Charlaine Harris - La paciencia de los huesos

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Ir a dos bodas -una de ellas la de un antiguo amor- y al funeral de uno de los miembros del club, ya disuelto, de aficionados al estudio de crímenes mantiene muy ocupada a Aurora «Roe» Teagarden durante unos meses. Por desgracia, su vida personal parece estar en un punto muerto, hasta que su suerte cambia inesperadamente.
Tras el funeral, Roe descubre que Jane Engle, la fallecida, la ha nombrado beneficiaria de una considerable herencia que incluye dinero, joyas y una casa con un cráneo oculto en la repisa de una ventana. Conociendo a Jane, Roe concluye que la anciana le ha dejado deliberadamente un asesinato por resolver. Por tanto, deberá identificar a la víctima y descubrir cuál de los vecinos de Jane, todos aparentemente normales y corrientes, es un asesino. Y todo ello sin ponerse ella en peligro de muerte…

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– Una cita -repetí estupefacta.

Enseguida noté que mi sorpresa no le estaba sentando demasiado bien.

– No es que me parezca extraño -dije apresuradamente-. Es que simplemente no me lo esperaba.

– Porque soy sacerdote [2].

– Bueno…, sí.

Lanzó un suspiro y abrió la boca con expresión resignada.

– ¡No, no! -maticé, alzando las manos-. ¡No me lance un discurso de «Solo soy humano», si es que iba a hacerlo! ¡He sido torpe y descortés, lo admito! ¡Claro que podemos salir!

Sentía que se lo debía de alguna manera.

– ¿No está envuelta en ninguna relación en este momento? -me interrogó con prudencia.

Me pregunté si de verdad tenía que llevar el alzacuello durante las citas.

– No, no desde hace un tiempo. De hecho, hace unos meses acudí a la boda de mi último novio.

De repente, Audrey Scott sonrió y sus ojos grises se arrugaron en las comisuras. Estaba monísimo.

– ¿Qué le apetecería hacer? ¿Ir al cine?

No había salido con nadie desde que Arthur y yo habíamos roto. Cualquier cosa me sonaba apetecible.

– Está bien -dije-. Pero tutéame.

– Está bien. Quizá podríamos ir a una sesión temprana y cenar luego.

– Me parece bien. ¿Cuándo?

– ¿Mañana por la noche?

– Vale. La primera sesión suele empezar a las cinco, si vamos a una triple. ¿Algo especial que te apetezca ver?

– Podemos decidirlo allí mismo.

Era muy posible que hubiera en la cartelera tres películas que no me apeteciese ver, pero también existía la probabilidad de que alguna de ellas me pareciese tolerable.

– Vale -repetí-, pero si me invitas a cenar, yo quiero invitarte a la película.

Parecía dubitativo.

– Soy un tipo más bien tradicional -admitió-. Pero si quieres que lo hagamos así, será una nueva experiencia para mí. -Parecía bastante osado con la idea.

Cuando se marchó, apuré lentamente mi bebida. Me pregunté si las reglas para salir con miembros del clero se diferenciaban con las de salir con chicos normales. Me dije a mí misma, con vehemencia, que los clérigos eran chicos normales, hombres como otros que se relacionaban profesionalmente con Dios. Sabía que estaba siendo ingenua al pensar que tenía que actuar diferente con Audrey Scott en comparación con cualquier otra cita. Si era tan maliciosa o iba tan desencaminada como para pensar que tenía que censurar constantemente mi conversación con un sacerdote, entonces era que necesitaba experimentarlo sin lugar a dudas. Quizá sería como salir con un psiquiatra; siempre está el miedo de que descubra algo de tu personalidad de lo que ni tú misma eres consciente. Bueno, esa cita sería una «experiencia aleccionadora» para mí.

¡Vaya día! Sacudí la cabeza y subí pesadamente las escaleras a mi habitación. De ser una bibliotecaria pobre, preocupada y humillada, había pasado a ser una heredera rica, segura y deseable.

El impulso de compartir mi nuevo estatus era prácticamente irresistible. Pero Amina había vuelto a Houston y ya estaba bastante preocupada con su inminente boda; mi madre estaba de luna de miel (cómo disfrutaría contándoselo); mi compañera, Lillian Schmidt, hallaría alguna manera para hacerme sentir culpable y mi especie de amiga Sally Allison querría contar la historia en su periódico. Desearía poder decírselo a Robin Crusoe, mi amigo y escritor de novelas de misterio, pero se encontraba en Atlanta tras decidir que compaginar su domicilio en Lawrenceton y su puesto docente allí era demasiado; o al menos esa era la razón que me había dado. A menos que pudiera decírselo cara a cara, no disfrutaría plenamente del anuncio. Su cara era una de mis favoritas.

