– No -dijo Brenda para tranquilizarla-, claro que no.
Claire volvió a mirarse la mano ligeramente curvada.
– Es que aún notaba la cabecita en la mano. Aún la noto.
Se espesó el silencio. Quirke sintió como si algo llegara a la casa, filtrándose por las junturas, suave, insonoro, como la propia nieve que caía fuera. De pronto se sintió cansado como nunca lo había estado. Se sintió como si hubiese llegado al final de un camino por el que tanto tiempo llevaba avanzando que sus propios pasos le parecían un descanso; un descanso, sin embargo, que no le provocaba el menor alivio, que le causaba dolor en los huesos, dificultades en el corazón, embotamiento del ánimo. En algún punto de ese arduo camino parecía haberse perdido.
Andy supo que la chica iba tras él en cuanto entró en el garaje y se la encontró sentada en el asiento posterior del Buick, sin otra cosa que hacer, con el abrigo puesto y la mirada perdida al frente, pálida, con cara de haberse llevado un buen susto. No le dijo nada, y él tampoco; se abotonó la chaqueta y se sentó al volante y arrancó el motor. Se limitó a conducir sin pensar adonde iba, que era lo que ella parecía desear. Lléveme a donde sea, le había dicho la primera vez, cuando dejaron al grandullón en el pueblo. Nevaba. No demasiado; las carreteras estarían sin tráfico. Volvieron a subir por la costa. Él le preguntó si tenía uno de sus cigarrillos ingleses, pero ella ni siquiera respondió; sólo negó con la cabeza mirándole en el espejo retrovisor. Tenía esa mirada -de susto, paralizada, pero frenética por dentro- que se les ponía a las chicas cuando sólo eran capaces de pensar en una sola cosa. Era una mirada por la que supo que sería su primera vez.
Sabía bien adonde ir, y se detuvo en el saliente de tierra. No había nadie por allí, y no iban a encontrarse a nadie. El viento soplaba con tal fuerza que mecía el gran automóvil sobre los amortiguadores, y la nieve de inmediato comenzó a amontonarse bajo los limpiaparabrisas y en el reborde de las ventanillas. Al principio no tuvo mayores complicaciones con la chica. Ella hizo como que no sabía qué estaba pasando, ni qué deseaba él, que era también lo mismo que deseaba ella, sólo tenía que reconocerlo y, aunque había tenido la esperanza de que no fuera necesario, al final tuvo que sacar la navaja que llevaba sujeta con dos imanes debajo del salpicadero. Ella se puso a liorar cuando vio la navaja, pero él le dijo que cortara en seco la llantina. Le hizo gracia, pero la verdad es que le excitó ordenarle que se quitara las extrañas botas de goma que llevaba puestas y, como apenas había espacio entre los asientos, tuvo que torcer de lado la pierna, y él entrevio por vez primera el liguero y la cara interna y blanca del muslo, hasta las bragas de encaje.
Estuvo bien. Ella trató de defenderse y a él le gustó. Se aseguró de que estuviera tendida sobre el abrigo porque no tenía ningunas ganas de que nada manchara la tapicería, aunque en realidad no es que estuviera tendida, sino más bien encajada en una posición semisedente, de modo que él tuvo que hacer unas cuantas contorsiones hasta poder por fin introducirse en ella. Emitía una especie de chillido gracioso que le daba prácticamente de lleno en el oído, y en ese momento le tomó tanto cariño que frenó un poco y se separó de ella y miró por la ventanilla en la que se acumulaba la nieve y vio en la bocana de la bahía el mar en cierto modo hirviendo, supuso que debía de estar cambiando la marea o algo así, y una ola inmensa de agua negra, azulada, con un ribete de espuma blanca en lo alto, ascendía entre los dos salientes de la bahía, y aunque sólo acababa de empezar no pudo contenerse, y arqueó la espalda entre las piernas temblorosas de la chica y entró en ella a fondo y sintió el estremecimiento que le nacía en lo más profundo del tallo, en el fondo de la entrepierna, y la mordió en un lado del cuello y la hizo chillar.
