Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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Mulligan, el empleado del registro, estaba tomándose el descanso de media mañana. Estaba arrellanado en su silla con los pies sobre la mesa; leía un periódico y fumaba un cigarrillo; al alcance de la mano, en el suelo, tenía una taza de té humeante. El periódico era el People del domingo anterior; el artículo en que estaba absorto era de lo más jugoso, a propósito de un putón verbenero que vivía en Bermondsey, dondequiera que estuviera eso, y de su viejo y rico amante, que por lo visto se había llevado por delante a una vieja para quedarse con todo su dinero. Salía una foto del putón, una rubia grandullona con un vestidito tan escotado que los pechos parecían a punto de salirsele. Recordaba un poco a la enfermera de la planta de arriba, la que se había marchado el otro día a Estados Unidos, la que tenía debilidad por el jefe, sólo que… ¡càspita!, había bastado con que pensara en el jefe para que éste apareciera como un cohete, desmadejado y cabreado, como de costumbre. Tuvo que quitar los pies de la mesa y apagar el cigarro y embutir a toda prisa el periódico en el cajón, todo en un visto y no visto, mientras Quirke esperaba en el umbral, con la mano en el pomo de la puerta, mirándolo con cara de pocos amigos.

– Un caso de emergencia -le dijo-. Se llama Falls, Christine. La otra noche mandaron una ambulancia a recogerla. En Wicklow, Wexford, un sitio de ésos.

El empleado, todo repentina actividad, fue a los archivos y extrajo el libro de registro del mes en curso, abriéndolo sobre la mesa casi a la vez que se lamía el pulgar y comenzaba a pasar las páginas.

– Falls -dijo-. Falls… -alzó los ojos-. F, A, L, L, S. ¿Es eso?

Quirke, todavía desde el umbral, todavía mirándolo con cara de pocos amigos, con ojo de bacalao, asintió con un gesto.

– Christine -dijo-. Fallecida a su llegada.

– Pues lo siento, señor Quirke. Aquí no hay ningún Falls, nadie que se apellide así y hayan traído del interior del país -Quirke se quedó pensativo, volvió a asentir e hizo ademán de marcharse-. Un momento -dijo el empleado, señalando una página-. Aquí está: Christine Falls. Si es que se trata de la misma, porque ésta no vino del campo. La recogieron en la ciudad. Exactamente a la una y cincuenta y siete de la madrugada, en Crimea Street, en Stoney Batter. El número diecisiete. La titular del alquiler es -miró más de cerca-… una tal Dolores Moran.

Alzó los ojos con una sonrisa modestamente triunfal: una tal Dolores Moran. Se sintió orgulloso de haberlo dicho, esperando al menos un gesto de gratitud por haber estado tan atento. Pero no recibió ningún agradecimiento, claro que no. Quirke se limitó a tomar una hoja y un bolígrafo de la mesa para anotarlo. Se dio la vuelta para marcharse, pero hizo una pausa y vio la taza de té en el suelo, junto a la silla.

– Veo que está usted ocupado -dijo con retranca.

El empleado se encogió de hombros por toda disculpa.

– No hay mucho que hacer a esta hora de la mañana -y cuando Quirke se hubo marchado, cerró de un portazo con toda la violencia a la que pudo atreverse. «Qué sarcàstico el muy cabronazo», murmuró. ¿Quién sería esa Christine Falls?, se preguntó, ¿y por qué le interesaba tanto al jefe? Alguna furcia ambulante, seguro, a la que se tiraba de vez en cuando. Rió para sus adentros: una ambulancia para recogerá una ambulante. Se sentó a la mesa y a punto estaba de reanudar la lectura del periódico cuando volvió a abrirse la puerta y apareció de nuevo Quirke en el umbral.

– La tal Christine Falls -dijo-, ¿adónde la llevaron?

– ¿Qué? -dijo el empleado en voz demasiado alta, sin darse cuenta. Al ver la cara que había puesto Quirke se levantó deprisa-. Disculpe, señor Quirke. ¿Cómo ha dicho?

– El cadáver -dijo Quirke-. ¿Adonde se lo llevaron?

– Al Depósito Municipal de Cadáveres, creo yo -el empleado abrió el libro de registro que seguía sobre su mesa-. Correcto, al Depósito Municipal.

