Las paredes de esa pequeña estancia estaban vestidas con estanterías separadas rebosantes de libros. Se me hizo la boca agua al repasarlos. Había una cosa que sabía que compartía con Jane: nos encantaban los libros, sobre todo los de misterio, especialmente aquellos que trataban de auténticos asesinatos. Siempre había envidiado la colección de Jane.
En la parte trasera del salón había una zona de comedor, con una bonita mesa y unas sillas que estaba segura de que Jane había heredado de su madre. No sabía nada sobre antigüedades y tampoco era algo que me importase demasiado, pero las piezas de mobiliario brillaban bajo la fina capa de polvo y, cuando enderecé los cojines contra la pared (¿por qué iba nadie a mover un sofá al irrumpir en una casa?), ya me preocupaba el cuidado del conjunto.
Al menos no habían tirado al suelo todos los libros. Ordenar la estancia en realidad apenas me llevó unos minutos.
Fui a la cocina. Estaba evitando el dormitorio de Jane. Podía esperar.
La cocina tenía un amplio ventanal doble que daba al jardín trasero, así como una diminuta mesa con dos sillas justo debajo. Allí era donde Jane y yo nos tomábamos el café cuando iba a visitarla y no nos quedábamos en el salón.
El desorden de la cocina era igual de desconcertante. Los poco profundos armarios superiores estaban bien, no los habían tocado, pero los más hondos de abajo habían sido vaciados sin cuidado alguno. No habían vertido ningún contenido al suelo ni provocado destrozos gratuitos, pero habían apartado afanosamente los contenidos como si los propios armarios fuesen el objeto del registro; un botín imposible de llevarse encima. Y el armario escobero, alto y estrecho, había recibido una atención especial. Encendí la luz y observé el fondo del armario escobero. Estaba dañado con…
– Marcas de cuchilladas, tan segura como que me llamo Roe -murmuré.
Mientras me encorvaba para rellenar los armarios con cazos y sartenes, pensé en esas marcas. El asaltante quería ver si el armario tenía un falso fondo; esa era la única interpretación que se me ocurría. Y solo había registrado los armarios más hondos y los muebles más amplios del salón.
Así que, señorita Genio, él buscaba algo grande. Bueno, también podía ser una mujer, pero no tenía intención de complicarme con su género. Un «él» genérico bastaría por el momento. ¿Qué sería eso tan grande que Jane escondiera y por lo que alguien se tomaría la molestia de asaltar la casa? Pregunta sin respuesta hasta saber más, y tenía la clara sensación de que acabaría sabiendo más.
Al acabar de ordenar la cocina, me dirigí hacia el dormitorio de invitados. El único desorden allí, ahora que había retirado los cristales rotos, eran los dos armarios individuales, que habían abierto y vaciado. Una vez más, no habían intentado destruir o mutilar los objetos contenidos; se habían limitado a vaciarlos rápida y concienzudamente. Jane guardaba sus maletas en uno de los armarios. Habían abierto las más grandes. Ropa de fuera de temporada, cajas de fotografías y recuerdos, una máquina de coser portátil, dos cajas de adornos de Navidad…, todas esas cosas que tendría que repasar y sobre las que decidirme, pero por el momento me bastaba con volver a meterlas en su sitio. Mientras colgaba un pesado abrigo, me di cuenta de que las paredes de los armarios habían recibido el mismo tratamiento que el armario escobero de la cocina.
Las escaleras del desván se encontraban en el pequeño pasillo, flanqueado por las puertas de dos dormitorios a los lados y culminado al fondo por la puerta del cuarto de baño. Lo cierto, me percaté, es que esa casa era varios metros cuadrados más pequeña que la mía. Si me mudaba, tendría menos espacio, pero más independencia.
Seguramente haría calor en el desván, pero haría mucho más por la tarde. Aferré el cordón del tirador y tiré. Contemplé con cuidado las escaleras que se habían desplegado ante mí. No parecían muy robustas.
