– ¿Tiene idea de lo preciosa que era hace diez años? Nunca pude entender lo que ella vio en él. -Su voz era de incredulidad, como si esos diez años no hubieran atenuado el asombro-. No puede haber sido el sexo… Siempre venía a mí hambrienta. Y pienso que mantuvo esa falsa apariencia de frigidez hasta después de casada. Quizás pensó que era eso lo que él quería. No lo sé…
Así que iban de este palo, pensó Kincaid.
– Interpreto que él no sabía que ella se acostaba con usted.
Ogilvie hizo un gesto para negarlo.
– Yo seguro que no se lo dije.
– ¿Ni siquiera cuando ella le dijo que se iba a casar con él?
– No me insulte, comisario. Yo no me rebajo a ese nivel.
– ¿Incluso si con ello hubiera fastidiado las cosas para Gilbert?
– ¿Con qué fin? Claire me habría despreciado por traicionarla. Y pienso que en aquel momento estaba tan determinado a poseerla que nada lo hubiera detenido. Ella era el premio de porcelana, para ser lucido como su último logro. La expresión «esposa trofeo» parece haber sido inventada para Gilbert y Claire. Pero él la subestimaba. A menudo me he preguntado cuánto tiempo tardó en darse cuenta de que se había casado con una persona de verdad. -La cara de Ogilvie se había relajado al hablar de Claire y por primera vez Kincaid pudo imaginar lo que ella pudo ver en él.
– ¿No ha mantenido el contacto con ella?
– No hasta esta noche. -Ogilvie dio un sorbo del vaso de agua que había sobre la mesa.
Kincaid se inclinó hacia delante, con las manos sobre la mesa.
– ¿Qué pruebas tenía Gilbert contra usted?
– ¿Intenta cogerme por sorpresa, comisario? -El falso recelo volvió a aparecer en la boca de Ogilvie-. Eso es algo que prefiero discutir con mi abogado.
– ¿Y la naturaleza de las actividades en que estaba metido?
– Eso también.
– Jackie Temple creía que estaba cobrando dinero por ofrecer protección a traficantes importantes. ¿Por eso la mató?
– Ya se lo he dicho antes. Yo no tengo nada que ver con la muerte de la agente Temple y eso es todo lo que voy a decir sobre el asunto. -La boca se le quedó fija en una pertinaz línea.
Deveney se movió intranquilo en la silla.
– Háblenos del día en que murió el comandante -dijo-. ¿Qué pasó después de que fuera al banco?
– ¿El banco? -repitió Ogilvie y sonó por primera vez inseguro.
Suda, maldita sea, pensó Kincaid y le sonrió.
– El banco. El banco donde engañó al director para poder ver el expediente de Claire.
– ¿Pero cómo…? -Ogilvie se encogió de hombros-. Supongo que no importa. -Volvió a beber agua y pareció serenarse-. El problema de seguir a Claire era que no podía arriesgarme a que me reconociera, por eso nunca podía acercarme demasiado. Había visto que paraba en ese banco varias veces y sabía que sus asuntos financieros los llevaba el Midlands de Guildford. Que yo supiera podía estar haciendo recados para la madre de Gilbert, pero me di cuenta de que siempre salía del trabajo y volvía al trabajo. Eso me dio que pensar. Para entonces el juego ya había dejado de ser divertido y me empezó a intrigar.
»Ah, sí. Al principio era como un juego. Lo admito. Era una oportunidad de utilizar viejas destrezas, de sentir la agudeza de nuevo. Y era un reto. Se trataba de darle a Alastair lo suficiente como para quitármelo de encima y sin comprometer demasiado a Claire. Alastair tendría que haber chantajeado a un fisgón menos parcial.
Deveney se frotó un pulgar con el otro.
– Diría que ha disfrutado de la oportunidad de desquitarse con ella después de que le diera calabazas por él.
– ¿Y darle la satisfacción a Alastair Gilbert en el proceso? Él quería que le dijera que su esposa lo estaba engañando. Parecía obtener una clase de satisfacción perversa de ello.
Kincaid se inclinó hacia él.
– ¿Lo estaba engañando?
– Tampoco tengo intención de decirle eso. Lo que hiciera Claire era asunto de ella.
– Pero le dijo a Gilbert lo de la cuenta bancaria.
