Pregunta: ¿lo volvería a intentar el intruso o se habría convencido de que la calavera ya no estaba en la casa? También había registrado el jardín, según Torrance Rideout. Me acordé de que debía ir al jardín trasero la próxima vez que fuese allí para ver lo que había hecho.
Hecho número tres: no sabía qué hacer. Podía guardar silencio para siempre, arrojar la calavera al río e intentar olvidar que la había visto; ese enfoque resultaba muy atractivo en ese momento. Pero también podía llevársela a la policía y decirles lo que había hecho. Ya sentía escalofríos solo al pensar en el rostro de Jack Burns, por no hablar de la incredulidad en el de Arthur. Me oí tartamudear:
– Bueno, la escondí en casa de mi madre. -¿Qué clase de excusas podría esgrimir ante unas acciones tan extrañas? Ni siquiera yo era capaz de comprender por qué había hecho lo que había hecho, salvo que había actuado impulsada por una especie de lealtad hacia Jane, influida en cierta medida por todo el dinero que me había dejado.
En ese momento descarté prácticamente acudir a la policía, a menos que surgiera otro imprevisto. Desconocía cuál era mi posición legal, pero tampoco imaginaba que lo hecho hasta el momento fuese tan malo legalmente. Otra cosa era la cuestión moral.
Lo que estaba claro era que tenía un problema entre manos.
En ese inoportuno instante sonó el timbre. Era el día de las interrupciones no deseadas. Suspiré y fui a abrir, anhelando que fuese alguien a quien me apeteciese ver. ¿Aubrey?
Pero la jornada parecía empeñada en proseguir en su inexorable precipitación cuesta abajo y sin frenos. Parnell Engle y su mujer, Leah, se encontraban en mi puerta delantera, la que nadie usa nunca porque hay que aparcar en la parte de atrás (a pocos metros de la puerta trasera) y luego rodear de nuevo toda la casa hasta la de delante. Por supuesto, eso fue lo que Parnell y Leah habían hecho.
– Señor Engle, señora Engle -saludé-, pasen, por favor.
Parnell abrió fuego sin preámbulos.
– ¿Qué le hemos hecho a Jane, señorita Teagarden? ¿Le dijo a usted lo que le hicimos para ofenderla tanto como para dejarle toda su herencia a usted?
Eso era lo que menos necesitaba.
– No empiece -repliqué con dureza-. Le ruego que no vaya por ahí. Hoy no es un buen día. Tiene un coche, tiene algo de dinero y tiene a Madeleine, la gata. Alégrese y déjeme en paz.
– Llevamos la misma sangre que Jane…
– No me venga con esas -restallé. La línea de la cortesía se me había quedado ya muy atrás-. No sé por qué me lo dejó todo, pero en este momento no me siento precisamente afortunada, créame.
– Nos damos cuenta -dijo él, recuperando un poco de su dignidad- de que Jane expresó sus verdaderos deseos en su testamento. Sabemos que estuvo en sus cabales hasta el final y que tomó una decisión plenamente consciente. No vamos a impugnar el testamento. Es solo que no lo comprendemos.
– Bueno, señor Engle, pues yo tampoco. -Parnell habría llevado la calavera a la policía en menos tiempo del que lleva hablar de ella. Pero aliviaba ver que no eran tan obtusos como para impugnar el testamento y provocar así un fastidio y un daño interminables. Yo sabía cómo era Lawrenceton. La gente de mente ociosa empezaría a preguntar por qué Jane Engle le dejó todo a una joven a la que ni siquiera conocía muy bien. La especulación aumentaría desenfrenadamente; ni siquiera era capaz de imaginar las justificaciones que se inventaría la gente para explicar un legado tan inexplicable. La gente hablaría de todos modos, pero cualquier disputa sobre el testamento daría un feo giro a la discusión.
Al contemplar a Parnell Engle y su silenciosa esposa, con sus quejas y ropas desaliñadas, de repente me pregunté si no habría recibido todo ese dinero por la inconveniencia de tener que lidiar con la calavera. Lo que Jane le había dicho a Bubba Sewell podría haber sido una pantalla de humo. Pudo haber leído en mi carácter de manera exhaustiva, sobrenaturalmente exhaustiva, y saber que guardaría el secreto.
