Debí recordar que mis planes rara vez salen bien.
Las horas de trabajo de esa tarde se me pasaron sin pena ni gloria. Pasé tres horas en el mostrador de recepción y salida, manteniendo una conversación intrascendente con los clientes. Los conocía a casi todos por su nombre y de toda la vida. Podría haberles dado el día contándoles a todos, incluidos mis compañeros de trabajo, lo de mi buena suerte, pero de alguna manera me parecía una falta de modestia. Y no es que hubiera muerto mi madre, lo que supondría un traspaso lógico de la fortuna. El legado de Jane, que ya empezaba a ponerme más nerviosa (casi) que feliz, era tan difícil de explicar que me avergonzaba un poco hablar de ello. Todo el mundo lo acabaría descubriendo tarde o temprano… Divulgarlo ahora sería más comprensible que mantenerlo en silencio. De todos modos, los demás bibliotecarios hablaban de Jane; había realizado labores de sustitución allí después de jubilarse de su puesto en el sistema de enseñanza, y había sido una gran lectora durante muchos años. Coincidí con muchos compañeros en el funeral.
Pero no era capaz de dar con ninguna manera casual de meter el legado de Jane en la conversación. Ya me imaginaba el arqueo de cejas, las miradas que se me pegarían a la espalda. Jane me había facilitado la vida de muchas formas aún no descubiertas, pero la había dificultado de manera que ya empezaba a percibir. Al final decidí mantener la boca cerrada y asumir lo que los cotilleos locales pudieran dar de sí.
Lillian Schmidt casi echó por tierra mi determinación cuando observó que había visto que Bubba Sewell, el abogado, se dirigía a mí en el cementerio.
– ¿Qué es lo que quería? -preguntó Lillian directamente, mientras se cerraba el cuello de la blusa para hacer desaparecer temporalmente el espacio entre los botones.
Me limité a sonreír.
– ¡Oh! Bueno, ahora está soltero, pero ya sabes que ha estado casado en un par de ocasiones -me contó con deleite. Los botones volvían a estar a la vista.
– ¿Con quién? -pregunté sin pensar demasiado para apartar mi propia conversación con el abogado.
– Primero con Carey Osland. No sé si la conoces; vive justo al lado de Jane… ¿Recuerdas lo que le ha pasado a Carey últimamente, con su segundo marido, Mike Osland? Se fue una noche a por pañales, después de que Carey diera a luz a su niña, y nunca regresó. Carey hizo que lo buscasen por todas partes; era incapaz de creerse que fuera capaz de irse sin más, pero así debió de ser.
– Pero ¿antes de Mike Osland, Carey estuvo casada con Bubba Sewell?
– Eso es. Durante un corto periodo, no tuvieron hijos. Entonces, al cabo de un año, Bubba se casó con una chica de Atlanta. Su padre era un abogado importante; todo el mundo pensó que sería bueno para su carrera. -Lillian no se molestó en recordar el nombre, ya que la chica no era natural de Lawrenceton y el matrimonio no duró demasiado-. Pero no salió bien; ella le engañaba.
Lancé vagos sonidos de decepción para que Lillian prosiguiera.
– Entonces (espero que esta te guste), empezó a salir con tu amiga Lizanne Buckley.
– ¿Salió con Lizanne? -repetí, sorprendida-. Hace mucho que no sé nada de ella. Hace tiempo que hago que me manden las facturas de la electricidad al buzón y no las recojo personalmente, como hacía antes.
Lizanne era la recepcionista de la compañía eléctrica. Era guapa y agradable, un poco lenta, pero segura, como la miel abriéndose paso inexorablemente por una tortita de mantequilla. Sus padres habían muerto el año anterior, y durante un tiempo eso había dibujado una franja de arrugas en su frente perfecta y marcas de lágrimas en sus mejillas blanco magnolia. Pero, poco a poco, había logrado acompasar su preciosa rutina con ese terrible cambio, poniendo toda su voluntad para olvidar el episodio más horrible de su vida. Vendió la casa de sus padres, se compró una igual con las ganancias y reanudó su carrera de rompecorazones. Bubba Sewell debió de ser un optimista y un adorador de la belleza cuando decidió salir con la reconocidamente intocable Lizanne. No me lo hubiese esperado de él.
