Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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– Disculpa, Barney -dijo, y se bajó del taburete sin hacer caso de la mirada de indignación que le lanzó Phoebe-. Otra vez será.

Barney lo miró de hito en hito con ojos deteriorados, mordiéndose el carrillo por dentro. Por segunda vez en la noche Quirke se adelantó a la agresión preguntándose cuál sería la mejor forma de evitarla; Barney, a pesar de ser diminuto, sabía pelear. Pero Barney en ese momento desplazó su mirada hacia Phoebe.

– Una Griffin -dijo, y clavó la mirada en ella-. ¿Tiene usted por un casual algún parentesco con el juez Garret Griffin, el Juez Supremo y Archipámpano Mayor de la República?

Quirke aún estaba tratando de que Phoebe desalojara su taburete, tirándole del codo y recogiendo al mismo tiempo la gabardina y el sombrero.

– Una rama de la familia sin ninguna relación -dijo Quirke.

Barney no le hizo caso.

– Lo digo -le dijo Barney a Phoebe- porque ése es el mamarracho que me encarceló por luchar por la libertad de mi patria. Desde luego, estuve con la célula que les puso unos cuantos petardos en Coventry en el año 39. Eso sí que no lo sabía usted, ¿verdad que no, señorita Griffin? La bomba, se lo puedo asegurar, es mucho más poderosa que la pluma -se le había formado en la frente una película de sudor, y daba la impresión de que los ojos se le hundieran un poco en el cráneo-. Y cuando volví a casa, en vez de recibir la bienvenida heroica que me merecía, el juez Griffin me mandó de cabeza a la trena, a pasar tres añitos a la sombra, para que se me enfriaran los cascos, así lo dijo, provocando grandes carcajadas en el juzgado. Yo tenía dieciséis años. ¿Qué le parece, señorita Griffin?

Quirke estaba resuelto a marcharse cuanto antes, tratando de llevarse consigo a una Phoebe cada vez más remisa. El hombre del pelo aplastado, que había escuchado a Barney con interés, se adelantó con un dedo en alto.

– A mí me parece… -comenzó a decir.

– Tú vete a tomar viento -dijo Barney sin mirarlo siquiera.

– A tomar viento vete tú -le dijo con retranca la mujer del vestido púrpura-. Iros a tomar viento tú y tu amigo y la fulana de tu amigo.

Phoebe soltó una risita achispada. Quirke le dio el último tirón, con fuerza, y ella cayó del taburete. Se habría ido de bruces al suelo de no ser por la mano firme que la sujetó por el brazo.

– Y ahora tengo entendido -dijo Barney a pleno pulmón, de modo que la mitad del local pudo enterarse- que anda deseoso de que lo nombren conde pontificio. Conde, nada menos -subió más el volumen-. ¡Ja! Pues que le cunda mucho al carcamal del conde.

3.

Resonaba un bajo murmullo de conversaciones en el salón. Los invitados, una veintena más o menos, habían formado corrillos, los hombres todos con sus trajes oscuros, las mujeres de colores vivos como las aves tropicales y cotorreando como ellas. Sarah iba de un grupo a otro, estrechando una mano aquí, rozando un codo allá, procurando que la sonrisa no se le cayera de la cara. Se sentía culpable por no ser capaz de lograr que todas aquellas personas le cayeran bien del todo. Los amigos de Mal, o del juez. Al margen de los curas -¡siempre había tantos curas!- eran empresarios, o abogados, o médicos: eran gentes de buena crianza, celosos de sus privilegios, del lugar que ocupaban en la sociedad capitalina. Sarah había reconocido para sí, tiempo atrás, que le daban un poco de miedo todos ellos, y no sólo los más temibles, como el tal Costigan. No eran el tipo de personas que ella habría supuesto que Mal o su padre tuvieran por amigos, claro que… ¿existía allí un tipo distinto de personas? El mundo en el que se movían era bastante reducido. No era su mundo. Ella se encontraba en él pero no pertenecía a él, según ella misma se decía. Era preciso no permitir que nadie más supiera lo que estaba pensando. Sonríe, se decía; tú no dejes de sonreír.

De súbito se sintió mareada y tuvo que parar un momento, apretando con fuerza los dedos sobre la mesa en la que estaban las bebidas para sentirse más segura.

