– Éste no es tu sitio, Quirke -dijo Mal, hablando con llaneza-. Tú a lo mejor crees que sí, pero éste no es tu sitio.
Quirke hizo un amago de pasar por delante de él, pero Mal le plantó una mano en el pecho. Quirke dio un paso atrás. Tuvo una súbita visión: los dos enzarzados con torpeza en una pelea, jadeando, balanceándose de un lado a otro, en un enfurecido abrazo de púgiles cansados. Las ganas de reír fueron más intensas que nunca.
– Oye, Mal -le dijo-. Yo me he limitado a traer a Phoebe a casa, nada más. No debería haberla llevado a esa taberna. Lo lamento. ¿De acuerdo? -Mal volvía a apretar con fuerza los puños. Parecía el malvado frustrado de una película muda-. Mal -dijo Quirke, procurando dar convicción a sus palabras-, no tienes ningún motivo para odiarme.
– Eso seré yo quien lo juzgue -dijo Mal rápidamente, como si ya supiera lo que Quirke estaba a punto de decir-. Quiero que te apartes de Phoebe. No voy a permitir que la conviertas en otra versión de ti mismo. ¿Lo has entendido?
Se hizo el silencio entre ambos, un silencio pesado, animal. Ambos oían con nitidez el latir de la sangre en sus sienes, Mal debido a la ira, Quirke por efecto del mucho whisky que llevaba entre pecho y espalda. Quirke entonces dio un rodeo por delante de su cuñado.
– Que tengas buenas noches, Mal -le dijo con un tono cargado de ironía. De camino a la puerta hizo un alto y se dio la vuelta, para hacerle una pregunta en tono marcadamente ligero, de mera conversación intrascendente.
– ¿Era Christine Falls paciente tuya?
Mal pestañeó; los párpados brillantes cayeron con una curiosa languidez sobre las órbitas oculares hinchadas.
– ¿Cómo dices?
– Christine Falls. La que murió. ¿Era paciente tuya? ¿Por eso estabas abajo en el departamento ayer por la noche, enredando en los expedientes? -Mal no dijo nada. Permaneció tal como estaba, mirándolo con sus ojos apagados, protuberantes-. Espero que no hayas hecho ninguna fechoría, Mal. Los casos de negligencia pueden pasar facturas muy elevadas.
Estaba en el vestíbulo, esperando a que Maggie le llevase la gabardina y el sombrero. Si se diera prisa, podría llegar a McGonagle antes de la hora de cierre. Allí aún encontraría a Barney Boyle seguramente más bebido que nunca, pero sabía cómo manejar a Barney si estaban los dos solos, sin que Phoebe ni nadie por el estilo le hiciera perder los estribos. También era posible que se encontrase con alguna mujer a la que pudiera persuadir para irse con él al piso, siempre y cuando pudiera pasarla de rondón por delante del insomne señor Poole y de su esposa, la sorda siempre alerta.
Vaya vida, pensó con cólera y autocompasión de borracho. Vaya desastre de vida que llevo.
Maggie llegó con sus cosas, musitando algo para sí. Le tendió la gabardina y él volvió a preguntarle qué tal estaba, convencido de que lo hacía por primera vez. Ella chasqueó la lengua en un gesto de irritación y le dijo que más le valía marcharse a su casa a dormir la mona.
Se acordó de algo, un recuerdo en la bruma.
– Esa chica de la que me hablaste antes -dijo-. ¿De qué se trata?
Ella frunció el ceño mirando el cuello de su gabardina antes de dársela.
– ¿Cómo dice?
Trataba de acordarse de lo que había dicho.
– La que ha muerto, dijiste. ¿De quién me hablabas?
Ella se encogió de hombros.
– No sé qué Falls.
Él miró la copa de su sombrero, la oscuridad grasicnta del interior. Falls, Christine Falls. Otra vez ese nombre. A punto estaba de hacerle otra pregunta cuando oyó una voz imperiosa a sus espaldas.
– ¿Y tú adónde te crees que vas?
Era Phoebe.
– A mi casa -mintió.
– ¿Dejándome aquí plantada con toda esta gente? Ni lo sueñes.
