Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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– ¿Qué estás haciendo? -exclamó, y se pasó la mano con violencia sobre la boca. Ella se plantó ante él, mirándolo pasmada, como si le vibrase todo el cuerpo, como si acabase de darle una bofetada. Intentó decir algo, pero la boca se le desencajó, y con lágrimas en los ojos se volvió en redondo y echó a correr hacia la casa. Él también se dio la vuelta y reanudó sus pasos de borracho en dirección opuesta, con las piernas rígidas, bufando, sus zancadas presurosas como las de un hombre que se da a la fuga.

4.

A Quirke le gustaba McGonagle sobre todo a primera hora de la noche, cuando sólo se habían juntado en el local algunos clientes habituales, el tipo flaco al final de la barra, repasando las páginas de las carreras y rascándose la entrepierna con aire meditabundo, o el poeta borrachín y ligeramente famoso, con gorra de tela y botas claveteadas, que miraba furibundo una centella de luz dorada al fondo de su vaso de whisky. Se podía leer la página de recordatorios del Evening Mail – Mami querida aún te echamos en falta, nunca supimos que estabas tan mala- o disfrutar de los chistes malísimos que contaba Davy, el barman, con su carraspera de siempre. Era un sitio apacible, se estaba tranquilo en el banco corrido, manchado, de terciopelo rojo, que olía a vagón de ferrocarril, ojeando el panorama, adormeciéndose, apaciguado por el whisky y el humo del tabaco y la perspectiva de las largas horas de holganza hasta el momento del cierre. Y así, cuando esa noche en particular oyó que alguien se acercaba a su mesa y se detenía, y alzó los ojos y vio que era Mal, no supo qué le invadió con más fuerza, si la sorpresa o la irritación.

– ¡Caramba! ¡Mal! ¿Qué pintas tú aquí?

Mal se sentó en un taburete bajo sin que mediara invitación, y señaló el vaso de Quirke con un gesto.

– ¿Qué es eso?

– Whisky -dijo Quirke-. Se llama whisky, Mal. Se destila a partir de ciertos granos de cereal. Te embriaga.

Mal levantó una mano y Davy se acercó, agachándose con aire lastimoso y sorbiéndose una gotita plateada que le colgaba de la nariz.

– Tomaré uno de éstos -dijo Mal, señalando el vaso de Quirke-. Un whisky -del mismo modo podría haber pedido un cuenco de sangre para el sacrificio.

– Eso está hecho, jefe -dijo Davy, y se marchó.

Quirke observó a Mal, que a su vez observaba la taberna y fingía interesarse por cuanto veía. Se le notaba incómodo. Ciertamente, por lo común se le veía más o menos incómodo casi en cualquier situación, pero de un tiempo a esta parte era más corriente verle así. Cuando Davy le llevó su copa, Mal rebuscó la cartera en un bolsillo; para cuando la encontró, Quirke ya había pagado su consumición. Mal dio un sorbo con precaución y procuró no torcer el gesto. Su mirada extraviada terminó por posarse en el ejemplar del Mail que descansaba sobre la mesa.

– ¿Trae algo el periódico? -preguntó.

Quirke rió.

– ¿Qué pasa, Mal? ¿Qué es lo que quieres? -le dijo.

Mal apoyó ambas manos sobre las rodillas y frunció el ceño a la vez que sacaba el labio inferior como un escolar ya entrado en años al que se le pidiera rendir cuentas. Quirke se preguntó, y no por primera vez, cómo era posible que ese hombre hubiera llegado a ser el especialista en ginecología más renombrado del país. No podía deberse todo a la más que considerable influencia de su padre. ¿O tal vez sí?

– Esa chica -dijo Mal de repente, lanzándose a responder-… Christine Falls. Espero que no hayas estado hablando de ella… por ahí.

A Quirke no le sorprendió.

– ¿Por qué? -dijo.

Mal se arrugaba inconscientemente la tela de las rodillas del pantalón. Tenía clavada la mirada, aun sin ver nada, en la mesa y el periódico. El sol de la tarde había encontrado una mella en algún punto de la ventana pintada, a la entrada del bar, y depositaba un rombo de luz, grueso y tembloroso, en la moqueta, al lado de donde estaban sentados.

– Trabajaba en la casa -dijo Mal en voz tan baja que fue casi un susurro, y se llevó el dedo al puente de las ¿fas.

