Graham Masterton - Manitú

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¿Puede la mente humana proyectar una imagen o sugestionar a alguien, sin importar el tiempo o la distancia? ¿Existe la posesión de espíritus? ¿Es verdad que en nuestra época se dan las manifestaciones de las artes que implican la magia y el espiritismo? ¿Puede ser inmoral crearle daño a otra persona valiéndose de la transmisión del pensamiento para causarle la enfermedad y aun la muerte?
Manitú, uno de los libros más vendidos en España, obra de Graham Masterton, nos da respuesta a más de uno de estos interrogantes, narrándonos la historia más insólita, tan solo comparable con El bebé de Rosemary o El exorcista, tal vez superando estas dos obras en muchísimos cuadros de suspenso, llenos de un terror intenso y escalofriante.

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– ¿Ya terminó todo? -gimió-. ¿Qué sucedió?

– Me temo que haya algunos daños, señora Karmann -le dije-. Las ventanas se rompieron y también algo de su cristalería. Creo que la mesa se rajó. Pero es un corte recto. Quizá pueda hacerla reparar.

– ¿Pero qué fue? -dijo-. ¡Ese rostro!

Amelia movió su cabeza. McArthur había encontrado algunos cigarrillos en una caja de plata y le ofrecía uno. Lo encendió con manos temblorosas y sopló el humo en una larga y temblorosa columna.

– No sé, señora Karmann. No soy tan experta como médium. Pero cualquier cosa que haya sido fue muy poderosa. Habitualmente un espíritu tiene que hacer lo que se le ordena. Ese nos demostró que no le importaba para nada lo que nosotros pensásemos.

– Pero, Amelia -dije-. ¿Esa es la cosa que provocó las pesadillas de Karen Tandy?

Ella asintió.

– Creo que sí. Es decir, es tan fuerte que puede haber causado ciertas vibraciones en este apartamento. Y sospecho que eso es lo que Karen recogió en sus sueños. Cuando estás dormido eres muy receptivo a las vibraciones, incluso las más débiles, y éstas son mucho más fuertes que ninguna con las que me haya encontrado jamás. Aquí hay algo que está poseído por una verdadera fuerza mágica.

Yo encendí un cigarrillo y pensé durante un momento.

– ¿Dijiste mágica? – le pregunté a Amelia.

– Sí. Cualquier espíritu con ese tipo de control sobre sí mismo tiene que ser el espíritu de alguien que conocía lo oculto mientras vivía. Incluso puede ser una persona que aún viva, y puede flotar como un espíritu mientras duerme. Ha sucedido.

– Todo eso son pamplinas -dijo McArthur-. Si yo fuera la señora Karmann devolvería la mesa y me quejaría.

Yo Sonreí. Era bueno tener un escéptico así al lado, incluso si no era una gran ayuda.

– Amelia -dije-, si estás diciendo que lo que vimos esta noche es el espíritu de alguien mágico, entonces hay un nexo interesante. La otra noche estaba leyendo mis cartas de Tarot y todo el tiempo me salía el Mago. No importaba cómo las tirase o las volviera a tirar; siempre terminaba con la misma carta.

Amelia se sacó su largo pelo castaño de sus ojos.

– En ese caso pienso que está bien suponer que quienquiera que esté haciendo esto, esté vivo o muerto, es un mago. O alguien parecido a un mago.

– ¿Un brujo? -sugirió McArthur.

– Puede ser. Parecería como si fuese un africano. No sólo porque la madera era negra, sino por los labios, ¿recordáis?

La señora Karmann se enderezó, aferrando su vaso de brandy.

– Bueno, os diré a qué me recuerda -dijo débilmente-. Me recuerda a uno de esos muñecos de madera de indios que ponen en las cigarrerías.

McArthur castañeó sus dedos.

– ¡Eso es! Un indio. La nariz ganchuda, claro, y los labios, y los pómulos altos. ¡No es un brujo, es un hechicero!

Amelia se iluminó.

– Escuchad -dijo -. Yo tengo algunos libros sobre indios. ¿Por qué no vamos a mi casa y vemos qué podemos averiguar sobre hechiceros? Señora Karmann, ¿piensa que se sentirá mejor?

– Oh, iros -dijo la anciana-. Yo me iré con mi vecina, la señora Routledge, y los padres de Karen llegarán aquí más tarde. Si pensáis que algo de esto puede ayudar a la pobre Karen, cuanto antes lo hagáis, mejor.

– Señora Karmann -dijo Amelia -, usted es un ángel.

