Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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Maggie soltó un resoplido breve y sardónico.

– Supongo que habrá venido por la chica.

Quirke frunció el ceño.

– ¿Por Phoebe?

– ¡No! -dijo Maggie, y resopló de nuevo-. Por la que ha muerto.

Se oyeron los aplausos en el salón al terminar el juez su discurso. Entró Sarah con una pila de platos sucios. Al ver a Quirke titubeó, pero entró y dejó los platos sobre la mesa de la cocina, con el resto de los cacharros pendientes de fregar. Con paciencia y cautela preguntó a Maggie si faltaba mucho para que la sopa ya estuviera lista.

– Me temo que ya se han terminado todos los sándwiches.

Pero Maggie, inclinada sobre la olla humeante, sólo masculló algo para el cuello de su camisa. Sarah suspiró y abrió el grifo del agua caliente. Quirke la miraba con una sonrisa achispada y desenfocada.

– Ojalá -dijo ella en voz baja, sin mirarle- no llevases a Phoebe a sitios como McGonagle. Mal tiene razón, aún es demasiado joven para ir a las tabernas a beber.

Quirke adoptó una expresión arrepentida.

– Yo tampoco debería haber venido aquí, me parece -dijo cabizbajo, pero mirándola por el rabillo del ojo.

– Directamente de ese sitio, desde luego que no.

– Quería verte.

Ella lanzó una mirada hacia donde estaba Maggie.

– Quirke -murmuró-, no empecemos.

El agua caliente salpicaba en el fregadero, esparciendo una nube de vapor. Sarah se puso un delantal y tomó una sopera de una balda, sacudiendo la cabeza al ver lo polvorienta que estaba. La lavó con una esponja. A Quirke le produjo cierta gratificación ver lo agitada que estaba. Llevó la sopera a la cocina y Maggie vertió la sopa de la olla en el interior.

– Maggie, ¿quieres servirla tú, por favor?

Quirke encendió otro cigarrillo. El humo, el olor del jabón, los vapores del whisky se combinaban para promover en él un sentimiento de tenue y dulce pesar. Todo aquello podría haber sido suyo si las cosas le hubieran ido de otro modo, pensó, una casa espléndida, un grupo de amistades, la criada de la familia, esa mujer del vestido color escarlata y elegantes zapatos de tacón alto, con aquellas medias de seda de costuras tan rectas. La observó abrirle la puerta a Maggie, que pasó con la sopera. Tenía el cabello del color del trigo mojado por la lluvia. Él había escogido a su hermana, Delia Crawford; Delia, la morena; Delia, la que falleció. ¿O acaso fue él quien resultó elegido?

– ¿Sabes qué fue -le dijo- lo que me llamó la atención de ti la primera vez, hace tantos años, en Boston? -aguardó, pero ella no respondió nada, y tampoco se volvió a mirarlo. Se lo dijo en un susurro-. Tu olor.

Ella prorrumpió en una risa breve, incrédula.

– ¿Mi qué? ¿Te refieres a mi perfume?

Él negó vigorosamente con un gesto.

– No, no, no. No, nada de perfume. Tú.

– ¿Y a qué olía, si se puede saber?

– Ya te lo he dicho. A ti. Olías a ti. Todavía hueles a ti.

En ese momento sí le miró, sonriendo de una forma poco natural, inquieta, y cuando dijo algo su voz sonó con esa blandura de las plumas, como si sintiera un dolor leve.

– ¿No huele todo el mundo a sí mismo?

Él volvió a negar, esta vez con suavidad.

– No como tú -dijo-. No con esa… esa intensidad.

Velozmente, ella volvió a concentrarse en el fregadero. Se dio cuenta de que se estaba ruborizando. En ese momento le llegó el olor de él, o no tanto su olor, sino más bien el calor de la carne de él, apretado contra ella como el aire de un caluroso día de verano, cuando amenaza tormenta.

– Oh, Quirke -le dijo, esforzándose por parecer alegre-, ¡si estás borracho!

Él se balanceó un poco y se enderezó.

– Y tú estás bellísima.

Ella cerró los ojos un segundo y pareció que flaquease. Estaba asida al borde del fregadero. Tenía blancos los nudillos.

