña jaula con virutas de cedro y una rueda metálica. Dio unos golpecitos y apareció un ratoncito blanco correteando. Miró parpadeando a Kincaid con sus ojos rojos y volvió a esconderse.

Kincaid apagó la luz y cogió el edredón.

Lucy lo miró expectante cuando entró a la cocina.

– ¿Ha visto a Celeste? Me olvidé de hablarle de ella. Espero que no tenga miedo de los ratones.

– En absoluto. Yo tenía uno hasta que tuvo un encuentro desafortunado con el gato de la familia. -Se arrodilló y colocó el edredón alrededor de Lucy y Lewis. El suelo de baldosas estaba frío-. No pareces cómoda aquí. ¿Estarás bien?

– No podría soportar dejar a Lewis. -Echó una mirada a Kincaid por debajo de las pestañas y luego dijo vacilante-: Señor Kincaid, ¿quién era ese hombre? Me resulta familiar, pero no he podido ubicarlo.

– Trabajaba con tu padrastro y fue amigo de tu madre después de que tu padre muriera. -Le dejaría a Claire las explicaciones de los detalles de esa relación, si es que deseaba explicarla.

– No he podido evitar fijarme en tu colección de libros de C. S. Lewis. ¿Sabes que son muy valiosos?

– Eran de mi padre. Me llamó Lucy por el personaje de los libros. -Miró al vacío y dejó de acariciar la cabeza del perro-. Siempre quise ser como ella. Brava, valiente, alegre. Los otros niños siempre eran tentados, Lucy nunca. Era buena, realmente buena, de los pies a la cabeza. No como yo. -Volvió la vista a Kincaid y le pareció que en sus ojos había una tristeza demasiado grande para su edad.

– Quizás -respondió Kincaid despacio- tus aspiraciones no eran razonables.

* * *

– Parece que lo hemos pillado -dijo Nick Deveney a Kincaid. Estaban en la cantina de la comisaría de Guildford tomando un bocadillo y un café mientras Ogilvie esperaba en la sala A de interrogatorios.

– No ha admitido nada -respondió Kincaid con la boca llena de queso y tomate-. Y no creo que lo pongamos nervioso haciéndolo esperar. Ha estado al otro lado de la mesa demasiadas veces.

– No se va a librar de lo de Gilbert, después de lo que ha hecho. Lo de Jackie Temple puede que sea un poco más difícil si puede probar que estaba dando una conferencia esa noche. -Deveney hizo una mueca-. No soporto cuando un poli se corrompe. Y encima disparar a otro agente… -Al no encontrar palabras para expresar su indignación, Deveney sacudió la cabeza.

– No podía saber que Will era un policía -dijo Kincaid con toda la razón. Luego se preguntó por qué estaba defendiendo a Ogilvie, y por qué el hecho de no saber que Will fuera un policía pudiera hacer su delito menos censurable-. ¿Alguna novedad sobre Will?

– Está en el quirófano. Creen que tiene el fémur fracturado y ruptura de la vena femoral.

Kincaid terminó su bocadillo e hizo una bola con el film transparente.

– Fue rápido. Más rápido que yo. Si hubiera salido y pedido refuerzos nada de esto habría ocurrido.

Deveney asintió sin molestarse en justificarlo.

– En el departamento de investigación criminal se vuelve uno lento. Se pierde la audacia. Se pasa uno demasiado tiempo redactando los malditos informes con el trasero pegado a la silla.

– No creo que David Ogilvie le resulte nada lento -dijo Kincaid.

* * *

Ogilvie no tenía aspecto desmejorado. Había colgado cuidadosamente su anorak en el respaldo de la silla y su camisa blanca de algodón parecía tan limpia y planchada como si acabara de salir de la tintorería. Sonrió a Kincaid y Deveney cuando entraron y se sentaron frente a él.

– Esto va a ser interesante -dijo cuando Deveney puso la grabadora en marcha.

– Diría que va a tener varias experiencias interesantes -dijo Kincaid-, incluida una estancia larga en uno de los mejores alojamientos de su Majestad.

– Tenía intención de ponerme al día en mis lecturas -replicó Ogilvie-. Y tengo un abogado excepcionalmente bueno, por cierto. Podría negarme a decir nada hasta que llegue.

¿Y por qué no lo hace? se preguntó Kincaid mientras estudiaba la expresión de los oscuros ojos de Ogilvie. Era un hombre muy inteligente y que conocía extremadamente bien las normas de los interrogatorios. ¿Quería hablar? ¿Quizás necesitaba hablar?

Kincaid le lanzó una mirada de advertencia a Nick Deveney. Ésta era definitivamente una ocasión en que la agresión no los llevaría a ninguna parte.

– Háblenos de Claire -le dijo a Ogilvie mientras se apoyaba en el respaldo de la silla y cruzaba los brazos.

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