A Jane tampoco le gustaba usarlas, según pude averiguar tras ascender los quejumbrosos peldaños. Allí arriba había poco más que polvo y un aislamiento perturbador. Allí también había estado el intruso, y al parecer no había escatimado esfuerzos. Habían desenrollado un sobrante de la moqueta del salón y un baúl yacía con los cajones a medio sacar. Cerré el ático con cierto alivio y me lavé el polvo de las manos y la cara en el cuarto de baño, que era bastante amplio, con un gran armario para la colada bajo el cual una puerta daba a un espacio lo bastante amplio como para meter una cesta para la ropa sucia. También había recibido las atenciones del intruso.
Fuese quien fuese, buscaba un escondite oculto donde dejar algo que cupiese en un armario, pero no detrás de unos libros… Algo imposible de esconder entre sábanas y toallas, pero sí en una cacerola amplia. Intenté imaginar a Jane escondiendo… ¿una maleta llena de dinero? ¿Qué si no? ¿Una caja con… documentos reveladores de un terrible secreto? Abrí la mitad superior del armario para ver las sábanas y toallas de Jane, pulcramente dobladas, sin verlas en realidad. Menos mal que no habían desordenado todo aquello, cavilé con la mitad de mi cerebro, ya que Jane era una campeona del doblado; las toallas estaban más pulcras de lo que jamás sería capaz de conseguir, y al parecer había planchado las sábanas, algo que no había visto desde mi infancia.
Nada de dinero o documentos; quizá los hubiera repartido para que cupieran en los espacios que el intruso había pasado por alto.
Sonó el timbre, provocando que diera un respingo.
Eran los cristaleros, un equipo formado por un matrimonio al que ya había recurrido cuando tuve algunos problemas de ventanas en los apartamentos de mi madre. Aceptaron mi presencia en la casa sin hacer preguntas. La mujer comentó que últimamente estaban forzando muchas ventanas traseras, cosa nada habitual cuando ella era «una niña».
– Toda esta gente que viene de la capital -dijo, arqueando unas cejas profusamente pintadas.
– ¿Usted cree? -pregunté para establecer mi buena voluntad.
– Oh, claro, cielo. Vienen aquí huyendo de la gran ciudad, pero se traen sus costumbres con ellos.
Lawrenceton amaba el dinero de los inmigrantes, pero no confiaba en sus personas.
Mientras se dedicaban a quitar cristales rotos y poner los nuevos, fui al dormitorio de Jane, que daba a la parte delantera. De alguna manera, me resultaba más fácil estar allí acompañada. No soy supersticiosa, al menos no conscientemente, pero tenía la impresión de que la presencia de Jane era más fuerte allí, y tener a otras personas trabajando en la casa hacía que mi irrupción en la habitación fuese menos… personal.
Era un dormitorio amplio, con una gran cama de cuatro columnas con una mesilla a juego, una amplia cómoda con cajones y un espacioso tocador con un gran espejo cómodamente dispuesto. En lo que ya era una estampa familiar, el armario de puerta doble estaba abierto y su contenido, esparcido por el suelo de cualquier manera. A los lados había estanterías de obra, de donde el intruso había arramblado con zapatos y bolsos.
No hay nada tan deprimente como los zapatos de otra persona cuando tu tarea es la de disponer de ellos. Jane no se había preocupado demasiado en invertir en ropa y accesorios personales. No recordaba haberla visto nunca con una prenda que me llamase la atención, o siquiera algo que pudiera tildar de nuevo. Sus zapatos no eran caros y todos estaban gastados. Me daba la sensación de que Jane no había disfrutado de su dinero en absoluto; se había limitado a vivir en su pequeña casa con su fondo de armario de Penny’s y Sear’s, permitiéndose la única extravagancia de comprarse libros. Y siempre había parecido satisfecha; trabajó hasta que tuvo que jubilarse y luego volvió como sustituta en la biblioteca. Empezaba a sumirme en la melancolía y hube de sacudirme para desembarazarme de las penas.
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