– No deberías hablarme de ese modo, Quirke -dijo en voz baja-. No es justo -él se había acercado a ella en los últimos instantes, tanto que parecía a punto de arrimar la cara a su pelo, o de besarla en la oreja, o en la mejilla pálida y seca. Volvió a balancearse con una sonrisa vacía en los labios. De pronto, ella se volvió hacia él con los ojos iluminados de ira, y él retrocedió con paso inseguro-. Esto es lo que te encanta hacer, ¿verdad? -le dijo, y perdió el color de los labios-. Te encanta jugar con las personas. Les dices qué bien huelen, les dices que son hermosas, y todo con tal de ver la reacción de los demás, sólo por ver si hacen algo interesante, que te alivie el tedio.

Ella se echó a llorar en completo silencio, grandes lagrimones relucientes que le brotaban a duras penas de los párpados cerrados, con la boca apretada y tensa en las comisuras. Se abrió la puerta tras ella y entró Phoebe, que se detuvo, mirando primero la espalda inclinada de su madre y luego a Quirke, el cual, sin que lo viera Sarah, enarcó las cejas y se encogió de hombros en un gesto exagerado de inocencia atónita. La muchacha titubeó unos instantes, una tenue sombra de temor en su rostro, y sin decir una palabra se retiró, cerrando la puerta sin hacer un solo ruido.

El espectáculo de otra mujer llorando, la segunda en lo que iba de noche, devolvió rápidamente a Quirke una porción considerable de sobriedad. Ofreció a Sarah su pañuelo, pero ella rebuscó en un bolsillo del vestido y sacó el suyo propio, que extendió ante él para que lo viera.

– Siempre llevo un pañuelo a mano -dijo-. Por si acaso -soltó una risa congestionada y se sonó, y de nuevo apoyó las manos en el fregadero para alzar el rostro hacia el techo con un gemido áspero y endurecido-. ¡Mírame, por Dios! De pie en la cocina de mi casa y llorando como una Magdalena. ¿Y por qué? -se dio la vuelta y lo contempló antes de menear la cabeza-. Ay, Quirke. No tienes remedio.

Reconfortado por su sonrisa llorosa, Quirke alzó una mano para acariciarle la mejilla, pero ella apartó la cabeza bruscamente, sin sonreír.

– Demasiado tarde, Quirke -dijo con voz tensa, endurecida-. Son veinte años de retraso.

Se guardó el pañuelo en la manga del vestido, se quitó el delantal y lo dejó en el aparador, quedándose un instante con la mano sobre la tela, como si fuese la cabeza de un niño, la mirada baja y apagada. Quirke la miró. Ella al final era más fuerte que él, mucho más fuerte. De nuevo hizo ademán de rozarla, pero ella de nuevo se separó de él, y él dejó caer la mano. Entonces dio ella un leve respingo y salió de la cocina.

Quirke se quedó donde estaba durante un minuto entero, mirando el vaso. Le desconcertaba que con los demás las cosas nunca salieran como parecía elemental que saliesen, o como había parecido que iban a salir. Le invadía la acalorada y culpable sensación de haber enredado sin el debido esmero con algo demasiado delicado, demasiado fino para la torpeza de sus dedos. Dejó el vaso diciéndose que era hora de marcharse sin volver a cruzar una sola palabra con nadie. Estaba a mitad de camino hacia la puerta cuando ésta se abrió bruscamente y entró Mal.

– ¿Qué es lo que le has dicho? -le espetó. Quirke vaciló a la vez que procuraba no reírse: Mal representaba en esos momentos, teatralmente y a la perfección, el papel del marido ofendido-. ¿Y bien? -volvió a decirle.

– Nada, Mal -dijo Quirke, tratando de parecer al tiempo inobjetable y contrito.

Mal lo estudió con atención.

– Eres un broncas, Quirke -le dijo en un tono inesperadamente llano, casi con toda naturalidad-. Apareces en mi casa borracho como un cesto precisamente la noche en que mi padre…

– Mira, Mal…

– ¡A mí no me vengas con ésas!

Dio un paso al frente y se plantó delante de Quirke, respirando con fuerza por la nariz, con los ojos hinchados tras las gafas. Maggie apareció en la puerta y repitió la aparición de Phoebe. Al ver a los dos hombres en actitud de clara confrontación, también ella se retiró, aunque con una mirada de regocijo.

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