Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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Ella volvió a mirar la alfombra y tuvo un nuevo estremecimiento en las entrañas. Cerró los ojos.

– Todavía tienes tiempo -le dijo desde esa negrura.

Él sí la miró.

– ¿Tiempo?

– Para redimirte.

Emitió un sonido extraño, blando, desde el fondo de la garganta, que a ella le costó un momento identificar: era una risa apagada.

– Ay, mi querida Sarah -dijo, ¡y qué pocas veces decía su nombre!-, para eso mucho me temo que ya es tarde.

Un reloj dio la hora en algún lugar de la casa, y luego otro, y otro más. ¡Cuántos eran! Como si allí dentro el tiempo se hubiera multiplicado, como si fuera distinto en cada planta, en cada estancia.

– Le hablé a Quirke de Phoebe -dijo ella-. Se lo dije todo.

– Ah, no me digas… -volvió a emitir la misma risa frágil-. Ha tenido que ser una conversación interesante.

– Tendría que habérselo dicho hace ya muchos años. Yo tendría que haberle dicho lo de Phoebe, y tú tendrías que haberme dicho lo de Christine Falls.

Mal cruzó las piernas y se acomodó meticulosamente el pantalón a la altura de la rodilla.

– No hacía ninguna falta que le dijeras lo de Phoebe -dijo-. Ya lo sabía.

¿Qué era lo que estaba oyendo? ¿Acaso ecos minúsculos de los carillones, que aún portaba el aire con tenuidad? Contuvo el aliento, temerosa de lo que pudiera salir de sus labios.

– ¿Qué quieres decir? -dijo al fin.

Él estaba mirando al techo, estudiándolo, como si allá arriba pudiera haber una señal, un jeroglífico.

– ¿Tú quién crees que indicó a mi padre que me llamara aquí, a Boston, la noche en que murió Delia? -preguntó como si no se dirigiese a ella, como si interrogase más bien algo que sólo él discernía en las sombras, cerca del techo-. ¿Quién estuvo entonces tan atormentado que no pudo soportar la sola idea de tener consigo a la niña, una niña que le recordase la tragedia de su pérdida? ¿Y quién estuvo dispuesto a dárnosla en cambio a nosotros?

– No -dijo ella-, eso no puede ser cierto.

Sin embargo, supo que lo era, por descontado. Ay, Quirke. En el fondo, comprendió en esos instantes, lo había sabido en todo momento, lo había sabido siempre, y se lo había negado. No sintió ira, no tuvo resentimiento. Tan sólo fue tristeza.

No se lo diría a Phoebe: era preciso que ella nunca llegara a saber que su padre la había dado voluntariamente en adopción.

Pasó un minuto.

– Creo que estoy enferma -dijo.

Él se quedó muy quieto, y ella lo notó, como si de hecho algo se hubiera detenido dentro de él, una versión animal de su persona, detenida, con todos los sentidos alerta.

– ¿Por qué lo piensas?

– Algo me pasa en la cabeza. Estos mareos… van a peor.

Se volvió ligeramente y la tomó de la mano, una mano fría e inerte.

– Te necesito -le dijo con calma, sin exageración-. No puedo hacerlo, no puedo hacer nada, si no es contigo.

– Entonces, pon fin a todo esto -dijo ella con súbita ferocidad-. Pon fin a todo lo de Christine Falls y su hija -volvió la mano que él sostenía y le estrechó los dedos-. ¿Lo harás? -fue la mano de él la que quedó inerte. Sacudió la cabeza una sola vez, un movimiento apenas perceptible. Ella oyó las sirenas, los bocinazos desamparados. Le soltó la mano y se puso en pie. Su deber, había dicho: su deber de mentir, de fingir, de proteger. Su deber era lo que había asolado sus vidas-. Tú estabas al corriente de lo de Quirke y Phoebe -le dijo-. Y estabas al corriente de lo de Christine Falls. Tú lo sabías; todos en realidad lo sabíais, y a mí no me lo dijo nadie. Todos estos años, todas estas mentiras. ¿Cómo has podido, Mal?

Él la miró desde el sofá en que seguía sentado. Todo le parecía cansino.

