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Graham Masterton: Manitú

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Graham Masterton Manitú

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¿Puede la mente humana proyectar una imagen o sugestionar a alguien, sin importar el tiempo o la distancia? ¿Existe la posesión de espíritus? ¿Es verdad que en nuestra época se dan las manifestaciones de las artes que implican la magia y el espiritismo? ¿Puede ser inmoral crearle daño a otra persona valiéndose de la transmisión del pensamiento para causarle la enfermedad y aun la muerte? Manitú, uno de los libros más vendidos en España, obra de Graham Masterton, nos da respuesta a más de uno de estos interrogantes, narrándonos la historia más insólita, tan solo comparable con El bebé de Rosemary o El exorcista, tal vez superando estas dos obras en muchísimos cuadros de suspenso, llenos de un terror intenso y escalofriante.

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Siguió cansadamente al doctor McEvoy a su oficina. Mientras le había hablado a la señorita Tandy, el doctor McEvoy había estado mirando a través de su libro de referencias médicas, y encima de su escritorio estaban desparramados diagramas y radiografías.

– ¿Encontró algo? -preguntó el doctor Hughes.

– No lo sé. Parece ser tan ridículo como todo lo demás de este caso.

El doctor McEvoy le entregó un pesado libro de texto, abierto en una página cubierta de gráficos y diagramas. El doctor Hughes frunció el ceño, los examinó cuidadosamente y luego fue de nuevo a las pantallas y miró otra vez las radiografías del cráneo de la señorita Tandy.

– Es una locura -dijo.

El doctor McEvoy se quedó allí, con las manos sobre sus caderas, y asintió.

– Tiene razón. Es una locura. Pero tiene que admitirlo; se parece mucho a eso.

El doctor Hughes cerró el libro.

– Pero incluso aunque usted tenga razón… ¿en dos días ?

– Bueno, si esto es posible, todo es posible.

– Si esto es posible, un cojo puede ganar una maratón.

Los dos médicos se quedaron pálidos en su oficina del piso quince del hospital, miraron los rayos X y no sabían qué decir.

– ¿No será una broma? -dijo el doctor McEvoy.

El doctor Hughes movió su cabeza.

– No hay manera. ¿Cómo podría serlo? ¿Y para qué?

– No lo sé. La gente inventa bromas por diversas razones.

– ¿Se le ocurre alguna razón para ésta?

El doctor McEvoy hizo una mueca.

– ¿Puede creer que sea cierto?

– No lo sé -replicó el doctor Hughes-. Quizá sí. Quizá sea el fracaso que, entre un millón, es realmente real.

Abrieron de nuevo el libro y estudiaron de nuevo las radiografías, y cuanto más comparaban los diagramas con el tumor de la señorita Tandy, más similitudes descubrían.

De acuerdo a la Ginecología Clínica, el nudo de tejidos y huesos que la señorita Tandy llevaba en su nuca era un feto humano, de un tamaño que sugería que tendría unas ocho semanas.

CAPITULO UNO

Fuera de la noche

Si se cree que un adivino lleva una vida fácil, tendría que tratar de predecir la suerte quince veces por día a 25 dólares cada persona, y luego ver si eso le gusta tanto.

En el mismo momento que Karen Tandy estaba consultando a los doctores Hughes y McEvoy en el Hospital de las Hermanas de Jerusalén, yo le estaba echando a la vieja señora Winconis un rápido vistazo a su futuro inmediato con la ayuda de las cartas del Tarot.

Estábamos sentados alrededor de la mesa con tapete verde en mi apartamento de la Décima Avenida, con las cortinas bajas y el incienso humeando sugestivamente en un rincón y mi auténticamente falsificada vieja lámpara de aceite arrojando sombras misteriosas. La señora Winconis era arrugada y vieja y olía a un perfume mohoso y a chaquetas de piel de zorro, y venía todos los viernes por la tarde para que le hiciera una predicción detallada de los siguientes siete días.

Mientras yo colocaba las cartas formando la cruz céltica, ella estaba inquieta y respiraba fuerte y me miraba como un armiño apolillado puede olfatear a su presa. Sé que se estaba muriendo por preguntarme qué vela, pero yo nunca digo nada hasta que todo está sobre la mesa. Cuanto más suspense, mejor. Yo tengo que hacer toda la representación de fruncir el ceño, y suspirar, y morderme los labios, y fingir que estoy en comunicación con los poderes del más allá. Después de todo, para eso paga ella sus 25 dólares.

Pero no pudo resistir la tentación. En cuanto puse la última carta se inclinó y dijo:

– ¿Qué hay, señor Erskine? ¿Qué ve? ¿Hay algo sobre Papaíto?

