A esas horas de esa mañana de verano reinaba una pacífica tranquilidad. Pero detrás de las casas del lado de la de Jane había un gran aparcamiento para el instituto, con una alta verja que impedía que nadie arrojara basura al jardín de Jane o lo usara como atajo. Estaba convencida de que habría mucho más ruido durante los meses lectivos, a pesar de que en ese momento el aparcamiento se encontrase desierto. Poco más tarde, una mujer en la casa que hacía esquina en la calle de enfrente puso en marcha el cortacésped y ese maravilloso sonido veraniego me hizo sentir más relajada.
«Lo tenías todo planeado, Jane», pensé. «Querías que me viniese a tu casa. Me conocías y me escogiste por ello».
El BMW de Bubba Sewell apareció por el camino. Respiré hondo y avancé hacia él.
Me entregó las llaves. Mi mano se cerró con fuerza sobre ellas. Era como una investidura formal.
– Puede empezar a trabajar en la casa cuando quiera, para despejarla, prepararla para venderla o lo que le plazca; le pertenece y nadie podrá decir lo contrario. He avisado para que cualquiera con una reclamación sobre la propiedad lo anuncie, pero hasta el momento nadie ha dado el paso. Pero, por supuesto, no podemos gastar el dinero -me exhortó agitando un dedo-. Las facturas de la casa aún me están llegando a mí en calidad de albacea, y así seguirá siendo hasta que todo quede legalizado.
Era como tener seis años y estar a una semana de tu cumpleaños.
– Esta -dijo, señalando una de las llaves- abre el cerrojo de la puerta principal. Esta otra abre la cerradura. Esta, más pequeña, es de la caja de seguridad que Jane tenía en el Eastern National, donde tiene algunas joyas y algunos documentos, no mucho, la verdad.
Abrí la puerta y pasamos dentro.
– Mierda -dijo Bubba Sewell de manera muy poco ortodoxa para un abogado.
Había cojines esparcidos por todo el salón. Al fondo se veía la cocina, donde reinaba un desorden similar.
Alguien había entrado por la fuerza.
Una de las ventanas traseras, la del dormitorio de invitados, había sido forzada. Hasta entonces, había sido una prístina habitación de dos camas gemelas cubiertas con adornos de felpilla blanca. El papel de la pared presentaba motivos florales, pero no era chillón, y los cristales no serían difíciles de barrer sobre el suelo de madera. Las primeras cosas que encontré en mi nueva casa fueron la escoba y el recogedor, situados en el armario escobero de la cocina.
– No creo que se hayan llevado nada -dijo Sewell con una buena dosis de sorpresa-, pero llamaré a la policía de todos modos. Hay gente que lee las esquelas para allanar las casas vacías.
Me quedé parada con el recogedor lleno de cristales rotos.
– Entonces ¿por qué no se han llevado nada? -pregunté-. El televisor sigue en el salón. La radio despertador aún está en su sitio y el microondas en la cocina.
– Quizá haya sido afortunada -respondió Sewell, mirándome con aire pensativo. Se limpió las gafas con un pañuelo blanco-. O a lo mejor los asaltantes eran tan jóvenes que les bastaba con colarse. Quizá se asustaron a media travesura. Quién sabe.
– Dígame una cosa. -Me senté en una de las camas y él hizo lo mismo en la otra. La tormenta de la mañana (las cortinas estaban empapadas) había eliminado todo lo que hacía de esa estancia algo acogedor. Apoyé la escoba en mi rodilla y dejé el recogedor en el suelo-. ¿Qué pasó con esta casa tras la muerte de Jane? ¿Quién pudo entrar? ¿Quién tiene las llaves?
– Jane murió en el hospital, por supuesto -comenzó Sewell-. La primera vez que ingresó, aún estaba convencida de que podría volver, así que me dijo que contratara a una asistenta para que viniera a limpiar…, sacar la basura, tirar los alimentos perecederos y esas cosas. El vecino de al lado, Torrance Rideout, ¿lo conoce?, se ofreció para cuidar de su jardín, así que le facilité una llave para el almacén y el cuarto de herramientas, al que se accede por la puerta del fondo de la cochera.
Asentí.
– Pero esa era la única llave que tenía -matizó el abogado, volviendo al tema-. Entonces, unos días más tarde, cuando Jane supo que no volvería a su casa…
– La visité en el hospital y nunca me dijo una sola palabra -murmuré.
