Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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Él se dio cuenta de que ella intentaba contener la risa. Se lanzó hacia delante pivotando sobre la resistencia de su pierna, salvando el espacio que los separaba no como si fuese a hacerlo caminando, sino en una suerte de caída vertical. No sabía de qué sería capaz cuando la alcanzara, si iba a abofetearla o a derribarla al suelo de un empellón. Lo que hizo fue estrecharla en sus brazos. Era de una ligereza sorprendente, él percibió con nitidez los huesos bajo sus carnes. Cuando la besó, aplastó la boca contra la suya y notó un sabor a sangre, de ella o suyo, no estuvo seguro.

La noche, reluciente e intensamente negra, se comprimía contra las ventanas por ambos lados de la estancia.

– Podríais quedaros los dos, ¿sabes?, tú y Phoebe -dijo Rose-. Que se vuelvan los demás a los brazos de la tierna Madre Irlanda. Nosotros tres podríamos conseguir que la cosa funcionara bien. Tú eres igual que yo, Quirke. Reconócelo. Te pareces a mí mucho más que a tu preciadísima Sarah. El corazón frío y el alma caliente: así somos tú y yo -él iba a decir algo, pero ella le rozó rápidamente con la yema del dedo en los labios-. No, no, no digas nada. Qué tontería por mi parte, mira que habértelo propuesto… -se separó de él y se sentó al borde de la cama, de espaldas. Le sonrió con ironía por encima del hombro-. ¿Ni siquiera me amas un poco? Siempre podrías mentirme, ¿sabes? No me importaría. Mentir se te da bien.

Él no dijo nada. Se tumbó de espaldas, con el dolor de la rodilla como una llamarada, y miró al techo. Rose asintió, y buscó tabaco en los bolsillos de su chaqueta. Encendió un cigarrillo y se acercó a él para ponérselo en los labios.

– Pobre Quirke -dijo con voz queda-. Estás metido en un buen lío, ¿verdad? Ojalá pudiera ayudarte a salir -fue a plantarse ante el espejo frunciendo el ceño, y se arregló el cabello peinándose con los dedos. A su espalda, él se incorporó y se sentó en la cama; ella lo vio en el espejo como un oso grande y pálido. Alcanzó el cenicero de la mesilla-. Seguramente no te sirva de ayuda -dijo ella-, pero hay una cosa que sí te puedo decir. Te equivocas con Mal y con esa chica, la del bebé, no me acuerdo cómo se llamaba -él la miró, y sus ojos se encontraron en el espejo-. Créeme, Quirke, te lo digo en serio. Estás completamente equivocado.

– Sí -asintió él-, ya sé que sí.

Llegó temprano a St. Mary. Pidió permiso para hablar con sor Stephanus. La monja de los dientes saledizos, retorciéndose las manos, insistió en que a esas horas no podía recibirle nadie, aunque, según dio a entender con su mirada, tampoco podría recibirle nadie a ninguna otra hora. Preguntó por sor Anselm. Sor Anselm, dijo la monja, se había tenido que marchar; se encontraba ahora en otro convento, en Canadá. Quirke no quiso creerla. Se sentó en una silla en el vestíbulo, dejó el sombrero sobre las rodillas y dijo que iba a esperar hasta que alguien estuviera dispuesto a recibirle. La joven monja desapareció, y al punto se presentó el padre Harkins, con el mentón irritado tras el afeitado matutino y un temblorcillo en el ojo derecho. Avanzaba con su mejor sonrisa. Quirke se puso en pie con ayuda del bastón. Hizo caso omiso de la mano que le tendía el sacerdote. Dijo que deseaba ver la tumba de la niña.

Harkins lo miró con los ojos como platos.

– ¿La tumba?

– Sí. Sé que está aquí enterrada. Quiero ver qué nombre figura en la lápida.

El sacerdote se puso bravucón, pero Quirke lo paró en seco. Alzó el pesado bastón negro en una mano de un modo amenazador.

– Podría llamar ahora mismo a la policía -dijo Harkins.

– Oh, desde luego -repuso Quirke con una risa cortante-, desde luego que podría.

El cura se mostraba cada vez más agitado.

– Escuche -dijo, y bajó la voz hasta no ser más que un susurro-. El señor Griffin se encuentra aquí. Está aquí ahora, ha venido de visita antes de marcharse.

