Charlaine Harris - La paciencia de los huesos

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Ir a dos bodas -una de ellas la de un antiguo amor- y al funeral de uno de los miembros del club, ya disuelto, de aficionados al estudio de crímenes mantiene muy ocupada a Aurora «Roe» Teagarden durante unos meses. Por desgracia, su vida personal parece estar en un punto muerto, hasta que su suerte cambia inesperadamente.
Tras el funeral, Roe descubre que Jane Engle, la fallecida, la ha nombrado beneficiaria de una considerable herencia que incluye dinero, joyas y una casa con un cráneo oculto en la repisa de una ventana. Conociendo a Jane, Roe concluye que la anciana le ha dejado deliberadamente un asesinato por resolver. Por tanto, deberá identificar a la víctima y descubrir cuál de los vecinos de Jane, todos aparentemente normales y corrientes, es un asesino. Y todo ello sin ponerse ella en peligro de muerte…

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– Podríamos quedar otro día.

– Llámame -le dije con una sonrisa.

– Gracias por esta velada.

– No, gracias a ti.

Nos despedimos con buen sabor de boca y, mientras me lavaba la cara y me ponía el camisón para dormir, el día siguiente no se me antojó tan desalentador. Libraba en el trabajo, así que podría dedicar el tiempo a trabajar en la casa de Jane. Mi casa. Aún no me acostumbraba a la idea de ser la propietaria.

Pero pensar en la casa me condujo a la preocupación por el intruso, por los agujeros en el jardín trasero que aún no había visto y por el objeto de su extraña búsqueda. Debía de ser un objeto demasiado grande para caber en la caja de seguridad que Bubba Sewell había mencionado; además, me había comentado que no había gran cosa en ella, insinuando que ya había visto su contenido.

Fui cayendo en el sueño mientras pensaba. Algo que no podía dividirse, algo que no podía aplanarse…

Cuando desperté a la mañana siguiente, sabía dónde debía estar escondida esa cosa.

Me sentía como si estuviese cumpliendo una misión secreta. Tras enfundarme unos vaqueros y una camiseta y desayunar una tostada, rebusqué en el contenido del cajón de las herramientas. No estaba segura de lo que iba a necesitar. Era probable que Jane tuviese esas herramientas básicas, pero no me apetecía perder el tiempo buscándolas. Me hice con un martillo de orejas y dos destornilladores y, tras pensarlo un momento, añadí una espátula ancha. Conseguí meterlo todo en mi bolso, a excepción del martillo, que al final también metí, pero dejando sobresalir el mango. Demasiado obvio, me dije. Me lavé los dientes rápidamente y no me entretuve maquillándome. A las ocho de la mañana ya estaba doblando por el camino privado desde Honor.

Metí el coche en el garaje y accedí a la casa a través de la puerta de la cocina. El lugar estaba sumido en el silencio y la atmósfera se resentía por la falta de ventilación. Encontré el termostato en el pequeño pasillo y lo encendí en la posición de «fresco». El aire acondicionado zumbó hasta cobrar vida. Revisé las habitaciones apresuradamente; todo parecía intacto. Sudaba un poco y el pelo se me pegaba a la cara, así que tiré de la cinta del pelo hasta que me llegase a la base del cuello. Resoplé con fuerza, erguí los hombros y avancé hacia el salón. Levanté las persianas de la ventana saliente para obtener la mayor iluminación posible, me hice con mis herramientas y me puse manos a la obra.

Fuese lo que fuese, estaba en el asiento de la ventana saliente.

Jane lo había enmoquetado para que nadie pensase que pudiera contener algo, para hacerlo pasar como un complemento de la estancia, un lugar agradable donde colocar unos bonitos cojines o una planta. El instalador le había hecho un buen trabajo. Me costó lo mío lidiar con la moqueta. Vi a Torrance Rideout salir de su camino privado, echar un vistazo a la casa y marcharse al trabajo. Una mujer guapa y algo entrada en carnes paseaba a un dachshund por la calle, dejando que hiciese sus cosas en mi jardín, me percaté con indignación. Tras pensarlo un momento, la reconocí mientras tiraba y arrancaba la moqueta rosa con motivos azules. Era Carey Osland, exmujer de Bubba Sewell y de Mike Osland, el hombre que había huido de una manera espectacularmente cruel. Carey debía de vivir en la casa de la esquina con las rosas colgantes del porche delantero.

Me centré en lo mío, procurando no especular sobre lo que había escondido en el asiento de la ventana y finalmente aflojé la moqueta lo suficiente como para agarrar un extremo con ambas manos y tirar con fuerza.

