Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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– Que disparas sin pólvora, tejano -le dijo de nuevo con la misma sonrisa, y alzó la mano y le revolvió el cabello-. Que, por eso, ni hablar de un pequeño Andy, de una pequeña Claire, ni tampoco de una pequeña Christine, no al menos que fuesen tuyos.

A duras penas pudo dar crédito a lo que ella decía. Al principio no lo entendió: ¿Claire le había dicho que era él y no ella el que estaba incapacitado para hacer hijos? Sin embargo, cuando Claire volvió de ver al médico, aquel día en que le dieron los resultados de las pruebas que se habían hecho los dos, a él le dijo que era ella la que no funcionaba, que algo le pasaba en las entrañas, que nunca podría tener un hijo, por mucho que lo intentase. Cora, que empezaba a dar la sensación de lamentar haberse puesto a contarle todo eso, dijo que… en fin, que Claire le había dicho que era justo al revés, que se lo había dicho un día en que él estaba trabajando y ella subió a ver si Claire tal vez quería una taza de café o algo. Claire estaba realmente trastornada, dijo Cora, llorando sin poder parar, hablando de la niña y del accidente, y fue entonces cuando le dijo a Cora lo que realmente le había dicho el médico, y le dijo que había mentido a Andy. Mientras Cora se lo contaba, a Andy se le puso un temblor en la pierna, como le sucedía a menudo cuando estaba preocupado o enojado. ¿Por qué, quiso saber, por qué iba a decir Claire que era culpa suya cuando en realidad era él quien no… el que no…?

– Oh, cielo -le dijo Cora para tranquilizarlo, sin asomo de sonrisa, de pronto muy seria, al ver con claridad el daño que acababa de causar-, a lo mejor te dijo esa mentirijilla, date cuenta, para que no te sintieras mal…

En ese momento fue cuando le dio a Cora una bofetada. Sabía que no debía haberlo hecho, claro que ella tampoco debía haber dicho lo que dijo. Le soltó un bofetón bastante fuerte en toda la cara, le dio con los nudillos en el puente de la nariz. Manó más sangre entonces, pero ella se quedó sentada en la cama, medio vuelta de espaldas a él, con una mano en la cara y sangrando por la nariz, los ojos fríos, cortantes como navajas. Fue el fin, naturalmente, de su historia. Cora probablemente podría haber seguido cuando se le pasara el resentimiento por la bofetada, pero lo cierto era que él se había hartado de ella, de su vientre fláccido, de los pechos aplanados, del trasero caedizo y arrugado. También él podía reírse de ella cuanto quisiera.

Cuando dejó a la chica y volvió a la casa, había decidido llevarse a Claire con él. La decisión le sorprendió, pero también le alegró. Debía de ser que a pesar de todo la amaba, a pesar incluso de todo lo que le había dicho de él a Cora Bennett. Aparcó el coche a dos casas de distancia no porque no quisiera que los vecinos se fijaran en un coche tan llamativo -ya le habían visto con anterioridad al volante del Buick-, sino porque deseaba entrar en la casa sin que Cora Bennett saliera a darle la lata. Atravesó el jardín casi de puntillas y subió las escaleras de tres en tres, agradecido de que la nieve amortiguase el ruido de sus tacones en los peldaños de madera.

Claire, con la bata de andar por casa, estaba tirada en el sofá delante del televisor, donde sonaba un estúpido concurso. ¿A quién coño le importa cuál sea la capital de Dakota del Norte? Se detuvo un momento al pasar junto a ella y le dio un meneo en los hombros y le dijo que se levantara e hiciera el equipaje. Ella no movió un dedo, por descontado, y él tuvo que volverse y enseñarle el puño cerrado a pocos centímetros de la nariz, además de pegarle un grito. Estaba en el dormitorio, echando las camisas a la vieja bolsa de viaje que había sido de su padre, cuando sintió que ella estaba a su espalda -había desarrollado un sexto sentido, era capaz de percibir su presencia sin mirarla, como si ya fuera un fantasma-, y se dio la vuelta para hallarla apoyada en la jamba, medio inclinada, con la bata cerrada y los brazos cruzados con tanta fuerza que daba la impresión de que sólo así pudiera mantenerse de una pieza.

– Hoy hemos tenido visita -le dijo.

– ¿Ah, sí? No digas. ¿Quién ha venido? -nunca hubiera dicho que tenía tantas camisas, chaquetas y pantalones. ¿De dónde había salido toda aquella ropa?

– Vinieron a preguntar por la niña -dijo Claire.

Él se quedó inmóvil de repente y se volvió despacio a mirarla.

– ¿Qué? -dijo en voz baja. Tenía en la mano un cinturón con una hebilla que simulaba la cabeza de un novillo, con su cornamenta.

