Cogiendo su cara entre las manos, la miró fijamente a los ojos.
– Tengo que asegurarme de que sabes lo que haces. Estaré ahí -señaló la puerta abierta- será lo mejor. No puedes encender ninguna luz, Rachael, si no quieres delatar tu escondite. Tendrás que arreglartelas a oscuras y te daré un arma, pero tienes que permanecer alerta. ¿Podrás hacerlo?
La voz de Río era tan solo un hilo. Rachael le miró y quedó atrapada en su feroz mirada. Sus ojos eran, en ese momento, más amarillos que verdes, tenía las pupilas dialtadas y miraba fijamente. Parecía un misterioso e inolvidable animal salvaje a punto de salir de caza. Su corazón empezó a palpitar.
– Rachael, contéstame. Tengo que saberlo -un destello de preocupación atravesó sus ojos. Su expresión era sombría- Viene alguien.
Había algo completamente diferente en sus ojos. No era una alucinación. Sus ojos eran enormes, amplios, miraban fijamente, había una misteriosa tranquilidad en ellos, algo intensamente peligroso. La pupilas eran tres veces mayores a las de ningún otro ser humano, permitiéndole ver en la oscura noche. Se humedeció los labios con la lengua. Rio no parpadeó, ni apartó la mirada de su rostro. Sus ojos parecían de mármol o de cristal, viendolo todo, omniscente, terriblemente extraños y, aún así, hermosos.
– Debes tener una excelente visión por la noche.
Las palabras sonaron como un chirrido. Estúpida.
Rachael parecía una niña asustada. Tenía un enemigo real. No podía enfrentarse a seres sobrenaturales y asustarse a sí misma. Enderezó los hombros, decidida a recuperarse.
– Creo que me han encontrado, Rio. Te harán daño si te quedas conmigo, no les importará que no sepas nada.
– Puede que no sea nada, pero definitivamente tenemos un intruso. Tengo que asegurarme de que vas a estar bien, Rachael. No quiero volver y encontrarme con que te has pegado un tiro sin querer. Y no quiero que intentes dispararme a mi.
– Vete, estoy bien. No tengo ningún problema en la vista.
Y así era. Nunca había tenido ningún problema en ver de noche, pero le parecía ser capaz de ver mucho más claramente que antes. O quizá fuera simplemente que se había acostumbrado a la débil claridad del bosque. Solo tenía una mano sana y le estaba temblando, de modo que la escondió bajo las mantas. Rachael no estaba dispuesta a lloriquear por la sensación de nauseas ante el dolor desgarrador que le produjo el movimiento, no cuando él estaba a punto de salir solo a enfrentarse al intruso.
Él comprobó el arma, y la depositó en la cama, al lado de ella. Le puso la mano en la frente. Estaba caliente.
– Permanece alerta, Rachael.
Río estaba poco dispuesto a abandonarla. Algo le decía que estaba reviviendo una vieja escena: recordaba haberla acariciado, el tacto de su pelo deslizándose entre sus dedos mientras se adentraba en la noche para cazar a un enemigo. Y cuando volvía… algo le apretó dolorosamente el corazón.
– Rachael, tienes que estar aquí cuando regrese. Tienes que vivir para mi.
No tenía ni idea de porqué lo decía. No sabía porque lo sentía, pero tuvo la acuciante necesidad de advertirla. Algo había sucedido o estaba a punto de suceder, otra cosa no tenía sentido. Al parecer su cerebro guardaba una memoria que le decía que Rachael no debería estar allí.
– Buena caza, Rio. Que toda la magia del bosque te acompañe y que la fortuna sea tu compañera de viaje -las palabras salieron de su boca, y la voz era la suya, pero Rachael no tenía ni idea de donde habían salido.
Supo instintivamente que había pronunciado unas palabras rituales, pero no como las conocía ni a que ritual pertenecían; lo único que sabía era que las había dicho antes.
Se pasó la mano por la cara en un esfuerzo para desterrar las cosas que no entendía.
– Estaré bien. Puedo manejar un arma, ya lo he hecho antes. Tú ten cuidado.