Efectivamente, la ventana saliente contenía un asiento con una tapa con goznes. Tenía razón. Entonces ¿por qué no me sentía triunfadora?

Fuese lo que fuese lo que había en la casa, era problema mío, según palabras de Bubba Sewell.

Cogí aire antes de levantar la tapa y observar el interior del asiento. El sol iluminó el hueco, rociando su contenido con un suave brillo matinal. Había una funda de almohada amarillenta con algo redondo en su interior.

Estiré la mano y tiré de la esquina de la funda, sacudiéndola con suavidad hacia delante y hacia atrás para no perturbar excesivamente su contenido. Pero finalmente tuve que tirar del todo, y lo que había estado dentro rodó a un lado.

Una calavera me sonreía desde la quietud.

– Oh, Dios mío -dije, cerrando de golpe la tapa y sentándome encima, cubriéndola con mis manos temblorosas. Un minuto después estaba sumida en una acción frenética, bajando las persianas, cerrándolo todo, comprobando que la puerta delantera tenía el pestillo echado, encontrando el interruptor de la luz y encendiendo la bombilla del techo del repentinamente oscurecido cuarto.

Volví a abrir la tapa del asiento de la ventana, deseando que su contenido hubiese cambiado milagrosamente.

La calavera seguía en su sitio con una sonrisa suelta.

Entonces sonó el timbre.

Di un salto. Por un segundo me quedé quieta, presa de la indecisión. Entonces decidí meter todas las herramientas en el hueco, con la calavera, cerré la tapa y la cubrí con la moqueta suelta. No quedaría muy bien, sobre todo tras haberla arrancado de forma tan inexperta, pero hice lo que pude y coloqué encima unos bonitos cojines en los rincones para disimular los daños. Aun así, la moqueta se combaba un poco. Traté de colocarla y le puse el peso de mi bolso encima. No cambiaba nada. Cogí unos libros de las estanterías y probé con ellos. Mucho mejor. La moqueta se mantenía en su sitio. El timbre sonó otra vez. Me tomé un momento para recomponerme la cara.

Carey Osland, sin el perro, me sonreía amigablemente cuando abrí la puerta. Su pelo castaño oscuro estaba recorrido por ligeras vetas grises, pero no había ni una arruga en su bonito rostro redondo. Llevaba un vestido que superaba por poco la categoría de albornoz y unos mocasines desgastados.

– Hola, vecina -dijo alegremente-. Aurora Teagarden, ¿verdad?

– Sí -contesté, haciendo un tremendo esfuerzo para sonar relajada y tranquila.

– Me llamo Carey Osland y vivo en la casa de las rosas, en la esquina -indicó.

– Creo que ya nos conocimos, Carey, en una despedida de soltera, creo.

– Es verdad… Hace mucho tiempo. ¿Quién se casaba?

– Pasa, pasa. ¿No era la despedida de Amina tras su fuga?

– Pues tiene que ser, porque entonces yo trabajaba en la tienda de ropa de su madre y por eso me invitó. Ahora trabajo en Marcus Hatfield.

Marcus Hatfield era el Lord & Taylor [4]de Lawrenceton.

– Por eso voy tan desaliñada ahora -prosiguió Carey felizmente-. Me estoy cansando de arreglarme.

– Tienes unas uñas estupendas -admiré. Siempre me impresionan las personas capaces de mantener unas uñas largas y cuidadas. También estaba poniendo todo mi empeño en no pensar en el asiento de la ventana, en ni siquiera mirar en su dirección. Indiqué a Carey que se sentara en el sofá para que le diese la espalda parcialmente mientras yo optaba por el sillón.

– Oh, cariño, no son de verdad -dijo Carey cálidamente-. No sería capaz de dejar de mordérmelas o romperlas… Bueno, se ve que Jane y tú erais buenas amigas.

El repentino cambio de tema y la comprensible curiosidad de Carey me cogieron desprevenida. Mis vecinos no eran desde luego de la variedad impersonal de las grandes ciudades.

– Me dejó la casa -declaré, pensando que no había más que decir.

Y así fue. Carey no hizo nada por rodear la frase y hurgar más acerca de nuestra relación.

Pero yo sí que empezaba a hacerme preguntas al respecto. Especialmente teniendo en cuenta el pequeño problema que Jane me había dejado entre manos.

– ¿Y has pensado venirte a vivir aquí? -Carey se había recompuesto y me contraatacaba con más determinación si cabe.

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