Río se lanzó, saltando ágilmente desde arriba. El leopardo moteado se volvió en el último momento sacando sus enormes garras, arañando a Rio en el costado pero sin poder evitar por completo el mortal mordisco de Rio cuando le clavó los colmillos en la garganta.
Inmediatamente el bosque volvió a la vida con el ruido de la batalla; los monos chillaron, los pájaros echaron a volar, los murciélagos saltaron de árbol en árbol mientras los dos enormes felinos enseñaban colmillos y garras, rodándo por el suelo del bosque e intentando matarse. Donde antes había silencio, ahora solo había caos, los animales se gritaban advertencias los unos a los otros mientras la mortal batalla continuaba. Un orangután, recostado en su cama de hojas entre las ramas de los árboles, lanzó con fastidio un puñado de hojas hacia los dos felinos, que luchaban y se gruñían en un peligroso baile de afiladas garras y penetrantes dientes.
Los leopardos usaban su peso, se retorcían en posiciones casi imposibles, curvando la espina dorsal, dando vueltas el uno alrededor del otro, lanzandose a la garganta del contrario. La batalla fue breve, pero feroz, los gruñidos y los feroces rugidos reverberaban entre los árboles, directamente a la cúpula de amenazantes nubes que cubrian el cielo. Las nubes respondierón lanzando una lluvia torrencial. Aunque las gotas apenas podían traspasar el techo de árboles, fue suficiente para tranquilizar a los monos que chillaban y hacer que los pájaros corrieran a ponerse a cubierto.
El leopardo moteado empezó a rodar para librarse del asimiento de Rio y echó a correr, subiendose a las ramas y moviendose con rápidez para huir. El furioso felino se dirigió intencionadamente hacia el lugar donde estaba el leopardo más pequeño. Rio inició la persecución enviando un aviso de advertencia, pero el leopardo moteado ya estaba encima de Fritz, agarrándole el cuello entre los colmillos y sacudiéndolo de un lado a otro brutalmente. Lo dejó caer al suelo y saltó al tiempo que Rio se lanzaba al ataque. Las garras se clavaron en los cuartos traseros del leopardo moteado. Su aullido de dolor hizo que los pájaros salieran volando otra vez, pero siguió huyendo, clavando las garras en las ramas para escapar.
Río se lanzó rápidamente al suelo para evaluar los daños de Fritz. El otro leopardo le había producido una herida grave, pero estaba vivo. Rio siseó una advertencia cargada de furia. Tuvo que luchar contra su propia naturaleza que le ordenaba perseguir a la presa que huía. Contuvo el deseo que ardía en su estómago exigiendo venganza.
No le cabía ninguna duda de que se había enfrentado a uno de su clase, una inteligente mezcla de leopardo y hombre. Había ido a matarle. Rio conocía a casi todos los suyos; eran pocos los que vivían en el bosque. Muchos estaban dispersos por otros países y algunos habían decidido vivir en las ciudades como humanos; pero la mayoría no se conocían entre sí. Rio no reconoció el olor de su perseguidor, pero si la astucia de decidir no matar al leopardo nublado en un arranque de ira. El ataque había sido hecho a sangre fría y había aprovechado el momento oportuno. El leopardo moteado sabía que Rio jamás abandonaría al otro mortalmente herido, para perseguirle. Y eso le indicaba más cosas. Su perseguidor sabía que Rio viajaba con dos leopardos nublados.
Miró cautelosamente a su alrededor, olfateando el viento. Su gruñido era una demanda de información dirigida a los habitantes de los árboles. El grito provino de un grupo de monos. Rio recobró su forma humana, permitió que el dolor le invadiera cuando músculos y tendones se retorcieron, contrayéndose y estirándose. Se agachó al lado del leopardo nublado, evaluando los daños. Las heridas eran profundas. Taponó los agujeros y presionó, murmurando palabras tranquilizadoras mientras lo hacía e ignorando los profundos arañazos de su propia piel.
– Franz, permanece alerta -ordenó mientras levantaba a Fritz en sus brazos.