Rio la miró fijamente a los ojos durante un largo instante, temiendo apartar la mirada de ella y de que cuando volviera, hubiera desaparecido… o la encontrara muerta, intentando proteger a su hijo desesperadamente. Echó la cabeza hacia atrás; un rabia feroz y un dolor terrible se conjugaron en una bola de emociones imposibles de entender.
– Sobrevive, Rachael -repitió bruscamente. Una orden, una súplica. Se obligó a apartarse de ella y salir.
El cambio ya estaba ocurriendo en su corazón y en su mente, el peligroso felino que había en su interior apareció; la piel onduló en brazos y piernas, se le dobló el cuerpo, se retorció, los musculos se estiraron y alargaron. Abrazó el cambio, el modo de vida que había elegido, aceptando el poder y la fuerza del leopardo, dándole rienda suelta en la seguridad de su territorio. Rio estiró los brazos, los dedos se extendieron mientras se le curvaban los nudillos y las garras arañaban el suelo de la terraza, retrayéndose después.
El leopardo era grande. Se sentó tranquilamente, levantando la cabeza para olisquear el viento. Sus bigotes actuaban como un radar, recogiendo todos y cada uno de los detalles de lo que le rodeaba. Los músculos se tensaron, poderosos y fuertes mientras el animal se agachaba y saltaba hasta un gran rama que se elevaba, alejándose de la casa. Se movió a favor del viento, bajo el dosel de hojas. Cuando el leopardo miró hacia atrás comprobó que las enredaderas y el follaje protegían la casa de las miradas curiosas. En la oscuridad era casi imposible distinguirla a menos que se conociera su existencia.
El bosque rebosaba de información, desde el sumbido de los insectos hasta los gritos de advertencia de un pájaro. Rio se movió rápida y silenciosamente por las anchas ramas, manteniendose agachado, clavando las uñas en la madera mientras seguía subiendo, retrayéndolas cuando andaba entre el follaje con cuidado para no mover las hojas. El más pequeño de los otros dos leopardos surgió entre la cerrada niebla, con el hocico retraído en un gruñido. Rio se quedó completamente quieto, agachándose más, levantando la cabeza para olisquear el viento.
El intruso no era humano. Inmediatamente el carácter feroz del leopardo se elevó y se extendió con la violencia de un volcán. Río aceptó la rabia y la ferocidad, las canalizó profundamente en el corazón de la bestia. Se movió con la mayor precaución, sabiendo que estaba siendo acechado, sabiendo que alguien de su propia especie había decidido traicionarlo. Su labio se elevó en un gruñido silencioso, revelando unos enormes colmillos. Moviendo las orejas, el leopardo empezó a moverse lentamente entre la abundante vegetación que cubría el suelo del bosque. El viento trajo el olor del traidor, señalando su posición a pocos metros de Rio.
Rio se arrastró a través de una rama grande por encima del descubierto leopardo. Era macho y grande. El animal balanceó su cabeza, alerta, mirando con desconfianza hacia el árbol donde Río permanecía agachado e inmóvil. Inmediatamente, Franz, oculto en algún lugar entre los densos arbustos, pisó deliberadamente una pequeña rama, partiendola por la mitad. El sonido retumbó en el silencio del bosque.
El leopardo moteado se tranquilizó, se agachó mirando con atención en la dirección donde se encontraba el leopardo más pequeño. Rio aprovechó la oportunidad para acercarse, en silencio, cautelosamente. Franz había arriesgado su vida. Si daba con él, el leopardo más grande lo mataría fácilmente. El leopardo moteado, más grande, estaba definitivamente de caza.
Rio se movió con agilidad sobre la rama de árbol, saltó silenciosamente a la rama de debajo, se quedó quieto cuando el leopardo moteado levantó la cabeza para oler el viento. Fritz, varios centenares de metros más lejos de Franz, emitió un gruñido bajo que el viento llevó al interior del bosque. El lopardo moteado se agachó, echó hacia atrás los labios, separó las orejas y bajó la cola en posición de ataque, mirando atentamente hacia la dirección del sonido.
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