– Me pareció algo suficientemente inofensivo. Lo llamé esa tarde y le dije que quería hablar con él y que iría a buscarlo a la estación de Dorking. Le di la información y le dije que ya no quería seguir. En los meses que estuve vigilando a Claire eso era todo lo que había descubierto y que yo supiera estaba ahorrando el dinero para hacerle a él un maldito regalo de cumpleaños. Ya estaba harto.
– ¿Y eso fue todo? -Kincaid arqueó las cejas con escepticismo.
– Estuvo de acuerdo -dijo Ogilvie con los ojos cerrados.
Kincaid se inclinó hacia Ogilvie y golpeó la mesa con el puño.
– ¡Gilipolleces! Gilbert nunca hubiera estado de acuerdo. Lo sé a ciencia cierta y no lo conocía ni la mitad de bien que usted. Creo que se rió de usted. Le dijo que nunca lo soltaría. Y lo creyó, ¿no es así? -Kincaid se volvió a sentar y clavó los ojos en Ogilvie, desarrollando la escena mentalmente-. Creo que esa noche lo siguió a su casa desde Dorking, esperando tener una oportunidad. Dejó su coche en el aparcamiento del pub, donde no llamaría la atención, o bien al final del camino. Llamó a la puerta e inventó una excusa, le dijo que había olvidado mencionar una cosa mientras se aseguraba de que no hubiera nadie más en la casa.
»Y creo que fue a usted a quien Gilbert subestimó. Le dio la espalda y ahí se acabó todo.
El silencio en la sala se hizo espeso. Kincaid imaginó que oía el latido contrapuesto de sus corazones y el sonido de la sangre bombeada por las venas. Ahora sí que brillaba un sudor aceitoso en la frente de Ogilvie.
Se pasó la mano por la cara con impaciencia.
– No. Yo no maté a Alastair Gilbert. Y puedo probarlo. Conduje directamente a Londres porque tenía una cita con un pintor para discutir la decoración de mi piso. -Sonrió-. Una coartada de un testigo imparcial, comisario. Verá que se sostiene.
– Veremos -dijo Deveney-. Todo el mundo es susceptible de ser untado. Como bien sabe.
– Un golpe bajo -dijo Ogilvie-. Touché , comisario jefe. Pero ya que estamos intercambiando méritos, he de decir que en mi antigua comisaría al menos ofrecíamos café a los acusados. ¿Cree que puede conseguirme uno?
Deveney miró a Kincaid e hizo una mueca.
– Supongo que sí. -Habló a la grabadora indicando la hora y haciendo la observación de que iban a tomarse un breve descanso. Luego la apagó.
Cuando la puerta se cerró, Ogilvie miró a Kincaid con solicitud.
– ¿Extraoficialmente, comisario?
– No lo puedo prometer.
Ogilvie se encogió de hombros.
– No voy a hacer la gran confesión. No tengo nada que confesar, excepto que estoy cansado. Usted parece un hombre sensato. Deje que le dé un consejo, Duncan. Es Duncan, ¿no? -Prosiguió cuando Kincaid hubo asentido-. No deje que la amargura le dañe el sentido común. Yo debería haber obtenido el puesto de Gilbert. Yo era el mejor cualificado. Pero él era mejor lamiéndole el culo a los superiores y me saboteó.
»Después de eso empecé a sentir que merecía algo mejor, que el sistema me lo debía, y fue así como empecé disculpando pequeñas infracciones. Luego uno intenta justificarse de otras maneras. Algo del tipo «Va a suceder igualmente por mucho que nos esforcemos, así que por qué no beneficiarse». -Ogilvie hizo una pausa y vació su vaso de agua. Luego se pasó la mano por la boca-. Pero al cabo de un tiempo te desgastas, como con una enfermedad. Sabía que necesitaba dejarlo, pero lo iba aplazando. Nunca quise hacerle daño a nadie. Ese agente, ¿cómo está?
– Dicen que está en el quirófano, pero parece que se pondrá bien. -Cuán fácil era ir incrementando la caída. Kincaid miró a Ogilvie. Deseó haberlo conocido años atrás, cuando era un policía sin tacha-. Pero eso no lo excusa. Y Jackie Temple… quizás usted no ordenara su muerte, pero la asesinaron porque hizo preguntas sobre usted. En mi opinión eso lo convierte en culpable.
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