– No lo sé. -No añadí más explicaciones. Carey Osland me caía bien, pero necesitaba quedarme a solas con la cosa del asiento de la ventana.
– Bueno -inspiró Carey antes de resoplar-, supongo que será mejor que me prepare para ir al trabajo.
– Gracias por pasarte -dije tan afectuosamente como pude-. Seguro que nos volvemos a ver en cuanto me asiente un poco aquí.
– Como te he dicho, estoy justo al lado, así que si me necesitas no dudes en pasar. Mi hija está en un campamento de verano hasta este fin de semana, así que estaré sola.
– Muchas gracias, puede que te tome la palabra -dije, intentando mostrar mi buena disposición y sentido del vecindario para suavizar el hecho de que no deseaba prolongar más la conversación ni que se quedara por más tiempo, cosas con las que temía haber sido ofensivamente explícita.
Mi suspiro de alivio fue tan sonoro cuando cerré la puerta tras ella que temí que me hubiera oído.
Fui al asiento de la ventana y me tapé la cara con las manos, tratando de que se me ocurriera una idea.
La dulce, frágil y canosa Jane Engle, bibliotecaria escolar y feligresa, había asesinado a alguien y depositado su cráneo en un asiento de la ventana. Luego había enmoquetado el asiento para que nadie tuviese la ocurrencia de mirar dentro. La moqueta se encontraba en un estado excelente, pero no era nueva. Jane había vivido en esa casa, con una calavera, durante varios años.
Solo hacerse a esa idea ya era una tarea difícil.
Tenía que llamar a la policía. De hecho, mi mano descolgó el auricular del teléfono antes de recordar que la línea estaba desconectada y que estaba en deuda con Jane Engle. Una gran deuda.
Jane me había dejado la casa, el dinero y la calavera.
No podía llamar a la policía y exponer a Jane como una asesina. Ella había contado con eso.
No pude resistirme a abrir de nuevo el asiento de la ventana.
– ¿Quién demonios eres tú? -pregunté a la calavera. No sin cierto remilgo, la levanté con ambas manos. No era blanca, como los huesos en las películas, sino marrón. Desconocía si pertenecía a un hombre o a una mujer, pero la causa de la muerte parecía obvia: había un agujero en la parte de atrás, un agujero con los bordes dentados.
¿Cómo diablos había podido causar una anciana como Jane un golpe como ese? ¿De quién se trataba? Puede que un visitante se hubiese caído y se hubiese golpeado la base del cráneo, o algo parecido, y Jane hubiera temido ser acusada de asesinato. Era una premisa conocida, incluso reconfortante, para cualquier lector de misterio. Luego pensé en Arsénico por compasión. ¿Y si era un sin techo o una persona solitaria sin familia? Pero Lawrenceton no era lo suficientemente amplia como para que un desaparecido pasara desapercibido, pensé. Al menos yo no recordaba un caso así en años.
No desde que el marido de Carey Osland se fue a por pañales y nunca regresó.
Casi solté la calavera. ¡Oh, Dios mío! ¿Sería Mike Osland? Deposité la calavera sobre la mesa de centro de Jane con mucho cuidado, como si pudiese hacerle daño si no era delicada. ¿Qué podía hacer con ella ahora? No podía dejarla otra vez en el asiento de la ventana, ahora que había soltado la moqueta y comprometido su escondite. No había manera de dejar la moqueta como la había encontrado. Quizá, ahora que ya habían irrumpido en la casa, podría esconder la calavera en uno de los lugares que el intruso ya había registrado.
Eso suscitó toda una batería de nuevos interrogantes. ¿Acaso era lo que el intruso estaba buscando? Si Jane había matado a alguien, ¿cómo podía saberlo otra persona? ¿Por qué buscarla ahora? ¿Por qué no ir a la policía sin más y decir que Jane tenía una calavera en alguna parte de su casa y que estaba seguro de ello? Por descabellado que pareciera, es lo que la mayoría de la gente haría. ¿Por qué no lo había hecho esa persona?