Puede que algunas celebraciones simplemente deban quedar en la esfera de lo privado. Un grito de alegría tampoco hubiese sido muy apropiado, ya que Jane había tenido que morir para dar lugar a tanta felicidad. Me quité el vestido negro y me puse un albornoz. Bajé a ver una película antigua y comerme media bolsa de galletas saladas, seguida de medio litro de helado de chocolate con caramelo.

Las herederas pueden hacer lo que quieran.

La mañana siguiente amaneció con lluvia, un corto chaparrón de verano que prometía una tarde bochornosa. Los truenos eran secos e impresionaban y no pude evitar dar un respingo con cada uno mientras bebía mi café. Tras recoger el periódico (solo se había mojado un poco) de las, por lo demás, infrautilizadas escaleras delanteras que daban a Parson Road, comenzó a escampar. Cuando terminé de ducharme, vestirme y prepararme para mi cita con Bubba Sewell, el sol ya había salido y la humedad empezaba a evaporarse de los charcos formados en el aparcamiento, más allá del patio. Puse la CNN un rato -las herederas tienen que estar bien informadas-, tonteé con el maquillaje, me comí un plátano y limpié la pila de la cocina. Había llegado la hora de irme.

No sabía exactamente por qué estaba tan emocionada. El dinero no iba a aparecer apilado en medio del piso. Debería esperar unos dos meses para poder disponer de él efectivamente, según palabras de Sewell. Ya había estado antes en la pequeña casa de Jane, y la verdad es que no tenía nada de especial.

Bueno, ahora era de mi propiedad. Jamás había sido propietaria de algo tan grande.

También me había emancipado de mi madre. Podría haberlo hecho con mi salario de bibliotecaria, aunque habría sido más difícil, pero el trabajo de administradora, que suponía un lugar gratis donde vivir y un salario extra, había supuesto una notable diferencia.

Me había despertado varias veces durante la noche con la idea de irme a vivir a la casa de Jane. Mi casa. O, tras arreglar todos los papeles, venderla y comprar otra en otra parte.

Esa mañana, mientras arrancaba el coche para salir por Honor Street, el mundo se me presentaba tan lleno de posibilidades que resultaba aterrador, desde el punto de vista feliz, por supuesto.

La casa de Jane se encontraba en uno de los barrios residenciales más antiguos de la ciudad. Las calles tenían nombres de virtudes. Se llegaba a Honor por Faith [3]. Honor no tenía salida, y la casa de Jane era la segunda a la derecha desde la esquina. Las casas de ese barrio solían ser pequeñas (dos o tres dormitorios), con jardines traseros meticulosamente cuidados y dominados por grandes árboles rodeados de parterres. El jardín delantero de Jane contaba con un roble vivo en la parte derecha que proyectaba su sombra sobre la ventana saliente del salón. El camino privado discurría por la izquierda, donde había una profunda cochera de una sola plaza adosada a la casa. Una puerta al fondo de la cochera me indicó que al otro lado debía de haber un almacén o algo parecido. La puerta de la cocina daba a la cochera. También podías (como había hecho yo como visitante) aparcar el coche en el camino y caminar por la acera curva que conducía hasta la entrada principal. La casa era blanca, como todas las de esa calle, y estaba adornada por matas de azaleas plantadas por todo el perímetro. Seguro que era maravilloso en primavera.

Las caléndulas que Jane había plantado alrededor de su buzón habían muerto por falta de riego, según pude comprobar al salir del coche. De alguna manera, ese detalle me devolvió completamente a la sobriedad. Las manos que habían plantado esas resecas flores amarillas se encontraban ahora a dos metros bajo tierra y permanecerían quietas para siempre.

Llegué un poco temprano, así que me tomé un instante para contemplar mi nuevo barrio. La casa de la esquina, a la derecha de la de Jane según miraba yo, tenía unos preciosos rosales en el porche delantero. La de la izquierda había sufrido muchas reformas, de modo que las sencillas líneas originales habían sido oscurecidas. Le habían añadido ladrillo, habían conectado al resto de la casa una cochera con un apartamento en la parte superior mediante un pasillo cubierto, y habían instalado una terraza cubierta en la parte de atrás. El resultado no era muy alentador. La última casa de la calle estaba junto a esa, y recordé que el editor del periódico, Macon Turner, que en su día salió con mi madre, vivía allí. La casa de enfrente a la de Jane, un edificio bonito con contraventanas amarillo canario, lucía un gran cartel de inmobiliaria con la palabra «vendido» cruzada. La casa de la esquina de ese lado de la calle era en la que Melanie Clark, otra de las socias del desaparecido club Real Murders, estuvo alquilada una temporada. Ahora, una gran rueda tirada en el camino indicaba la presencia de niños en las inmediaciones. Una casa ocupaba las últimas dos parcelas de ese lado, un lugar bastante dilapidado con un solitario árbol plantado en un amplio jardín. Parecía inerte, las persianas amarillas bajadas. Le habían adosado una rampa para sillas de ruedas.

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