– No le gustaba hablar de ello. «¿Qué hay que decir?», me preguntaba. Creo que tenía razón. Pero en fin… Mantuve la luz y el gas (la calefacción va a gas, todo lo demás es eléctrico), pero vine a desenchufarlo todo, excepto el congelador, que está en el cuarto de las herramientas, lleno de comida. Anulé la suscripción a los periódicos e hice que conservaran su correspondencia en la oficina de correos para recogérsela y llevársela personalmente; no era ninguna inconveniencia, ya que también tengo que recoger el mío…
Sewell se había encargado de todo. ¿Era eso el cuidado de un abogado por un buen cliente o la devoción de un amigo?
– Bueno -continuó de repente-, los pequeños gastos pendientes de la casa saldrán de la herencia, confío en que no le importe a pesar de que los hemos reducido al mínimo. ¿Sabe?, cuando se apaga completamente el aire o la calefacción, la casa se desangela enseguida, y siempre estuvo la remota probabilidad de que Jane volviera.
– No, claro que no me importa pagar la factura de la luz. ¿Tienen Parnell y Leah una llave?
– No, Jane fue muy explícita al respecto. Parnell vino a ofrecerse a llevarse las cosas de Jane, pero me negué, por supuesto.
– ¿Y eso?
– Son suyas ahora -dijo llanamente-. Todo es suyo -reforzó con cierto énfasis, ¿o eran imaginaciones mías?-. Todo lo que hay en esta casa le pertenece. Parnell y Leah están al corriente de sus cinco mil, y la propia Jane les dio las llaves de su coche dos días antes de su muerte para que se lo llevasen del garaje, pero, aparte de eso, todo lo que quede en la casa -de repente me puse alerta, casi asustada- es suyo para hacer con ello lo que crea más oportuno.
Entrecerré los ojos, concentrada. ¿Qué me estaba diciendo sin decirlo realmente?
En alguna parte, en algún rincón de esa casa acechaba un problema. Por alguna razón, el legado de Jane no era del todo bienintencionado.
Tras informar a la policía del allanamiento y llamar a los cristaleros para que arreglasen la ventana, Bubba Sewell se fue.
– Ni siquiera creo que se presente la policía, ya que no falta nada. Pero haré una parada en la comisaría de regreso a mi despacho -dijo mientras se encaminaba hacia la puerta.
Eso me alivió considerablemente. Había conocido a la mayoría de los agentes locales mientras salía con Arthur; son todos muy corporativistas.
– No hay necesidad de encender el aire acondicionado hasta que arreglen esa ventana -añadió-, pero el termostato está en el pasillo, para cuando lo necesite.
Estaba siendo excesivamente cauteloso con mi dinero. Ahora que era rica, podía permitirme abrir las ventanas y las puertas de par en par y poner el termostato a cuarenta si me daba la gana hacer algo tan insensato y derrochador.
– Si tiene algún problema, cualquier cosa que no pueda solucionar, no dude en llamarme -insistió Sewell. Ya había expresado esa disposición varias veces, de varias formas distintas, pero solo una dijo-: La señora Jane tenía una alta opinión de usted. Estaba convencida de que podría lidiar con cualquier problema que se le presentase y dar con la solución.
Pillé la idea. Por el momento no salía de mi aprensión; deseaba de todo corazón que el señor Sewell se marchase. Por fin salió por la puerta principal y yo me arrodillé en el asiento empotrado en la ventana saliente y abrí ligeramente la persiana para observar cómo se alejaba con su coche. Una vez segura de que estaba lejos, abrí todas las persianas y me volví para observar mi nuevo territorio. El salón estaba enmoquetado (era la única estancia que lo estaba), y cuando Jane encargó que lo hicieran, extendió la moqueta para cubrir el asiento de la ventana saliente. Había algunos cojines bordados a mano dispuestos encima, y el efecto era bastante bonito. La moqueta que tanto le había gustado a Jane era de un rosa apagado con un leve entramado azul, y el mobiliario del salón (un sofá y dos sillones) iba a juego con ese tono azulado, mientras que las lámparas derivaban más hacia el blanco o el rosa. Había un pequeño televisor en color colocado para ser visto cómodamente desde el sillón favorito de Jane. La antigua mesa junto al sillón aún estaba atestada de revistas, un extraño y variado surtido que Jane coleccionaba: Southern Living Mystery Scene, Lear’s y una publicación de la iglesia.
Читать дальше