En tan pocas ocasiones había visto a Brenda sin su uniforme de enfermera que por un momento apenas supo quién era. Había llamado sin hacer ruido apenas y él se volvió hacia la puerta con una mezcla de alivio y de temor, pensando que se trataba de Phoebe, que se habría sosegado y vendría a hablar con él. Brenda entró deprisa y cerró la puerta, y permaneció de espaldas a la misma, mirándolo todo, salvo a él. Llevaba un sencillo vestido gris y zapatos de tacón bajo, y no se había puesto maquillaje. Él le preguntó qué sucedía, y ella respondió negando con un gesto, los ojos aún clavados en el suelo, sin saber por dónde empezar. Él se puso en pie y contuvo una mueca de dolor -tenía la rodilla peor que otras veces, a pesar de todo el alcohol consumido hasta el momento-, y dio la vuelta a la cama para situarse delante de ella.
– Creo -dijo ella-, creo que sé a quiénes dieron a la niña -fue como si estuviera hablando para sí misma. Él la tocó por el codo y se acercó con ella a la cama, donde ambos se sentaron-. Los vi aquí una vez, en la fiesta de Navidad. Estaban con un bebé. Apenas me fijé en ellos. Volví a verlos en el hospicio. Esa vez, la mujer no llevaba a la niña, y parecía… oh, tenía un aspecto terrible -se miraba las manos como si fueran las de otra persona. Resonó una sirena para avisar de la niebla, y ella se volvió hacia la ventana con un gesto de temor. Fuera los campos estaban nevados y el cielo bajo, de un rosa tenue, sucio. Pensaba con inquietud en su hogar, en el año de la gran nevada, cuando tenía ella siete u ocho años; recordó que sus hermanos hicieron un trineo y la dejaron montar con ellos, dando alaridos al deslizarse por la ladera del prado. Nunca debería haber ido allí, nunca debería haberse dejado enredar entre aquellas personas que eran demasiado para ella, demasiado inteligentes, demasiado adineradas y, además, malvadas. Quirke estaba preguntándole algo-. Los Stafford -dijo ella casi con impaciencia. Él no entendió a quién se refería-. Andy Stafford, el chófer del señor Crawford; él y su mujer. La niña se la dieron a ellos. Estoy segura.
Quirke volvió a ver el cogote del joven, el cabello liso y abrillantado, la cabeza pequeña, los ojos vitreos y oseuros en el espejo retrovisor. Alargó la mano y volvió las dos fotografías de nuevo contra la pared.
Costó mucho tiempo que el taxi llegara de Boston. Caía la nieve a rachas, y el taxista, un mexicano en miniatura al cual le quedaba la frente casi a la altura del volante, emitía un sonsonete grave, quejoso, a la vez que transitaba expeditivamente por las carreteras llenas de curvas a la salida de Scituate, bajo un cielo cada vez más oscurecido. Quirke y Brenda Ruttledge iban dándose casi la espalda en el asiento de atrás. Se había instalado entre ambos una cierta tirantez, incluso una especie de azoramiento, de modo que no se dirigían la palabra. Brenda llevaba un abrigo negro, con capucha, que le daba de forma incongruente el aire de una monja. El sur de Boston estaba desierto. Los bancos de nieve se amontonaban en las aceras; en la calzada, las huellas de los vehículos se veían nítidas en medio de un aguanieve marronáceo. En Fulton Street, las casas de madera parecían agazaparse para resguardarse del frío y de la nieve que caía al sesgo. Quirke había conseguido la dirección no sin dificultades gracias a Deirdre, la ratonil doncella de Rose Crawford.
Una mujer de cara estrecha, con un delantal marrón, salió a la puerta y los miró de arriba abajo con evidente desconfianza, una pareja que no parecía casar nada bien, fijándose en el bastón de Quirke y en el abrigo de Brenda, semejante a un hábito. Quirke dijo que habían venido desde la casa del señor Crawford.
– Ha muerto, según tengo entendido -dijo la mujer. En uno de los lados de la nariz se le veía una magulladura reciente, entre morada y grisácea. Les indicó que los Stafford vivían en el piso de arriba, pero que Andy Stafford no se encontraba en la casa-. Por lo que yo sé -dijo con recelo-, debe de estar en Scituate.