Desde la otra punta del salón, Mal vio que estaba a punto de sufrir lo que Maggie, la criada, llamaba no sin un punto de sorna «uno de sus vahídos». Notó que le invadía una oleada de algo semejante a la pena, como si la desdicha de Sarah fuera una enfermedad, una enfermedad -torció el gesto al pensarlo- que pudiera acabar con ella. Inclinó la cabeza y cerró los ojos un instante, saboreando brevemente el reposo de la oscuridad total, y los abrió para volverse hacia su padre con cierto esfuerzo.

– Aún no te he dado la enhorabuena -dijo-. Es una gran cosa ese nombramiento papal.

El juez, que enredaba con su pipa, resopló.

– ¿A ti te parece? -comentó con desdeñosa incredulidad, y se encogió de hombros-. En fin, supongo que algún servicio sí que he prestado a la Iglesia.

Guardaron silencio, deseosos ambos de separarse del otro, pero sin saber ninguno cómo hacerlo. Restablecida, Sarah dejó atrás la mesa y se encaminó hacia ellos luciendo una tensa sonrisa.

– Qué solemnes estáis los dos -dijo.

– Estaba dándole la enhorabuena… -empezó a decir Mal, pero su padre le cortó con colérica contundencia.

– Pamplinas. ¡Estaba intentando adularme!

Se hizo otro silencio embarazoso. A Sarah no se le ocurría nada que decir. Mal carraspeó.

– Disculpadme -dijo, y se marchó.

Sarah entrelazó su brazo con el anciano, acercándose a él con afecto. Le gustaba su olor a tabaco rancio, a tweed, a carne seca y envejecida. A veces le daba la impresión de que él era su único aliado, pero ese pensamiento también le hacía sentir cierta culpabilidad, pues ¿por qué, contra quién necesitaba ella un aliado? En el fondo sabía cuál era la respuesta. Vio cómo Costigan tendía una mano para sujetar a Mal por el brazo y comenzaba a charlar con él muy en serio. Costigan era un hombre robusto, de cabello negro y crespo, peinado hacia atrás con fijador. Llevaba unas gafas de concha que le ampliaban los ojos.

– Ese hombre no me gusta -dijo-. ¿A qué se dedica?

El juez rió por lo bajo.

– Al negocio de las exportaciones, tengo entendido. Tampoco es mi preferido, lo confieso, entre los amigos de Malachy.

– Creo que debo acudir en su rescate.

– No hay hombre más necesitado que él.

Le dedicó una sonrisa de compungida reprobación y desenganchó el brazo del suyo para atravesar el salón. Costigan no se percató de que se aproximaba. Estaba diciendo algo sobre Boston y los nuestros de allá lejos. Todo lo que dijera Costigan sonaba a velada amenaza, de eso Sarah se había dado cuenta con anterioridad. Volvió a preguntarse cómo era posible que Mal fuese amigo de un hombre como ése. Cuando le tocó a Mal en el brazo, éste se sobresaltó, como si con las yemas de los dedos le hubiera transmitido una pequeña descarga a través de la tela de la manga, y Costigan le dedicó una gélida sonrisa, enseñando los dientes inferiores, grisáceos e incrustados de placa.

Cuando logró llevarse a Mal a un lado, le dijo con una sonrisa para ablandarlo:

– ¿Has vuelto a reñir con tu padre?

– Nosotros no reñimos -dijo él sucintamente-. Yo hago una apelación, él dictamina sentencia -Ay, Mal, quiso decir ella; ¡Ay, mi pobre Malí-. ¿Dónde está Phoebe? -le preguntó él.

Vaciló. Él se había quitado las gafas para limpiarlas.

– Aún no ha venido -respondió.

– ¿Cómo…?

Con alivio, Sarah oyó más allá de las voces del salón el ruido de la puerta de la calle. Se alejó de él deprisa, camino del vestíbulo. Phoebe hacía entrega de un abrigo y una gabardina de hombre a Maggie.

– ¿Dónde te has metido? -chistó a la muchacha-. Tu padre está…

Entonces apareció Quirke en la puerta, con una sonrisa a modo de disculpa, y ella calló en el acto, notando que la sangre le subía desde el pecho hasta arderle en las mejillas.

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