Rio tenía que mantener la presión sobre las dos heridas de colmillos mientras corría por el bosque, abriéndose camino entre los árboles, saltando sobre troncos caídos, vadeando dos pequeños riachuelos crecidos por la lluvia, recorriendo el desigual camino tan rápidamente como podía. Sus músculos eran los de un leopardo, pensados para llevar una presa grande. No notaba el peso del leopardo nublado, pero en su forma humana, su piel no era tan resistente como en su forma animal, y el bosque le producía heridas mientras corría por él.
Río saltó sobre la recia rama que conducía a su casa con la facilidad que le daba la práctica, y, manteniendo cuidadosamente el equilibrió, recorrió el laberinto de ramas hasta llegar al porche. Llamó para avisar a Rachael, con la esperanza de que no le pegara un tiro cuando empujó la puerta con la cadera para abrirla. Fritz, recostado en él, giró la cabeza para levantar la vista atemorizado. Los costados del pequeño leopardo subían y bajaban intentando respirar, con la piel cubierta de sangre.
Rachael jadeó, empujando el arma bajo la almohada.
– ¿Qué pasó? ¿Qué puedo hacer?
La cara de Río era una máscara peligrosa, feroz, parecia un guerrero, con los ojos brillantes de cólera. La miró sin parpadear, con todo su poder, comprobando que estaba bien. Rachael se enfrentó a su penetrante mirada.
– De verdad, Rio, deja que te ayude.
Cambió inmediatamente de dirección y llevó al animal herido a la cama.
– ¿Puedes sujetarle?
Rachael no se inmutó por la pregunta. Se limitó a demostrarselo, manteniendo una expresión serena aunque le palpitaba el corazón y el dolor la hizo marearse. Tenía bastante práctica en esconder el miedo. El felino estaba gravemente herido y por lo tanto era mucho más peligroso que en su estado habitual. Se le secó la boca cuando le puso el animal en el regazo y le colocó primero una mano y luego la otra en las incisiones. Rachael se encontró con un leopardo de cincuenta libras en el regazo y las manos presionando el cuello cubierto de sangre.
Río encendió la lámpara y llevó el botiquín a la cama, arrodillándose al lado de la cabeza del animal.
– Aguanta Fritz -murmuró- se que duele pero vamos a curarte.
No miró a Rachael si no que trabajó sobre el felino con manos tranquilas, estables y muy seguras.
Tenía la cabeza inclinada, el pelo negro caía alrededor de su rostro. En la piel tenía sudor y sangre, y olía a bosque y a piel húmeda. Mientras se esforzaba en curar al felino, su cara aprecía estar tallada en piedra.
– Las heridas son profundas, como las de tu pierna. A ti te cosí, pero dejé que las incisiones sangraran. Voy a tener que hacer lo mismo con Fritz. Lo mejor que puedo hacer es limpiar las heridas a fondo, darle antibióticos y esperar que no se infecten. Si lo hacen tendré que abrirlas.
Mientras Rio desinfectaba las heridas, Fritz abrió la boca, enseñó sus largos colmillos y soltó un terrible aullido. Rachael suspiró y mantuvo la mirada fija en Rio, en su cara en vez de en sus manos, temiendo que si veía los dientes del felino también empezaría a gritar.
Franz contestó a Fritz, paseando, agitado, arriba y abajo sin cesar. Saltó sobre la cama sin previo aviso, casi aplastando las piernas de Rachael. El dolor le recorrió el cuerpo, tomó aire, y soltó un grito estrangulado. Por un instante la habitación pareció dar vueltas y oscurecerse.
– ¡Rachael! -la voz de Rio era penetrante al llamarla. Sacó a Franz de la cama con el brazo- Quédate en el maldito suelo -gruñó, con voz cargada de amenaza.
Para sorpresa de Rachael, sus manos todavía tocaban la piel de Fritz. Aplicó más presión mientras sacudía la cabeza.
– Lo siento, no esperaba que fuera a hacer eso.
– Lo has hecho bien -dijo él- ¿Puedes continuar?
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