– Entonces, a lo mejor, si él y Lizanne han roto, quizá quiera tirarte a ti los tejos. -Lillian siempre volvía al meollo de la cuestión, tarde o temprano.
– No, esta noche saldré con Aubrey Scott -dije, tras armar el argumento mientras ella recitaba las desventuras maritales de Bubba Sewell-. El sacerdote episcopaliano. Nos conocimos en la boda de mi madre.
Funcionó, y el gran placer de Lillian por saber algo en exclusiva la puso de buen humor para lo que quedaba de tarde.
No sabía cuántos episcopalianos había en Lawrenceton hasta que salí con su sacerdote.
Mientras hacíamos cola para comprar las entradas del cine, conocí al menos a cinco miembros de la congregación de Aubrey. Traté de irradiar respetabilidad e integridad, lamentando que mi mata de pelo no hubiese sido más mansa cuando traté de domarla, antes de que me la recogiera. Sobrevolaba por mi cabeza como una nube, y ya iba por la centésima vez que pensaba en cortármelo todo. Al menos mis pantalones azules y mi llamativa blusa amarilla eran nuevos, y el sencillo conjunto de cadena y pendientes de oro estaba bien, aunque sencillo, como digo. Aubrey iba vestido de civil, lo cual contribuyó definitivamente a mi relajación. Estaba desconcertantemente atractivo con sus vaqueros y camisa; no pude evitar algunos pensamientos muy seglares.
Escogimos una comedia y nos reímos en las mismas escenas, lo que era prometedor. Nuestra compatibilidad se extendió durante la cena, en la que la mención de la boda de mi madre desencadenó en Aubrey ciertos recuerdos de bodas que habían salido desastrosamente mal.
– Y la chica de las flores vomitó en plena boda -concluyó.
– ¿Has estado casado? -pregunté animadamente. Había sacado el tema a propósito, así que sabía que estaba haciendo lo correcto.
– Soy viudo. Ella murió hace tres años de cáncer -explicó sencillamente.
La mirada se me cayó como un peso sobre el plato.
– No he salido con muchas chicas desde entonces -prosiguió-. Me siento bastante… inepto en ese sentido.
– Pues lo estás haciendo muy bien hasta ahora -le tranquilicé.
Su sonrisa no hizo sino acentuar su atractivo natural.
– Por lo que me dicen los adolescentes de mi congregación, las citas han cambiado mucho en los últimos veinte años, desde la última que tuve. No quiero… Solo quiero airearme. Parece que a veces te pone un poco nerviosa salir con un sacerdote.
– Bueno…, sí.
– Vale, no soy perfecto y no espero que tú lo seas. Todo el mundo tiene actitudes y opiniones que no recorren precisamente la línea de la espiritualidad; todos lo intentamos, y nos llevará toda la vida llegar allí. Eso es lo que yo creo. En lo que no creo es en el sexo prematrimonial; estoy esperando que algo cambie mi parecer en ese sentido, pero, hasta el momento, eso no ha pasado. ¿Querías saber alguna de estas cosas?
– A decir verdad, sí. Era precisamente lo que quería saber. -Lo que me sorprendió fue el gran alivio que sentí ante la certeza de que Aubrey no intentaría llevarme a la cama. En la mayoría de las citas que había tenido en los últimos diez años, me había pasado la mitad del tiempo preocupada por lo que ocurriría cuando el chico me llevase a casa. Ahora especialmente, después de mi apasionada relación con Arthur, que Aubrey no esperase que tomase una decisión así me quitaba un gran peso de encima. Me iluminé y empecé a disfrutar plenamente. Él no volvió a sacar el tema de su mujer y yo estaba segura de que no se lo iba a volver a sacar.
La negativa al sexo prematrimonial de Aubrey no implicaba lo mismo con los besos prematrimoniales, según descubrí cuando me acompañó hasta la puerta trasera de mi casa.
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