«Papaíto» era el nombre que usaba para designar al señor Winconis, un grueso y testarudo gerente de supermercado que fumaba un cigarro tras otro y que no creía en algo más místico que en los primeros tres ganadores de una carrera. La señora Winconis nunca lo sugería del todo, pero estaba claro, por la forma en que hablaba, que su mayor esperanza en la vida era que el corazón de Papaíto reventara y que la fortuna de los Winconis cayera en sus manos.

Miré las cartas con mi habitual concentración elaborada. Yo conocía tanto el Tarot como cualquiera que se hubiese tomado el trabajo de leer el Tarot simplificado, pero era el estilo el que convencía. Si usted quiere ser un adivino, que en realidad es mucho más fácil que ser un registrador de publicidad, o un guardián de un camping, o un cicerone en una gira, entonces hay que parecer un místico.

Dado que yo tengo un aspecto arratonado, tengo treinta y dos años y soy de Cleveland, Ohio, con principio de calvicie en mi pelo castaño y tengo una buena nariz, pero muy grande en mi buen rostro, aunque demasiado pálido, me tomo el trabajo de pintarme las cejas como si fuesen arcos satánicos, llevo una capa de satín color esmeralda con lunas y estrellas cosidas a ella, y me pongo un sombrero verde y triangular en la cabeza. El sombrero solía tener un escudo de un club de fútbol, pero se lo quité por razones obvias.

Invertí en incienso, en unas copias encuadernadas en cuero de la Enciclopedia Británica, y en una vieja y golpeada calavera que adquirí en una tienda de cosas de segunda mano, y luego coloqué un anuncio en los periódicos que decía: «Erskine, el increíble. Se lee la suerte, se predice el futuro, se revela el destino.»

En el par de meses siguientes me iba mucho mejor de lo que jamás imaginara y me pude comprar un tocadiscos cuadrafónico con audífonos y todo. Pero, como dije, no fue fácil. La afluencia permanente de señoras maduras que entraban sonriendo como tontas a mi apartamento, muriéndose por oír qué les iba a suceder en sus aburridas vidas, era casi suficiente como para hundirme para siempre en un pozo de desesperación.

– ¿Bueno? -dijo la señora Winconis, apretando su bolso de cocodrilo con sus arrugados dedos viejos-, ¿qué es lo que ve, señor Erskine?

Yo moví mi cabeza lenta y magníficamente.

– Hoy las cartas están solemnes, señora Winconis. Traen muchas advertencias. Le dicen que usted está presionando demasiado sobre un futuro del que, cuando suceda, puede que no disfrute tanto como piensa. Veo a un rollizo caballero con un cigarro -debe ser Papaíto-. Dice algo con gran dolor. Dice algo sobre dinero.

– ¿Qué es lo que dice? ¿Las cartas le explican lo que él dice? -susurró la señora Winconis.

Cada vez que yo mencionaba «dinero» comenzaba a retorcerse y saltar como un escupitajo sobre una chapa al rojo vivo. En mi vida he visto algunas ansiedades bastante feas, pero la sed del dinero en una mujer madura es suficiente para hacerte perder el hambre.

– Dice que algo es demasiado caro -continué con mi voz ronca especial -. Algo es decididamente demasiado caro. Ya sé lo que es. Puedo ver lo que es. Dice que ese salmón envasado es demasiado caro. No cree que la gente querrá comprarlo a ese precio.

– Oh -dijo la señora Winconis, ofendida.

Pero yo sabía lo que hacía. Había observado la columna de aumento de precios en el Informaciones de Supermercados aquella mañana y sabía que el salmón envasado iba a subir. La semana siguiente, cuando Papaíto comenzara a quejarse de ello, la señora Winconis recordaría mis palabras y se quedaría muy impresionada con mi increíble talento como vidente.

– ¿Qué pasa conmigo? -preguntó la señora Winconis-. ¿Qué me va a suceder a mí?

Miré a las cartas con aire tétrico.

– Me temo que no será una buena semana. Para nada. El lunes tendrá un accidente. No será grave. Nada peor que se le caiga algo pesado en el pie, pero será doloroso. La mantendrá despierta el lunes por la noche. El martes jugará al bridge, como siempre, con sus amigas. Alguien le hará trampas, pero no descubrirá quién es. Así que no haga declaraciones altas y no se arriesgue. El miércoles recibirá una llamada telefónica desagradable; posiblemente le digan obscenidades. El jueves tomará una comida que no le sentará bien y deseará no haberla comido nunca.

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