– Me da igual -dijo Quirke-. Por mí, como si está el Papa de Roma. Quiero ver la lápida.

El cura pidió que le trajeran el abrigo y las botas de agua. Los trajo la monja joven. Miró a Quirke y no pudo reprimir un destello de renovado interés e incluso de admiración; obviamente, no estaba acostumbrada a ver al padre Harkins plegándose a las órdenes de otro.

La mañana era fría. Las nubes bajas corrían despacio, y un viento húmedo soplaba a rachas trayendo un aguanieve fino. Quirke y el cura rodearon el edificio por el lateral, atravesando un huerto que cubría a trozos la nieve, donde tomaron un sendero de gravilla hacia una cancela baja, de madera, en la cual el cura se detuvo.

– Señor Quirke -dijo-, se lo ruego. Haga caso de mi consejo. Váyase. Vuelva a Irlanda. Olvide todo esto. Si atraviesa esa cancela, lo lamentará.

Quirke no dijo nada. Se limitó a levantar el bastón y a señalar la cancela. El sacerdote, con un suspiro, retiró el cierre y se hizo a un lado.

El cementerio era más pequeño de lo que esperaba, era poco más que una campa, con mayor inclinación en una de las esquinas, desde la cual se veían las torres de la ciudad por el este, envueltas en la neblina del invierno. No había lápidas, sino tan sólo pequeñas cruces de madera, todas ellas torcidas, en mayor o menor ángulo de inclinación. El tamaño de las tumbas le pareció pasmoso; ninguna tendría siquiera medio metro de largo. Quirke avanzó por un sendero mal trazado hacia el lugar en el que había visto una figura con abrigo y sombrero, con una rodilla hincada en tierra. Sólo alcanzaba a ver la espalda encorvada del hombre; cuando aún se hallaba a cierta distancia se detuvo y lo llamó. Era la figura de Mal, agazapado, en tensión, pero no era Mal.

Ni siquiera cuando Quirke le dirigió la palabra se volvió el hombre, de modo que Quirke siguió caminando hacia él. Oía sus pasos desiguales triturar la gravilla, punteados por el golpecito sordo del bastón en el terreno pedregoso. Una racha de viento amenazó con llevársele el sombrero, de modo que tuvo que sujetarlo con la mano para impedirlo. Alcanzó al hombre arrodillado, que sólo se dignó mirarlo en ese instante.

– ¿Y bien, Quirke? -dijo el juez, y se guardó en el bolsillo un rosario, no sin antes besar el crucifijo, recogiendo el pañuelo sobre el cual había hincado la rodilla, levantándose con esfuerzo-. ¿Ahora te das por satisfecho?

Recorrieron tres veces seguidas el perímetro del pequeño cementerio, con el viento helado e intenso en la cara, las mejillas del anciano plagadas de manchas azuladas, y la rodilla de Quirke sometida a un dolor constante. Le pareció que llevaba dando vueltas a la campa durante toda la vida; le pareció que así había sido su vida entera, un lento caminar alrededor del territorio de los muertos.

– Voy a llevarme de aquí a la pequeña Christine -dijo el juez-. Voy a llevármela a un cementerio como es debido. Tal vez incluso me la lleve a Irlanda, para enterrarla al lado de su madre.

– ¿No vas a tener problemas a la hora de explicarlo en la Aduana? -dijo Quirke-. ¿O eso también tiene fácil remedio?

El anciano esbozó una especie de sonrisa mostrando los dientes.

– Su madre era una muchacha magnífica, rebosante de humor y de ganas de vivir -dijo-. Eso fue lo primero que me llamó la atención en ella, nada más verla en casa de Malachy. Su manera de reírse de las cosas.

– Supongo -dijo Quirke- que ahora me vas a decir que no pudiste contenerte.

De nuevo esa sonrisa de soslayo, con ferocidad leonina.

– Aguántate el resquemor, Quirke. Aquí tú no eres la parte perjudicada. Si tengo que ofrecer disculpas no es precisamente ante ti. Así es, he pecado, y Dios me castigará por mis pecados. Ya me ha castigado, llevándose a Chrissie de mi lado, y luego además a la niña -hizo una pausa-. ¿Por qué fuiste tú castigado, Quirke, cuando perdiste a Delia? ¿Cuál fue tu pecado?

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