Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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– No, Quirke, por favor -dijo-. No digas que lo sientes. No podría soportarlo.

– Le supliqué que volviera a casa conmigo. Se negó.

Ella meneó la cabeza con hastío.

– Es demasiado tarde -dijo-. Y tú lo sabes.

– ¿Qué vas a hacer?

– Ah, me quedaré una temporada al menos -rió con inseguridad-. Mal quiere que vaya a la Clínica Mayo… ¡a que me examinen la cabeza! -hizo un nuevo intento por reír, pero tampoco lo logró. Miró a lo lejos, hacia el mar-. Tal vez Phoebe y yo podamos llegar a ser… -sonrió entristecida-. Tal vez podamos llegar a ser amigas. Además, alguien tendrá que mantenerla lejos de las garras de Rose. Rose quiere llevársela a Europa y convertirla en una heroína de Henry James -calló un instante y bajó la mirada; nunca le resultaba a él tan querida como cuando se miraba las puntas de los pies de ese modo, examinando el suelo con el ceño fruncido, en busca de algo que nunca estaba allí-. ¿Te has acostado con ella -preguntó, bajando la voz-, con Rose?

Él negó con un gesto.

– No.

– No te creo -dijo sin rencor.

Ella respiró hondo el aire gélido y, mirando a la casa por encima del hombro, se sacó de debajo de la chaqueta de punto un rollo de papel que le depositó a la fuerza en la mano.

– Tú sabrás qué hacer con esto -era un cuaderno escolar, con las tapas anaranjadas y los cantos doblados. Él hizo ademán de retirar el elástico que lo mantenía enrollado, pero ella le puso la mano sobre la suya-. No -dijo-, léelo en el avión.

– ¿Cómo lo has conseguido?

– Me lo envió ella, la tal Moran, pobrecilla. Sabe Dios por qué. No había vuelto a verla desde que Phoebe era muy pequeña.

Él asintió.

– Ella se acordaba de ti -le dijo-. Preguntó por ti. Dijo que habías sido bondadosa con ella -se guardó el cuaderno, aún enrollado, en el bolsillo del abrigo-. ¿Qué quieres que haga con esto? -preguntó.

– No lo sé. Lo que sea preciso.

– ¿Lo has leído?

– No todo. Lo suficiente, lo que pude soportar.

– Entiendo. Entonces, lo sabes.

Ella asintió.

– Sí, lo sé.

Él respiró hondo y notó la mordiente del aire frío en los pulmones.

– Si hago con esto lo que yo creo que se debe hacer -dijo, y procuró medir sus palabras-, ¿sabes cuáles serán las consecuencias?

– No. ¿Y tú?

– Sé que la cosa se pondrá fea. ¿Y Mal?

– Ah -dijo ella-, Mal podrá subsistir. A fin de cuentas, fue el menos implicado.

– Yo creía que… -calló.

– Tú creías que Mal era el padre de la hija de esa infortunada mujer. Sí, sé que eso es lo que creías. Por eso quise que hablaras con él. Pensé que él te diría cómo habían sido las cosas en realidad. Pero ni por ésas, claro que no. Es muy leal… con un padre que nunca le quiso. ¿No te parece irónico?

Callaron los dos entonces. Él pensó que debería besarla, pero supo que era imposible.

– Adiós, Sarah -le dijo.

– Adiós, Quirke -ella lo miraba a la cara con una tenue sonrisa, una sonrisa burlona-. A ti sí te quiso, ¿sabes? No, más bien, ahí está el quid. Nunca lo supiste.

Epílogo

Soplaba un viento refrescante y racheado, que traía a las calles de la ciudad noticias de campos distantes, de árboles y agua. Era primavera. Mientras caminaba, Quirke levantaba a cada trecho el bastón de madera de endrino y probaba a dar un paso sin su ayuda. Notaba dolor, pero no demasiado; un aguijonazo seco, caliente, un mero recuerdo del clavo metálico.

Lo hicieron pasar al despacho del inspector Hackett, en donde entraba el sol con debilidad a través de una ventana de sucios cristales. La mayor parte del espacio en la escueta habitación lo ocupaba un escritorio demasiado grande, feo, de madera. Los expedientes amarillentos se apilaban en el suelo, alrededor de la mesa, y había un estante lleno de periódicos polvorientos, de libros cuyos lomos estaban desgarrados y eran ilegibles. ¿Qué clase de libros, se preguntó Quirke, podía leer Hackett? La mesa en sí era una balsa repleta de objetos dispares que nadaban a su antojo, documentos que obviamente nadie había movido desde meses antes, dos tazones, uno de ellos con lápices y el otro con los posos del té matinal del inspector, un trozo de metal sin forma reconocible, que según dijo el inspector era un recuerdo de un bombardeo alemán, durante la guerra, en North Strand, y, allí al lado, aún rizado, en el punto en que había caído, el diario de Dolly Moran. El inspector, en mangas de camisa y con el sombrero puesto, estaba retrepado en el sillón, con los pies en una esquina del escritorio y las manos entrelazadas sobre la barriga, que llevaba sujeta bajo un abultado chaleco azul que le quedaba demasiado ceñido.

Hackett indicó con un gesto el cuaderno.

– No es que fuera exactamente James Joyce la pobre Dolly, ¿eh? -dijo, y mostró los dientes.

– Pero ¿podrá utilizarlo? -preguntó Quirke.

– Oh, desde luego, haré lo que pueda -dijo el inspector-. Pero en esto nos las vemos con personas poderosas, señor Quirke. Supongo que de eso se da perfecta cuenta. Ese tipo, el tal Costigan por sí solo, tiene un grandísimo peso en esta ciudad.

– Pero nosotros también tenemos peso -dijo Quirke, y señaló el cuaderno con un gesto del mentón.

Hackett se dio en el vientre una palmada de contento.

– Dios, señor Quirke, ¡qué feroz, qué vengativo es usted! -dijo-. Verdaderamente digno de su familia, sin duda. Dígame una cosa -bajó la voz, dándole un tono confidencial-: ¿Por qué lo hace?

Quirke se paró a pensar.

– No lo sé, inspector -dijo al cabo-. Tal vez sea porque antes, en toda mi vida, nunca he hecho nada.

Hackett asintió, y aspiró hondo por la nariz.

– Se va a armar una buena polvareda -dijo- si se desploman estos particulares pilares de la sociedad. Una verdadera polvareda, con ladrillos y escombros por todas partes. Cualquiera en su sano juicio preferiría verse lejos de ese estropicio.

– Pero usted irá adelante a pesar de los pesares…

Hackett apartó los pies del escritorio, se inclinó y rebuscó entre el montón de papeles que cubría la mesa hasta hallar un paquete de tabaco. Ofreció un cigarrillo a Quirke y ambos los encendieron.

– Lo intentaré, señor Quirke -dijo el inspector-. Lo intentaré.

Agradecimientos

Gracias a Jennifer Barth, Peter Beilby, Mary Callery, Joan Egan, Alan Gilsenan, Louise Gough, Roy Heayberd, Robyn Kershaw, Andrew Kidd, Linda Klejus, Sandra Levy, Laura Magahy, Ian Meldon, Hazel Orme, Jo Pitkin, Maria Rejt, Beatrice von Rezzori, Barry Ruane, John Sterling.

Benjamin Black

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