Ella le refirió, con ese hilillo de voz con que hablaba últimamente, que sonaba como si se le desgastara y pronto no fuera a quedar sino un suspiro, una especie de respiración sofocada en la que no cupieran las palabras, la visita del irlandés y la enfermera. Habían preguntado por la pequeña Christine, por el accidente, por lo que sucedió después. Mientras hablaba, hizo ocasionalmente una pausa para quitarse un hilillo de borra de la bata. Era como si hablase del tiempo. Cuando calló, él tuvo que darle un empellón para ponerla de nuevo en marcha. ¡Joder, un fantasma mecánico, de cuerda, en eso se le estaba convirtiendo! La habría zurrado con el cinturón de no ser por lo extraña que la encontraba, como si en realidad no estuviera allí, sino perdida en su propio interior.

Recorrió la habitación de punta a punta mordiéndose un nudillo. Era preciso que se largasen esa misma noche, tenían que largarse ya. Como si hubiera percibido qué estaba pensando, Claire reparó de pronto en la bolsa de viaje encima de la cama, los cajones abiertos, las puertas del armario de par en par.

– ¿Es que me dejas? -dijo como si en realidad no le importara demasiado que así fuera.

– No -dijo él, y se detuvo ante ella con los brazos en jarras y hablando despacio, para que ella le entendiera-. No te dejo, cariño. Tú te vienes conmigo. Nos marchamos al oeste. Allá lejos está Will Dakes, está en Roswell, él nos ayudará, me ayudará tal vez a encontrar trabajo -se acercó un poco más y le rozó la cara-. Podemos empezar una nueva vida -dijo con voz queda-. Podrás tener otra hija, otra pequeña Christine. Eso te gustaría, ¿verdad que sí? -le sorprendió lo poco que en realidad le importaba que ella le hubiera contado a Cora lo de las pruebas médicas, ni que le hubiera hablado al iríandés del accidente; le sorprendió, de hecho, lo poco que le importaba todo eso. El irlandés, Rose Crawford, la monja y el cura… Todos eran ya agua pasada. Sabía sin embargo que irían a por él, que irían pronto en su busca, y que los dos tenían que largarse. Claire tenía la mejilla fría al tacto, como si no le fluyera la sangre bajo la piel. Claire, su Claire. Nunca había sentido tanta ternura por ella como en ese momento, allí en la puerta, mientras nevaba y disminuía la luz y el castaño, por la ventana, tendía los brazos desnudos, y todo había acabado allí para los dos.

Conducía a una velocidad excesiva. La carretera estaba resbaladiza por la nieve reciente. Cada vez que se cruzó con un coche de policía que se dirigía a la ciudad, contó con verlo dar la vuelta en redondo, poniéndose sobre dos ruedas, y acercarse a toda velocidad hacia ellos tras sortear con un brinco el bache de la mediana, entre destellos de luz azulada, con la sirena a todo meter. La chica ya habría regresado a su casa, ya habría contado la historia; él sabía, por supuesto, cómo sería esa historia. Le daba igual. En el plazo de dos días iba a estar en Nuevo México, y Will Dakes borraría el número de bastidor del automóvil, además de hacer todo lo que fuera preciso hacer para venderlo; Claire y él se quedarían con la pasta y seguirían viaje, con destino a Texas tal vez, o quizás hacia el norte, rumbo a Colorado, Utah, Wyoming. El mundo entero se abría ante ellos. Allá lejos, bajo esos cielos, Claire olvidaría a la niña y volvería a ser la de siempre. Vio en medio de la nieve arremolinada la luz roja que destellaba allá delante, en el paso a nivel. Se acordó de la chica, de Phoebe, y sonrió para sus adentros sintiéndose mejor que nunca, recordándola despatarrada debajo de él en el asiento trasero del coche. Apretó el acelerador. Sí, la vida estaba sólo empezando, su verdadera vida, allá en el lugar que le correspondía por derecho, en aquellos espacios anchurosos y abiertos, en las llanuras, en medio de aquel aire que era todo dulzura. Estaba bajando la barrera, pero pasarían. Como un relámpago pasaría el automóvil por debajo, y al otro lado comenzaría un sitio nuevo, un mundo nuevo, donde ellos mismos serían nuevos. Miró a Claire un instante. Sentía esa misma excitación, la misma expectación; él se lo notó en la cara, en el modo en que se inclinaba hacia delante y alargaba el cuello y abría mucho los ojos, y en ese instante se hallaron sobre las vías, y súbitamente -¿qué estaba haciendo?- ella alargó una mano y aferró el volante y se lo arrancó de las suyas, y el cochazo emitió un sonoro chirrido y giró en redondo sobre la nieve y los brillantes raíles de acero y se detuvo, con el motor calado, y todo se detuvo a la vez, todo, salvo el tren que se abalanzaba hacia ellos, con su ojo único y resplandeciente, y que en el último instante pareció subir como si fuera a despegar en la negrura del aire, entre alaridos, llamaradas, vuelo.

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