Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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Quirke ni siquiera lo miraba.

– Envidio tu manera de ver el mundo, Garret -dijo-. El pecado y el castigo. Debe de ser fantástico que todo sea tan simple.

El juez desdeñó toda posible respuesta. Entornaba los ojos mirando las torres que envolvía la neblina.

– Es cierto lo que dicen -dijo-, la historia se repite. Tú pierdes a Delia, y Phoebe viene aquí, y luego lo mío con Chrissie, y la muerte de Chrissie. Como si todo estuviera predestinado.

– Yo estaba casado con Delia. No era la doncella que servía en casa de mi hijo. No tenía edad suficiente para ser mi hija… para ser mi nieta.

– Ah, Quirke, todavía eres un hombre joven, tú no sabes qué se siente al ver que tu poder te abandona. Te miras el dorso de la mano y ves cómo la piel se convierte en papel, cómo asoman los huesos, y te entran escalofríos. Entonces aparece una muchacha como Christine y te sientes como si volvieras a tener veinte años -siguió caminando unos pasos en silencio-. Tu hija sigue viva, Quirke, mientras que la mía ha muerto, gracias a ese cabrón asesino. ¿Cómo se llama? Stafford. Eso es, Stafford.

Quirke vio que Harkins rondaba en la cancela. ¿Qué estaría esperando?

– Yo te he honrado, Garret. Te he reverenciado. Para mí, tú eras el único hombre bueno en un mundo de maldad.

El juez se encogió de hombros.

– Es posible que lo sea -dijo-, es posible que sea un hombre de bien. El Señor vierte su divina gracia en las vasijas más frágiles.

Ese apasionado temblor que asomó en la voz del anciano, ese tono de profeta del Antiguo Testamento… ¿por qué no lo había percibido hasta ese instante?, se preguntó Quirke.

– Estás loco -dijo con el tono de quien acaba de hacer un descubrimiento pequeño y sorprendente.

El juez rió por lo bajo.

– Y tú eres un cabrón sin sentimientos, Quirke. Siempre lo has sido. Pero al menos eras sincero en todo, aunque con alguna que otra notable excepción. No eches ahora a perder la mala reputación que te has forjado, no te me vayas a convertir en un hipócrita. No me vengas con esa filfa, no me digas «yo te he reverenciado». En toda tu vida nunca te has parado a pensar en nada, lo que se dice en nada, excepto en ti mismo.

– Los huérfanos -dijo Quirke al cabo de unos instantes-. Costigan, toda esa gente… ¿También era asunto tuyo? ¿Estabas tú detrás de toda la historia, tú y Josh? -el anciano no se dignó contestar-. ¿Y Dolly Moran? -añadió Quirke-. ¿Qué fue de ella?

El juez se detuvo y alzó una mano.

– Eso fue cosa de Costigan -dijo-. Él envió a esos tipos a buscar algo que tenía ella. No estaba previsto que le hicieran nada.

Siguieron caminando.

– ¿Y a mí? -preguntó Quirke-. ¿Quién envió a esos tipos a por mí?

– No seas despiadado, Quirke. ¿Tú crees que yo iba a desear que te hicieran el daño que te han hecho? ¿A ti, que eras para mí como un hijo?

Quirke sin embargo estaba pensando, estaba ensamblando las piezas.

– Dolly me habló del diario -dijo-. Yo se lo dije a Mal. Mal te lo dijo a ti. Tú, a Costigan, y Costigan envió a sus matones a quitárselo -en el puerto, un remolcador tocó la sirena. Quirke creyó que desde allí alcanzaba a ver un trecho del río, una línea entre azul y gris, aplastada bajo las nubes que corrían despacio-. El tal Costigan -dijo-, ¿quién es?

El juez no contuvo un resoplido socarrón, malicioso.

– Nadie -dijo-. Es lo que aquí llaman mano de obra. Los verdaderos creyentes son escasos. Hay muchos que están en esto por la pasta, Quirke. La pasta de Josh, claro.

– Y eso se acabó.

– ¿Cómo?

– Se acabaron los pagos. Rose me lo ha prometido.

– Ah, Rose. Qué cosas. Me pregunto, ya puestos, cómo has conseguido arrancar una promesa de esa índole a esa dama en particular -miró velozmente a Quirke-. ¿Qué, se te ha comido la lengua el gato? Da igual. Con los fondos de Rose o sin ellos, saldremos adelante. Dios proveerá -rió de repente-. ¿Sabes una cosa, Quirke? Deberías estar orgulloso. Todo esto empezó contigo. De veras, es cierto. Phoebe fue la primera, fue ella la que le dio la gran idea a Josh Crawford. Me llamó por teléfono en plena noche, ni más ni menos, para enterarse de qué era lo que sucedía en Irlanda con las criaturas como Phoebe, niños y niñas no deseados. Se lo dije. Le dije: mira, Josh, el país está lleno a rebosar de niños así. ¿De veras?, preguntó. Bueno, pues entonces mándanoslos, me dijo; aquí les encontraremos casa a todos en un periquete. En un visto y no visto los despachábamos por docenas, ¡por centenares!