– Compruebe si todavía sigue allí, por favor. Si la familia no se ha hecho cargo, que la traigan.

El empleado se quedó boquiabierto.

– Tendré… tendré que cumplimentar los impresos -dijo, aun sin saber de qué impresos podía tratarse, ya que hasta ese momento nadie le había dicho nunca que recuperase un fiambre del depósito.

Quirke siguió impávido.

– Pues hágalo -dijo-. Usted cumplimenta los impresos y yo se los firmo -cuando ya salía se detuvo y se volvió-. Parece que se anima la mañana, ¿eh?

Después se preguntaría por qué, de los dos residentes de patología, pidió a Wilkins que se quedara y le echara una mano, pero no le fue difícil dar con la respuesta. Sinclair, el judío, era mejor en cuestiones de técnica, pero Wilkins, el protestante, era más de fiar. Wilkins no hacía preguntas. Se limitó a examinarse las uñas y a decir, con estudiado retraimiento, que le vendría bien un día libre adicional el siguiente fin de semana, para ir a su casa, a Lismore, y visitar a su madre, viuda. No le pareció una petición irracional, aun cuando ya llevasen cierto atraso acumulado en el trabajo, y Quirke, como era natural, tuvo que concedérsela, si bien el intercambio de favores rebajó a Wilkins un par de puntos en su estima, y lamentó no habérselo pedido a Sinclair. Éste, con su sonrisa sardónica y su ácido ingenio, trataba a Quirke con un leve pero inconfundible deje de desdén. Habría pecado de orgullo y no le habría pedido nada a cambio de la ayuda prestada, en lo que sin duda le habría parecido solamente otro de los inexplicables caprichos de Quirke.

Se dio el caso de que Christine Falls apenas tardó nada en revelar su pobre secreto. El cadáver fue devuelto desde el depósito a las seis, y aún no eran las siete cuando Wilkins se lavó las manos y se marchó con su paso de costumbre, como si tuviera los pies planos y además caminase con sigilo de furtivo. Quirke, todavía con la bata puesta y con el delantal de caucho verde, se quedó sentado en un taburete junto al alto fregadero de acero, fumándose un cigarrillo, pensando. Fuera aún se percibía la luz del crepúsculo, lo sabía, pero allí dentro, en una sala sin ventanas que siempre le recordaba a una inmensa cisterna vacía, encastrada en las profundidades, bien podría haber sido medianoche. El grifo del agua fría de uno de los fregaderos tenía un goteo lento e incurable, y un tubo fluorescente de la lámpara que iluminaba la mesa de disección parpadeaba con un zumbido constante. Bajo aquella luz cruda y granulosa, el cadáver que había sido Christine Falls estaba tendido boca arriba, el tórax y el abdomen abiertos como una bolsa de viaje, dejando a la vista las entrañas relucientes.

A veces le daba la impresión de que prefería los cuerpos de los muertos a los de los vivos. Sí, alimentaba una suerte de admiración por los cadáveres, máquinas de piel cérea, blandas, repentinamente interrumpidas. Estaban perfeccionadas cada una a su manera, sin que importase lo deterioradas o corrompidas que estuvieran, y eran en todo tan impresionantes como cualquier mármol de la antigüedad. También sospechaba que se les iba pareciendo cada vez más, que incluso en cierto modo iba convirtiéndose en uno de ellos. Se miraba las manos y le parecía que tuvieran la misma textura inerte, maleable, porosa, de los cadáveres con los cuales trabajaba, como si parte de su sustancia se le fuera asimilando poco a poco, pero sin descanso. Sí, le fascinaba el mudo misterio de los muertos. Cada cadáver era portador de su secreto privativo, la causa precisa de su muerte, un secreto cuyo cometido consistía en desentrañar. Para él, la chispa de la muerte era en todo tan vital como la chispa de la vida.

Golpeó el cigarrillo encima del fregadero y un gusano de ceniza cayó suavemente hasta posarse en el fondo del agua, con un débil siseo. La autopsia sólo había confirmado lo único que, ahora se daba cuenta, ya sospechaba antes. Pero ¿qué iba a hacer con ese conocimiento? ¿Y por qué, en todo caso, debía hacer algo al respecto?

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