– ¿Cómo? ¿En tu casa?

– Durante una temporada. Limpiaba, ayudaba a Maggie…, ya sabes -con cautela, dio otro sorbo a la copa y se miró en el gesto de colocar de nuevo el vaso sobre el posavasos de corcho, depositándolo como le pareció que debía-. No quisiera que se hablara de eso.

– ¿De eso?

– De su muerte, ya me entiendes, de todo ese asunto. No me gustaría que se comentase, y menos aún en el hospital. Tú ya sabes cómo es el hospital, los chismorreos de las enfermeras.

Quirke se retrepó en el banco y examinó a su cuñado, encaramado frente a él sobre un taburete, con evidente dolor de corazón, preocupado, estirando el cuello que ya era bastante largo, la nuez rebotándole por encima del nudo de la corbata.

– ¿Qué es lo que sucede, Mal? -le dijo sin aspereza-. Vienes de repente a una taberna, te pones a beber whisky y me insistes en que no hable de una chica que ha muerto. No te habrá dado la ventolera de hacer alguna cosa rara, ¿verdad?

Mal le lanzó una breve mirada asesina.

– ¿Una cosa rara? ¿Qué quieres decir?

– Yo no lo sé, ya me lo dirás tú. ¿Era tu paciente, sí o no?

Mal se encogió de hombros con pesadumbre, a medias con desamparo, a medias con enojo manifiesto.

– No. Bueno, sí. Yo fui más o menos… Yo cuidaba de ella. Me llamó su familia, de algún lugar del interior del país. Son agricultores, dueños de un pequeño terreno. Gente sencilla. Envié una ambulancia. Cuando llegó allí, ella había muerto.

– De una embolia pulmonar -dijo Quirke, y Mal levantó la cabeza con brusquedad, mirándolo fijamente-. Estaba en su expediente.

– Ah -dijo Mal-. Sí, eso es -suspiró y tamborileó con los dedos de una mano sobre la mesa, a la vez que volvía a mirar vagamente en derredor-. Tú no lo entiendes, Quirke. Tú no tratas con los vivos. Cuando se te mueren, y sobre todo los jóvenes, te sientes… a veces sientes que has perdido… no sé cómo decirlo. A uno de los tuyos -volvió a clavar la mirada en Quirke, en un angustiado llamamiento, pero sin perder el resto de enojo; el señor Malachy Griffin no estaba acostumbrado a tener que rendir cuenta de sus actos-. Lo único que te pido es que no hables de ello en el hospital.

Quirke le devolvió una mirada franca. Así permanecieron largos instantes, uno frente al otro, hasta que Mal bajó la mirada. Quirke no se había dejado convencer por su explicación sobre la muerte de Christine Falls, y en esos momentos se preguntaba por qué no le extrañaba que le resultara imposible de creer. Lo cierto es que poco menos que había olvidado todo lo relativo a Christine Falls hasta el momento en que apareció Mal y se puso a hablar de ella. A fin de cuentas, no dejaba de ser sino un cadáver más. Los muertos, para Quirke, eran legión.

– Tómate otra copa, Mal -dijo.

Pero Mal dijo que no, que tenía que marcharse, que Sarah lo esperaba en casa, que estaban invitados a cenar fuera y tenía que cambiarse, y… Se le agotaron las explicaciones y permaneció mirando a Quirke sin poder evitarlo, con una expresión de desesperación teñida de leve sufrimiento, de manera que Quirke creyó que debería hacer algo, extender la mano y dar una palmada sobre la de su cuñado, tal vez, u ofrecerle su ayuda para ponerse en pie. Sin embargo, Mal pareció darse cuenta de lo que a Quirke se le estaba pasando por la cabeza, de modo que retiró las manos de la mesa y se puso en pie con prisa, con la misma prisa con que se marchó.

Quirke se quedó pensativo. Cierto que no le inquietaban apenas las circunstancias exactas en que se hubiera producido la muerte de la chica, pero le interesaba en cambio lo mucho que obviamente inquietaban a Mal. Así, más avanzada la noche, cuando se marchó de la taberna, no del todo sobrio, aunque tampoco borracho, no fue derecho a su casa. Fue en cambio al hospital y abrió su despacho y buscó en el archivador, deseoso de leer una vez más el expediente de Christine Falls, sólo que el expediente ya no estaba allí.

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