– Adiós -les despedí amablemente, antes de cerrar lentamente la puerta delantera para que no pudieran decir que se la había cerrado en las narices. Eché el pestillo meticulosamente y me dirigí hasta el teléfono. Busqué el número de Bubba Sewell y lo marqué. Para mi sorpresa, estaba disponible.
– ¿Cómo van las cosas, señorita Teagarden? -preguntó, arrastrando las palabras.
– Un poco accidentadas, señor Sewell.
– Lamento oír eso. ¿En qué puedo ayudarla?
– ¿Dejó Jane alguna carta?
– ¿Cómo?
– Una carta, señor Sewell. ¿Me dejó alguna carta, algo que debiera recibir al mes de tener su casa, o algo parecido?
– No, señorita Teagarden.
– ¿Ni una cinta? ¿Una grabación de cualquier tipo?
– No, señorita.
– ¿Ha visto algo parecido en la caja de seguridad?
– No, no puedo decir que así haya sido. Lo cierto es que volví a alquilar esa caja cuando Jane empeoró en su enfermedad para depositar sus alhajas.
– ¿Y nunca le contó qué había en la casa? -pregunté con cautela.
– Señorita Teagarden, no tengo la menor idea de lo que hay en la casa de la señora Engle -dijo, tajante. Muy tajante.
Lo dejé ahí. Me sentía desubicada. Bubba Sewell no quería saber nada. Si se lo decía, quizá debería hacer algo al respecto, y aún no había decidido qué.
– Gracias -contesté, desamparada-. Oh, por cierto… -Y le conté lo de la visita de Parnell y Leah.
– ¿Está segura de que dijo que no quería impugnar el testamento?
– Dijo que sabía que Jane estaba en sus cabales cuando lo redactó, pero que solo querían saber por qué había dejado las cosas así.
– ¿No especificó nada de ir a los tribunales o de implicar a su abogado?
– No.
– Esperemos que hablara en serio cuando dijo saber que Jane estaba cuerda al redactar el testamento.
Y con esa feliz noticia nos despedimos.
Volví a mi sillón e intenté recuperar el hilo de mis razonamientos. No tardé en darme cuenta de que había llegado tan lejos como me era posible.
Tenía la impresión de que si averiguaba a quién perteneció la calavera, se me abrirían nuevas alternativas. Podría empezar averiguando durante cuánto tiempo estuvo la calavera en el asiento de la ventana. Si Jane había conservado la factura de quienes le pusieron la moqueta, obtendría una fecha exacta, ya que no cabía duda alguna de que la calavera ya estaba dentro cuando la pusieron. Y nadie había abierto aquello desde entonces.
Eso implicaba que tenía que regresar a casa de Jane.
Lancé un profundo suspiro.
También podía almorzar algo, recoger algunas cajas e ir a trabajar a la casa, tal como había planeado originalmente.
A esas mismas horas del día anterior era una mujer con un futuro feliz; ahora era una mujer con un secreto, y era tan extraño y macabro que me daba la sensación de tener la palabra «Culpable» escrita en la frente.
Aún estaban descargando al otro lado de la calle. Vi que metían una gran caja de cartón etiquetada con la imagen de una cuna y casi lloré. Pero hoy tenía más cosas que hacer que fustigarme por haber perdido a Arthur. Era un dolor añejo y preocupado.
Tenía que ordenar el dormitorio de Jane antes de plantearme encontrar un solo papel. Metí mis cajas, encontré la cafetera y preparé un café (que había traído de vuelta, ya que me lo había llevado esa mañana) para animarme. La casa estaba tan fría y silenciosa que casi me adormecí. Encendí la radio de la mesilla de Jane. Agh, estaba en la emisora de música ligera. Busqué en el dial la cadena pública al cabo de un segundo y empecé a empaquetar ropa con Beethoven de fondo. Registré cada prenda antes de meterla en la caja, por si encontraba cualquier cosa que explicase la presencia de la calavera oculta. No podía creer que Jane me hubiese dejado un problema como ese sin una explicación.
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