No le hacía ninguna gracia la visita de aquellos dos, y menos aún que le preguntaran por Andy dando la impresión de que sabían algo poco halagüeño acerca de él. Quirke preguntó si la señora Stafford se encontraba en casa; la mujer se encogió de hombros e hizo una mueca desdeñosa dejando al descubierto un colmillo.
– Supongo que estará. Apenas sale nunca.
A pesar de la nieve que cubría el terreno salió tras ellos por el lateral de la casa y se quedó a resguardo, bajo el alero, con los brazos cruzados, viéndoles subir por las escaleras de madera. Quirke llamó con los nudillos en el cristal de la puertaventana. No oyó ninguna respuesta.
– Estará seguramente abierta -gritó la mujer. Quirke probó la manilla, que se abrió sin presentar resistencia. Entraron Brenda y él en un angosto recibidor.
Hallaron a Claire Stafford sentada en una silla con respaldo de barrotes, ante una mesa, en la mínima cocina. Vestía una bata rosa de andar por casa y estaba descalza. Se había sentado de lado y permanecía inmóvil, con una mano en el regazo y la otra apoyada sobre la encimera de plástico. El cabello, claro, parecía tenerlo húmedo, y le colgaba lacio a uno y otro lado de la cara pálida. Tenía los ojos enrojecidos y los labios descoloridos del todo.
– ¿Señora Stafford? -dijo Brenda en voz baja. Claire tampoco dio respuesta-. Señora Stafford, me llamo Ruttledge, soy… era la enfermera del señor Crawford. El señor Crawford, el jefe… el jefe de Andy. Ha muerto. El señor Crawford ha muerto. ¿Lo sabía usted?
Claire se movió levemente, como si acabara de oír algo muy lejano, y pestañeó, y por fin volvió la cabeza para mirarlos. No dio muestras de sorpresa ni de curiosidad. Quirke se acercó a ella y se situó enfrente, ante la mesa, apoyando la mano en el respaldo de una silla.
– ¿Le molesta si me siento, señora Stafford? -preguntó.
Ella movió la cabeza mínimamente de un lado al otro. Él separó la silla de la mesa y tomó asiento, indicando a Brenda Ruttledge que se acercara. También ella se sentó.
– Queremos hablar con usted -dijo Brenda- sobre el bebé, sobre lo que sucedió. ¿Va a contárnoslo?
Una mirada de algo, de débil protesta, de negación, había asomado a los ojos casi incoloros de Claire. Frunció el ceño.
– Él no quiso… -dijo-. Yo sé que no quiso. Fue un accidente.
Quirke y Brenda Ruttledge se miraron uno al otro.
– ¿Cómo sucedió, señora Stafford? -preguntó Quirke-. ¿Nos va a contar cómo se produjo el accidente?
Brenda alargó el brazo y puso la mano sobre la de Claire, que seguía inmóvil sobre la mesa. Claire miró ambas manos. Cuando tomó la palabra se dirigió exclusivamente a Brenda.
– Intentó que dejara de llorar. Él odiaba que la niña llorase. Le dio una sacudida. Eso fue todo, sólo le dio una sacudida -su ceño fruncido era en ese momento un gesto de desconcierto, de pasmo-. La niña tenía la cabecita pesada -dijo-. Tan calentita… Casi acalorada -volvió la mano sobre el regazo y la curvó al recordar la cabeza de la niña-. Muy pesada.
– ¿Qué hizo usted entonces? -preguntó Brenda-. ¿Qué hizo Andy?
– Llamó por teléfono a St. Mary. Luego estuvo fuera mucho tiempo, no sé… Vino el padre Harkins. Le conté cómo había sido el accidente, y luego volvió Andy.
– Y el padre Harkins -preguntó Quirke-… ¿llamó a la policía?
Claire alejó la mirada de la cara de Brenda y la clavó en él.
– Oh, no -se limitó a decir. Se volvió de nuevo a Brenda apelando a otra mujer, a su sensatez-. ¿Por qué iba a llamar a la policía, si fue un accidente?
– ¿Dónde está, señora Stafford? -dijo Quirke-. ¿Dónde está la niña?
– Se la llevó el padre Harkins. Yo ya no quería verla nunca más -apeló de nuevo a Brenda-. ¿Hice mal?
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