– Tal vez -dijo- por la misma razón por la que tú tampoco le dijiste a Quirke, desde el principio, que Phoebe era hija suya, cuando creías que él no lo sabía -esbozó una sonrisa apagada-. Cada cual lleva el peso de sus propios pecados.

11.

Quirke supo que era hora de marchar. Allí ya no quedaba nada para él, en caso de que alguna vez hubiese algo, salvo confusión, errores, daño. En el dormitorio volvió una vez más las fotografías de Delia y de Phoebe de cara a la habitación; ya no temía a su difunta esposa; de alguna manera la había exorcizado. Comenzó a hacer el equipaje. La luz del día estaba próxima a su fin, y al otro lado de las ventanas la vaguedad de las formas envueltas por la nieve se iba fundiendo en la sombra. No se encontraba bien. La calefacción central daba al aire de la casa una densidad oprimente, y le empezaba a parecer que tenía dolor de cabeza desde bastante antes, más o menos desde la noche en que llegó. No sabía qué pensar de Phoebe, de Mal, de Sarah, de Andy Stafford, de ninguno. Estaba harto de intentar saber qué debía pensar. La ira que le inspiraba todo aquello había remitido hasta no ser sino un runrún de fondo. Era también consciente de una tenue, titilante sensación de desesperanza; era como el sentimiento que amenazaba con vencerle al comenzar algunos días de su niñez, días en los que no había nada en perspectiva, nada de interés, nada que hacer. ¿Era así como habría de ser su vida en adelante, una especie de vida en el más allá que experimentara aún en vida, un errar en un limbo, entre otras almas que, como la suya, no estaban salvadas, ni tampoco se habían perdido?

Cuando Rose Crawford entró en la habitación, supo al punto qué iba a suceder. Llevaba una blusa negra y unos pantalones negros.

– Creo que el luto me sienta bien -dijo-, ¿no cree? -él siguió preparando el equipaje. Ella se encontraba en medio de la habitación con las manos en los bolsillos del pantalón, observándole. Él tenía una camisa en las manos, que ella le quitó y se dispuso a doblar con gestos de experta-. Trabajé en una tintorería -dijo, y lo miró por encima del hombro-. Sospecho que eso le ha sorprendido.

Ahora era él quien la observaba. Prendió un cigarrillo.

– Hay dos cosas que quiero de usted -dijo Quirke.

Ella dejó la camisa doblada en la maleta y tomó otra para proceder a doblarla.

– No me diga… -dijo-. ¿Y de qué cosas se trata?

– Quiero que me prometa que dejará de financiar la obra esa de los bebés. Y quiero que permita a Phoebe que vuelva conmigo.

Ella meneó la cabeza un instante, concentrada en la camisa.

– Phoebe se va a quedar aquí -dijo.

– No -lo dijo con una gran calma, hablando con suavidad-. Deje que se vaya.

Colocó la segunda camisa encima de la primera y se acercó a quitarle el cigarrillo de los dedos; le dio una calada y se lo devolvió.

– Vaya, lo siento… Otra vez el carmín -lo escrutó con una mirada sonriente, la cabeza levemente ladeada-. Es demasiado tarde, Quirke. Ya la ha perdido.

– Usted sabe que es mi hija.

Ella asintió sin dejar de sonreír.

– Naturalmente que lo sé. A fin de cuentas, Josh estaba al corriente del pequeño intercambio entre ustedes, y entre Josh y yo no había ningún secreto. Ésa era una de las cosas más agradables de nuestra vida en común.

Fue como si algo acabara de descender sobre él: vio la oscuridad de lo que descendía ante los ojos, le pareció percibir, el batir de las alas alrededor de la cabeza. La había sujetado por los hombros y la zarandeaba con furia. El cigarrillo salió volando de sus dedos.

– ¡Perra egoísta! -masculló con los dientes apretados, al tiempo que aquella cosa alada seguía batiendo el aire y chillando a su alrededor.

Ella dio un paso atrás, desembarazándose con destreza de la fuerza con que la sujetaba, y fue a recoger el cigarrillo de la alfombra, llevándoselo al otro lado para arrojarlo a la chimenea vacía.

– Debería tener más cuidado, Quirke -le dijo-. Podría provocar un incendio -le apretó con los dedos en el hombro-. ¡Qué fuerza tiene! De veras, no creo que sepa usted cuánta fuerza tiene.

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