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Graham Masterton: Manitú

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Graham Masterton Manitú

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¿Puede la mente humana proyectar una imagen o sugestionar a alguien, sin importar el tiempo o la distancia? ¿Existe la posesión de espíritus? ¿Es verdad que en nuestra época se dan las manifestaciones de las artes que implican la magia y el espiritismo? ¿Puede ser inmoral crearle daño a otra persona valiéndose de la transmisión del pensamiento para causarle la enfermedad y aun la muerte? Manitú, uno de los libros más vendidos en España, obra de Graham Masterton, nos da respuesta a más de uno de estos interrogantes, narrándonos la historia más insólita, tan solo comparable con El bebé de Rosemary o El exorcista, tal vez superando estas dos obras en muchísimos cuadros de suspenso, llenos de un terror intenso y escalofriante.

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El cielo era de un gris metálico y muy nublado; el tráfico se movía con ruidos amortiguados. Desde el piso dieciocho del Hospital de las Hermanas de Jerusalén, la ciudad tenía una cualidad extraña y luminosa que nunca había visto antes. Era como estar en la Luna, pensó el doctor Hughes. O en el fin del mundo. O en la Edad de Hielo.

Había problemas con el sistema de calefacción y se había dejado puesto el abrigo. Estaba sentado bajo la luz de la lámpara de su escritorio; era un extenuado hombre de treinta y tres años, con una nariz tan afilada y puntiaguda como un bisturí y un gran remolino de pelo castaño oscuro. Parecía más un mecánico de coches adolescente que un experto en tumores malignos con fama nacional.

La puerta de su oficina se abrió y entró una mujer rolliza con el pelo blanco y gafas de marco rojo en la cabeza, llevando una pila de papeles y una taza de café.

– Un poco más de papelerío, doctor Hughes. Y pensé que querría algo para entrar en calor.

– Gracias, Mary.

Abrió uno de los expedientes que ella había traído y volvió a estornudar con más persistencia.

– Dios, ¿ha visto esto? Se supone que soy un consultor, no un archivista. Llévese esto de nuevo y déselo al doctor Ridgeway. A él le gustan los papeles. Le gustan más que la carne y la sangre.

Mary se encogió de hombros.

– El doctor Ridgeway le envió esto a usted.

El doctor Hughes se puso de pie. Con su abrigo parecía Charles Chaplin en La Quimera del Oro. Apartó el expediente con rabia y éste dio contra su única tarjeta de St. Valentine, que sabía que le había enviado su madre.

– Oh…, está bien. Luego lo miraré. Ahora voy a ver al doctor McEvoy. Tiene una paciente que quiere que yo revise.

– ¿Le llevará mucho tiempo, doctor Hughes? -preguntó Mary -. Tiene una reunión a las cuatro y media.

El doctor Hughes la miró con fatiga, como si se estuviese preguntando quién era ella.

– ¿Mucho tiempo? No, no lo creo. Sólo el tiempo necesario.

Salió de su oficina a un corredor iluminado con luz de neón. El Hermanas de Jerusalén era un hospital privado muy caro y nunca olía a nada tan funcional como a ácido fénico o cloroformo. Los corredores estaban alfombrados con moqueta roja y espesa y en cada rincón había flores frescas. Se parecía más a un hotel adonde los ejecutivos maduros llevan a sus secretarias para un fin de semana de estruendoso pecado.

El doctor Hughes llamó un ascensor y descendió hasta el piso quince. Se miró a sí mismo en el espejo del ascensor y consideró que parecía más enfermo que muchos de sus pacientes. Quizá debiera tomarse unas vacaciones. A su madre siempre le había gustado la Florida, o quizá pudieran visitar a su hermana en San Diego.

Pasó a través de dos juegos de puertas de vaivén y entró a la oficina del doctor McEvoy. Este era un hombre pequeño, grueso, cuyas chaquetas blancas le apretaban siempre muchísimo en las sisas. Parecía un vendaje quirúrgico. Su rostro era grande, en forma de luna, y lleno de pecas, con una pequeña nariz irlandesa. Alguna vez había jugado al fútbol para el equipo del hospital, hasta que se fracturó la rodilla en un partido violento. Ahora caminaba con una cojera levemente superdramatizada.

– Me alegro de que haya venido -sonrió -. Esto realmente es muy especial y sé que usted es el mayor experto del mundo.

– Difícilmente -dijo el doctor Hughes-. Pero gracias por el cumplido.

El doctor McEvoy metió su dedo en la oreja y lo revolvió dentro con gran cuidado y atención.