Después se encontró con un problema, con el qué hacer con ella. No podría devolverla a la casa. El no tenía intención de regresar a Moss Manor nunca más; muerto el viejo, sabía que allí tenía las horas contadas. La zorra que acababa de convertirse en una viuda ricachona no perdería un momento en vender -él la había visto cómo miraba la casa, torciendo la boca con un gesto de asco, cuando creía que nadie la estaba viendo- ni en trasladarse a un sitio que fuera más de su gusto, más refinado. Él había trazado sus planes, y ahora que había pasado lo que había pasado con la chica tomó la decisión sobre la marcha: era hora, no había tiempo que perder. Había hablado con un tipo al que conocía, un vendedor de coches antiguos que se había mudado a vivir a Nuevo México y se había instalado en Roswell para buscar hombrecillos verdes, y que estuvo de acuerdo en remodelar el Buick de modo que resultara imposible de identificar, además de ayudarle a encontrar un comprador. El tiempo, sí, el tiempo era lo crucial. Podía empezar por librarse de la chica. Yacía acurrucada en el asiento de atrás cuando entró en Scituate. Nevaba copiosamente y las calles estaban desiertas -aunque tampoco era que jamás llegaran a llenarse en aquel estercolero-; se detuvo en la esquina en la que había recogido a Quirke el otro día, salió, dio la vuelta y le abrió la portezuela, diciéndole que saliera. Hacía frío, pero ella llevaba el abrigo y las botas, de modo que calculó que no le iba a pasar nada, e incluso se cercioró de que tuviera monedas para el teléfono. Ella salió del coche y echó a andar como si fuera uno de esos muertos vivientes, con la cara embadurnada de un modo extraño y una vista desenfocada, como si tuviera problemas para ver. Al alejarse en el coche la miró por última vez en el espejo retrovisor y la vio de pie, bajo la nieve, en la esquina.
No tardó en comprender que estaba en aprietos, quizás en el peor aprieto en el que nunca se hubiera visto -sólo por culpa de la navaja, no tendría que haber sacado la navaja-, pero no le importó. Estaba exultante. Había dado la talla, había demostrado de qué era capaz. Aún tenía húmeda la entrepierna, aunque el sudor de la espalda y de la cara interna de los brazos se le había enfriado y era como el aceite, ¿cómo era la palabra?, como el bálsamo. Ojalá, se dijo, pudiera haberlo visto Cora Bennett en el Buick, con la chica, en ese saliente de tierra frente al mar; ojalá hubiera estado Cora allí mismo, obligada a mirar lo ocurrido. Cora, Claire, el irlandés grandullón, Rose Crawford, Joe Lanigan y su compinche, el que se parecía a Lou Costello: se los imaginó a todos de pie alrededor del coche, mirándole por las ventanillas, gritándole que parase, y se imaginó que se les reía a la cara a todos ellos.
Cora Bennett se había reído de él aquella noche en que lo embadurnó con su propia sangre y él tuvo que apartarse de ella y sintió la sangre en los muslos, calientes y pegajosos. Qué pasa, joder, había dicho ella riéndose, ¡si no es más que sangre! Con la chica también manó la sangre, aunque no mucha. Si Cora hubiera estado allí se la habría embadurnado en la cara y se habría reído diciéndole: ¿Qué pasa, Cora? ¡Si no es más que sangre! Cuando ella vio cuánto se había molestado él, le dijo que lo sentía, aunque lo dijo sin dejar de sonreírse. Cuando volvió del cuarto de baño, se sentó a un lado de la cama, donde estaba él tumbado, y le masajeó la espalda con una mano y le dijo que lo sentía, que no había querido reírse de él, que sólo se había sentido aliviada porque él parecía preocupado al saber que llevaba dos semanas de retraso, y eso que ella nunca se retrasaba, y que por eso había empezado a preguntarse si lo que Claire le había dicho no sería más bien una de las delirantes fantasías de Claire. Él se incorporó en la cama, alerta, con los nervios de punta, y le preguntó qué había querido decir, qué era lo que Claire le había dicho.
Читать дальше