– Cuántos huérfanos…

El juez estuvo ágil.

– Phoebe no era huérfana, ¿verdad? -se le ensombreció el rostro; las manchas azuladas se le amorataban por momentos-. Hay gente que no debiera tener hijos. Hay gente que no tiene derecho a tener hijos.

– Y eso… ¿quién lo decide?

– ¡Nosotros! -exclamó el anciano con voz ronca-. ¡Nosotros decidimos! Hay mujeres que malviven en casas de vecindad de Dublín y de Cork, mujeres que traen al mundo a diecisiete, dieciocho hijos en otros tantos años. ¿Qué clase de vida les espera a esos chiquillos? ¿No encuentran un futuro mucho mejor aquí, en el seno de familias que pueden cuidarlos, atenderlos, mimarlos? Contéstame a eso.

– Así que eres juez y jurado -dijo Quirke con hastío-. Eres Dios en persona.

– ¿Cómo osas… cómo te atreves precisamente tú? ¿Qué derecho te asiste a cuestionarme? Mírate la viga que tienes en el ojo, muchacho.

– ¿Y Mal? ¿Es otro juez, o es sólo el ordenanza del tribunal?

– Bah. Mal es un chapucero, nada más. Ni siquiera fue capaz de mantener viva a la infortunada muchacha cuando dio a luz. Ni en eso fue de confianza. No, Quirke; tú fuiste el hijo que yo quería.

Se abatió sobre ambos una racha de viento, lanzándoles a la cara el aguanieve como un puñado de astillas de cristal.

– Me llevo a Phoebe conmigo a casa -dijo Quirke-. La quiero lejos de aquí. Y también la quiero lejos de ti.

– ¿Tú crees que ahora vas a poder empezar a ser padre?

– Lo puedo intentar.

– Sí -dijo el anciano con sarcasmo-, por intentarlo que no quede.

– Quiero que me hables de Dolly Moran.

– ¿Y qué es lo que quieres que te cuente?

– ¿Tú sabías -dijo Quirke, mirando de nuevo hacia la línea de agua azul plomo que trazaba el río- que durante años acudió un día tras otro al hospicio, todos los días, y que miraba desde el otro lado de la valla el terreno de juego, probando a ver si encontraba a su hijo entre todos los demás?

El juez adoptó una mirada esquiva.

– ¿Por qué iba a hacer una cosa así? -musitó.

– Dime -dijo Quirke-. Tú formabas parte del comité de visitas. ¿Llegaste a saber de verdad cómo era Carricklea, qué clase de cosas pasaban allí dentro?

– Tú al menos saliste, ¿sí o no? -resopló el anciano-. Y saliste porque yo te saqué de allí.

– Tú me sacaste, pero… ¿quién fue el que me metió allí? -el juez lo fulminó con la mirada y masculló entre dientes algo que Quirke no entendió, al tiempo que emprendía la marcha hacia la cancela, donde seguía a la espera Harkins con el abrigo y las botas de agua-. Mira a tu alrededor, Garret -le gritó de lejos-. Mira todos tus logros.

El juez se detuvo y se dio la vuelta.

– Éstos sólo son los difuntos -dijo-. A los vivos no los ves. Es la obra de Dios la que llevamos a cabo, Quirke. En veinte años, en treinta, ¿cuántos jóvenes estarán dispuestos a entregar la vida al ministerio sacerdotal? Desde aquí podremos enviar misioneros a Irlanda, a Europa entera. La obra de Dios. Y no serás tú quien la detenga. Te aseguro por Cristo, Quirke, que más te vale ni siquiera intentarlo.

Quirke estuvo seguro hasta el último momento de que Phoebe acudiría a decirle adiós. Esperó en la explanada de gravilla a la entrada de Moss Manor, oteando las ventanas de la casa en busca de una señal suya, mientras el taxista acomodaba sus bultos en el maletero. Era un día soleado, pero de crudo invierno, y un viento cortante soplaba desde el mar. Al final no fue Phoebe quien salió a despedirle, sino Sarah. Sin haberse puesto el abrigo, se asomó al umbral y, tras unos momentos de vacilación, atravesó la extensión de gravilla con los brazos cruzados y una chaqueta de punto tensada sobre los hombros. Le preguntó a qué hora salía su vuelo. Le dijo que confiaba en que no tuviera un viaje demasiado terrible, con aquel tiempo invernal que no parecía terminarse jamás. Él se aproximó a ella, apoyado en el bastón, y fue a decir algo, pero ella se lo impidió.

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