Se me estaban acumulando más preguntas de las que solía responder en la biblioteca en un mes. Además, estas eran mucho más fáciles de resolver. «¿Me podrías recomendar una novela de misterio sin, ya sabes, mucho sexo? Es para mi madre» era mucho más fácil que «¿De quién es la calavera que yace en mi mesa del salón?».
Vale, lo primero era lo primero. Esconder la calavera. Sentí que sacarla de la casa sería lo más seguro. Digo «sentí» porque, en mi estado, ya había rebasado toda capacidad de razonamiento.
Cogí una bolsa de la compra de la cocina e introduje en ella la calavera. Metí un bote de café en otra, suponiendo que dos bolsas serían menos sospechosas que una sola. Tras recomponer el asiento de la ventana lo mejor que pude, miré el reloj. Eran las diez en punto. Carey Osland ya debía de estar en el trabajo. Había visto a Torrance Rideout salir, pero, según lo que me había dicho el día anterior, su mujer debía de estar en casa, a menos que estuviese haciendo algún recado.
Miré a hurtadillas a través de la persiana. La casa de enfrente de la de Torrance estaba tan tranquila como el día anterior. En la que había frente a la de Carey Osland había dos niños jugando en el jardín lateral, junto a Faith Street, a buena distancia. Todo despejado. Pero en ese preciso momento una furgoneta de mudanzas aparcó delante de la casa, al otro lado de la calle.
– Oh, genial -murmuré-. Sencillamente genial.
Pero, tras un instante, decidí que la furgoneta de mudanzas atraería más la atención que mi salida, si es que alguien estaba observando. Así que, antes de preocuparme más por ello, cogí mi bolso y las dos bolsas de la compra y fui a la cochera a través de la cocina.
– ¿Aurora? -llamó una voz incrédula.
Con la firme sensación de que el destino me estaba gastando una buena, me volví hacia las personas que saltaban de la furgoneta de mudanzas para ver que mi exnovio, el detective Arthur Smith, y su novia, la detective de homicidios Lynn Liggett, se mudaban a la casa de enfrente.
De lo extravagante y lo desquiciante, mi día había pasado a lo surrealista. Anduve con unas piernas que no sentía como mías hacia los dos detectives, el bolso colgado del hombro, un bote de café en la bolsa de la mano derecha y una calavera perforada en la de la izquierda. Mis manos empezaron a sudar. Intenté forzar una expresión agradable en la cara, pero no tuve la menor idea de cuál fue el resultado.
Lo siguiente que dirían, pensé, lo siguiente que dirían sería… «¿Qué llevas en la bolsa?».
Lo único positivo de encontrarme en ese momento con la embarazadísima señora Smith era que estaba tan preocupada por la calavera que la situación personal de todos me importaba un bledo. Pero era muy consciente (demasiado) de que no iba maquillada y que solo llevaba el pelo sujeto con una cinta.
La hermosa piel de Arthur se puso roja, cosa que ocurría cuando se sentía abochornado, enfadado o… Bueno, no, no pensemos en eso. Arthur era demasiado duro como para abochornarse con facilidad, pero así se sentía en ese momento.
– ¿Estás de visita? -preguntó Lynn, esperanzada.
– Jane Engle ha muerto -expliqué-. ¿Te acuerdas de Jane, Arthur?
Asintió.
– La experta en Madeleine Smith.
– Me ha dejado la casa -dije, y una parte infantil de mí quiso añadir: «Y toneladas de dinero». Pero mi parte más madura vetó el comentario, no solo porque llevaba una calavera en una bolsa y no quería prolongar el encuentro, sino porque el dinero no era un argumento válido para esgrimirlo contra Lynn por quedarse con Arthur. Mi mente moderna me decía que una mujer casada no tenía por qué mantener sus cuitas con una soltera, pero mi yo más primitivo creía firmemente que nunca saldaría la cuenta con Lynn hasta que me casase.
Era un día fragmentado en el mundo de los Teagarden.
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