– Espero que no durante algún tiempo más -sonrió la señora Karmann-. Durante algún tiempo más, no.

De regreso al desarreglado apartamento de Amelia en el Village, rodeado de libros, revistas, bordados, pinturas, sombreros viejos y la mitad de una bicicleta, recorrimos una docena de volúmenes sobre ciencia india. Sorprendentemente, no había mucho sobre hechiceros, aparte de esas tonterías sobre la magia del búfalo y las danzas de la lluvia y los hechizos para batallas. De los once libros nada nos dio una pista sobre la máscara de la muerte de madera que apareció en la mesa de la señora Karmann.

– Quizás estemos totalmente equivocados -dijo Amelia -. Quizás el espíritu sea de alguien vivo. Quiero decir, una nariz ganchuda no tiene que ser forzosamente india. Podría ser judía.

– Espera un minuto -le dije -. ¿Tienes algunos otros libros de historia o algo que pueda hacer referencias interrelacionadas con indios y hechiceros?

Amelia miró en un par de pilas de libros y apareció con una historia de los colonizadores de Estados Unidos y el primer volumen de un estudio en tres sobre Nueva York. Yo miré los índices buscando todo sobre indios. El libro sobre los colonizadores primitivos no tenía mucho más que las habituales generalizaciones sobre la civilización indígena. En aquellos días la gente se hallaba más interesada en conseguir tierras que en estudiar la cultura indígena de los nativos. Pero el libro sobre Nueva York tenía una ilustración que me dio el mayor indicio desde que había encontrado el barco de las pesadillas de Karen Tandy en la biblioteca.

Ya había visto antes ese dibujo, en los libros de escuela y en los de Historia, pero solamente cuando lo volví a ver aquella noche en el apartamento de Amelia Crusoe me di cuenta de sus implicaciones. Era un grabado esquemático del cabo de una isla. En la playa había una pequeña agrupación de casas, un molino y un fuerte de altas murallas con la forma de una cruz de Lorena. En las afueras de la playa estaban anclados algunos barcos y canoas de diversos tamaños dando vueltas en el fondo.

El mayor de los barcos era idéntico al velero de la pesadilla de Karen Tandy, y el epígrafe señalaba la conexión. Decía: «Antigua vista conocida de Nueva Amsterdam, 1651. El director- general de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales vivió en este pequeño pero importante poblado.»

Le pasé el libro a Amelia.

– Mira esto -le dije-. Es exactamente el barco con el que soñó Karen Tandy, y mira, en esa canoa hay una media docena de indios. Así era Nueva York hace trescientos veinte años.

Ella estudió cuidadosamente el grabado.

– Harry -dijo-, esto podría ser. Esto podría ser exactamente lo que buscamos. Supongamos que hubiese un hechicero indio en Nueva York, o Nueva Amsterdam, hace todos estos siglos, y supongamos que Karen recogió las vibraciones que había en el mismo lugar en el que él alguna vez vivió.

– Exacto -señaló McArthur, rascándose la barba-. Podría haber habido una aldea india en la calle 82 Este. Imaginaos, a veces parece que todavía la hay.

Me senté y estiré mi dolorida espalda.

– Toda esta historia sobre «de boot» entonces encajaría. Este tío era un hechicero en la época en que los holandeses se establecieron en Manhattan, y las únicas palabras que conocería en europeo serían holandesas. «De boot, mijnheer» sería su forma de decir algo sobre el barco. Y a juzgar por el sueño de Karen tenía miedo del barco. Ella me dijo que le parecía como un barco extranjero, algo como que viniese de Marte. Y me imagino que eso es exactamente lo que les parecería a los indios.

Amelia encontró un cigarrillo en un paquete arrugado y lo encendió.

– ¿Pero por qué es tan maligno? -preguntó -. ¿Y qué tiene que ver eso con el tumor de Karen? Quiero decir, ¿qué tiene que ver el tumor con cualquier cosa?

Inesperadamente, McArthur dijo:

– Lo encontré.

Había estado mirando una gran y polvorienta enciclopedia y marcó la página y me la pasó.

– Hechiceros -leí en voz alta-, a menudo eran magos poderosos a los que se suponía capaces de actos sobrenaturales extraordinarios. Se creían inmortales, y si se los amenazaba, podían destruirse a sí mismos bebiendo aceite hirviendo, y podían volver a nacer en cualquier tiempo o lugar en el futuro o pasado incrustándose en el cuerpo de un hombre, mujer o animal.

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