Maggie emitió un sonido que podría haber sido de burla. Phoebe, meneando la cabeza con falsa incredulidad ante la decisión de Quirke, resuelto a dejarla allí plantada, tomó un echarpe que estaba colgado del remate de la escalera y se lo echó sobre los hombros. Con firmeza le tomó de la mano.
– Llévame contigo, grandullón.
Maggie pareció de pronto agitada.
– ¿Y yo qué digo si me preguntan? -dijo con una vocecilla aguda.
– Diles que me he escapado con un marinero -le dijo Phoebe.
En la calle, la noche se había tornado fresca, y Phoebe se arrimó a él según echaban a caminar. Por encima de la luz de las farolas, los álamos frondosos que jalonaban la calle tenían un aspecto espectral, a lo cual se sumaba el seco susurro de las hojas. Todas las copas que llevaba Quirke trasegadas empezaron a agriársele con el frío de la noche, y notó una viscosa melancolía que le corría por las venas. También Phoebe parecía abatida de pronto. Estuvo callada un buen rato.
– ¿Por qué os habéis peleado mi madre y tú? -le preguntó al cabo.
– No nos hemos peleado -contestó Quirke-. Era una conversación entre adultos, nada más.
Ella chasqueó la lengua.
– No me digas. Pues vaya conversación -le apretó ansiosamente el brazo-. ¿Le estabas diciendo que todavía la amas, y que lamentas haberte casado con su hermana, en vez de casarte con ella?
– Chiquilla, me parece que lees demasiadas revistuchas.
Ella bajó la mirada y rió. El aire de la noche a él le daba de lleno, y se dio cuenta de que estaba muy cansado. Había sido un día muy largo. Por el ansia con que ella se le aferraba del brazo temió que distara mucho de haber terminado. Tendría que reducir el consumo de alcohol, se dijo con severidad, mientras otra parte de su mente se rió de él en son de chanza.
– El abuelo te tiene mucho más aprecio a ti que a mi padre, ¿verdad? -dijo Phoebe. Como él no contestaba, volvió a la carga-. ¿Cómo fue eso de ser huérfano?
– Devastador.
– ¿Te pegaban en aquel sitio al que fuiste a estudiar interno en Connemara? ¿Cómo se llamaba…?
– Escuela Industrial de Carricklea, así se llamaba. Sí, claro que nos pegaban. ¿Por qué no iban a pegarnos?
Sordos golpes del cuero en la carne a la luz grisácea de la mañana, las ventanas inmensas, desnudas, por encima de él, como testigos indiferentes que contemplasen una escena más, una entre tantas, de dolor y humillación. Había sido ya entonces de talla suficiente para defenderse de los otros internos, pero los frailes eran harina de otro costal: contra ellos no había defensa posible.
– ¿Hasta que el abuelo fue en tu auxilio y te rescató? -Quirke no dijo nada. Ella le zarandeó del brazo-. Anda, cuéntamelo.
Él se encogió de hombros.
– El juez formaba parte del comité de visitas -dijo-. Se interesó por mí, vaya usted a saber por qué, y me sacó de Carricklea para llevarme a una escuela como es debido. Prácticamente me adoptó. Bueno, me adoptaron él y la yaya Griffin.
Phoebe guardó silencio, pensativa, durante una docena de pasos.
– Tú y mi padre tuvisteis que ser como hermanos.
Quirke se rió con ganas.
– No creo que le hiciera ninguna gracia oírtelo decir ahora.
Se detuvieron en una esquina, bajo la luz granulosa de una farola. La noche estaba en silencio, las casas grandes cerradas a cal y canto tras los setos, las ventanas a oscuras en todas ellas, con muy contadas excepciones.
– ¿Tienes alguna idea de quiénes eran tus padres, quiero decir los de verdad? -preguntó Phoebe.
Él se encogió de hombros, de nuevo.
– Hay cosas peores -dijo al cabo de un momento- que ser huérfano.
Titilaba una luz entre las hojas, por encima de ellos. Era la luna. Él tembló, tenía frío. ¡Qué distancias, qué honduras! Hubo entonces un movimiento indefinido, y Phoebe de súbito lo había rodeado con ambos brazos y lo estaba besando en toda la boca, con avidez y con torpeza. Le olía el aliento a ginebra, y a algo más, que él creyó que podría ser caramelo. Percibió sus senos contra su pecho, y las ballenas tensas de su ropa interior. La apartó.
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