– Las radiografías estarán aquí en cinco o diez minutos. Mientras tanto, no se me ocurre qué hacer.

– ¿Puede mostrarme la paciente? -preguntó el doctor Hughes.

– Por supuesto. Está en mi sala de espera. Si yo fuera usted me quitaría el abrigo. Ella podría pensar que le traje de la calle.

El doctor Hughes colgó su deformado abrigo negro y luego siguió al doctor McEvoy hasta la luminosa sala de espera. Allí había sillones, revistas y flores y una pecera llena de brillantes peces tropicales. A través de las persianas, el doctor Hughes pudo observar la extraña brillantez metálica de la nieve vespertina.

En un rincón del salón, leyendo un ejemplar de Sunset, estaba una muchacha delgada y morena. Tenía un rostro casi cuadrado y delicado; parecía un diablillo, pensó el doctor Hughes. Llevaba un vestido sencillo de color café que hacía lucir pálidas a sus mejillas. Lo único que denunciaba su nerviosismo era un cenicero lleno de colillas y un trazo de humo en el aire.

– Señorita Tandy -dijo el doctor McEvoy-, éste es el doctor Hughes. Es un experto en casos como el suyo y le gustaría examinarla y hacerle algunas preguntas.

La señorita Tandy dejó de lado la revista y sonrió.

– Por supuesto -dijo, con un marcado acento aristocrático.

De buena familia, pensó el doctor Hughes. No tenía que preguntarse si era o no rica. No se va por un tratamiento al Hospital de las Hermanas de Jerusalén si no se tiene bastante dinero.

– Inclínese hacia adelante -dijo el doctor Hughes. La señorita Tandy se inclinó y el doctor Hughes le levantó el cabello de detrás de su cuello.

Justo en la cavidad de su nuca había un bulto suave y redondo, más o menos del tamaño y la forma de un pisapapel de vidrio. El doctor Hughes pasó sus dedos por él y parecía tener la textura normal de un crecimiento fibroso benigno.

– ¿Cuánto hace que tiene esto? -preguntó él.

– Dos o tres días -dijo la señorita Tandy -. Pedí consulta tan pronto como comenzó a crecer. Tuve miedo de que fuera… bueno, cáncer o algo así.

El doctor Hughes miró al doctor McEvoy y frunció su ceño.

– ¿Dos o tres días? ¿Está segura?

– Exactamente -dijo la señorita Tandy -. Hoy es viernes, ¿no? Bueno, la primera vez que lo sentí fue cuando me desperté el martes por la mañana.

El doctor Hughes apretó el tumor suavemente con su mano. Era firme y duro, pero no podía detectar ningún movimiento.

– ¿Le duele? -preguntó.

– Siento como unos pinchazos. Pero eso es todo.

El doctor McEvoy dijo:

– Tuvo la misma sensación cuando yo se lo toqué.

El doctor Hughes dejó caer el cabello de la señorita Tandy y le dijo que podía sentarse derecha de nuevo. Acercó una silla, sacó un trozo de papel de su bolsillo y comenzó a anotar algunas cosas mientras hablaba con ella.

– ¿Qué tamaño tenía el tumor cuando lo descubrió?

– Era muy pequeño. Del tamaño de un guisante, me parece.

– ¿Creció todo el tiempo o sólo en determinados momentos?

– Sólo parece crecer de noche. Quiero decir, cada mañana cuando me despierto es más grande.

El doctor Hughes tomó nota detallada en su trozo de papel.

– ¿Lo siente normalmente, quiero decir, lo siente ahora?

– No parece peor que cualquier otro tipo de bulto. Pero a veces tengo la sensación de que cambia de lugar.

Los ojos de la muchacha eran oscuros y en ellos había más temor del que dejaba traslucir su voz.

– Bueno -dijo ella lentamente -, es como alguien que tratara de acomodarse en la cama. Usted sabe… Como dándose vueltas y después quedándose quieto.

– ¿Con qué frecuencia sucede eso?

Ella parecía preocupada. Podía sentir la preocupación del doctor Hughes y eso la preocupaba.

– No lo sé. Quizá cuatro o cinco veces por día.

El doctor Hughes escribió más notas y se mordió el labio.

– Señorita Tandy, ¿ha notado algunos cambios en su salud en estos últimos días… desde que tiene el tumor?

– Sólo un poco de cansancio. Creo que de noche no duermo bien. Pero no he perdido peso o algo por el estilo.

– Hmm -el doctor Hughes escribió algo más y miró un momento lo que había escrito -. ¿Fuma mucho?

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