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Graham Masterton: La Pesadilla

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Graham Masterton La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella. La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente. Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada. Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Lo único que tengo que hacer es oprimir el mango de las cizallas y este pobre hombre que está sufriendo descubrirá en un instante qué se siente cuando, por ejemplo, un camión de treinta toneladas te pasa por encima de la cabeza.

– ¡Por el amor de Dios, basta ya! -le dijo John con una voz que más bien era un gemido. Ya no le quedaba más energía para luchar, no le quedaban más fuerzas.

El hombre alzó la cabeza y se puso a escuchar el viento, el océano y las sirenas que se acercaban.

– Tiene usted razón -dijo-. Estoy actuando con demasiada lentitud, ¿no es cierto?

Y entonces, con la mayor naturalidad, tiró de la palanca del mango de las cizallas. John vio cómo se tensaban los cables hidráulicos. Las gruesas hojas del pico de loro de acero se cerraron sin ninguna vacilación sobre el casco de Frank. Se oyó un crujido agudo y quebradizo, y todo el contenido de la cabeza de Frank salió despedido contra el tablero de mandos del helicóptero como cuando se arroja al fregadero un puñado de viscosas tripas de pescado. John sólo alcanzó a verlos una fracción de segundo antes de que cayeran al suelo y desaparecieran de su campo visual, pero aquella fracción de segundo le bastó para distinguir el tejido blanco y brillante del cerebro y algunos coágulos de músculos ensangrentados, así como unos cuantos fragmentos de la mandíbula inferior, todo ello entrelazado con varias membranas filosas.

El hombre hizo una pausa, y luego sacó las hojas cortantes, dejando el casco de Frank con una extraña forma de óvalo roto, como dos platos soperos apretados uno contra otro. Le dio unas palmadas en el hombro a Frank y dijo:

– Vamos, hombre, que no hace falta ir por ahí con la cara por el suelo.

Luego soltó un silbante resuello asmático que, incluso en su agonía, John pudo interpretar como una carcajada.

El hombre volvió a pasar salvando obstáculos hasta la cabina de pasajeros. Miró primero a Dean, luego a Eva, a Sissy, y por último a John.

– Escuche -le dijo John en un susurro-, puede usted tener lo que quiera. Puede tener todo el dinero que quiera usted pedir. Un millón de dólares. Soy rico, tengo muchas acciones. No le delataré y no le diré a nadie lo que ha pasado.

El hombre sorbió por la nariz.

– Está usted equivocando la cuestión, señor O'Brien.

– Bien, ¿y cuál es esa maldita cuestión?

– ¿No sabe usted cuál es ese maldito punto? ¿Por qué no intenta pensar en ello? Usted es un hombre de muchas luces. -Se golpeó la frente con un dedo-. Tiene usted todo lo que hace falta aquí arriba. Mientras tanto, mientras usted delibera, continuemos.

Se abrió paso entre ellos hasta situarse agazapado sobre Dean. John intentó casi sin fuerzas agarrar el impermeable negro de aquel hombre, pero sin previo aviso, el individuo se dio la vuelta rápidamente y le propinó a John una bofetada del revés con los dedos flojos en una de las mejillas. John se quedó totalmente quieto, casi ciego de dolor.

El hombre se volvió otra vez hacia Dean.

– Vamos ya, amigo -le dijo-, vamos a liberarte las piernas. Todo saldrá bien.

Dean lo miraba fijamente, sin comprender. Estaba sentado de espaldas a la cabina del piloto y no había podido ver lo que le había hecho a Frank.

El hombre abrió las hojas del pico de loro y las colocó a ambos lados del muslo derecho de Dean, que estaba doblado hacia atrás, contra el chaleco. Le sonrió a Dean directamente a la cara, y éste le devolvió la sonrisa.

«Dios mío -pensó John-, va a cortarle la pierna derecha a Dean.»

Dean levantó una mano y la colocó sobre el hombro de aquel individuo.

– Me duelen las piernas -le dijo en un susurro.

– No por mucho tiempo, se lo prometo -lo tranquilizó el hombre; y comenzó a apretar la palanca del mango de las cizallas. Con un crujido suave, treinta toneladas de cortante fuerza hidráulica atravesaron la pierna derecha de Dean. El hombre abrió las hojas y levantó las cizallas.

El organismo de Dean sufrió una impresión tan tremenda que al principio no comprendió lo que había ocurrido. Al fin y al cabo seguía sentado en su asiento y seguía teniendo las piernas allí, justo delante de él, aunque los pantalones de lino color beige de pronto se le inundaron de sangre. Miró hacia arriba, hacia el hombre, con la boca abierta, y tartamudeó:

– ¿Qué…? ¿Qué…?

Pero el individuo se limitó a sonreír; luego ajustó las hojas sobre el muslo izquierdo de Dean, y apretó, y cortó la piel, los músculos y el hueso con el mismo esfuerzo con que se corta el queso con galletas.

Dean se puso a gritar, pero el hombre le dio una bofetada en la cara y le dijo:

– ¿Por qué gritas? Eres libre para irte. No tienes más que saltar de ese asiento y marcharte.

Tras haber dicho eso, le dio a Dean un diestro empujón con la mano abierta; Dean cayó de bruces desde el asiento con los dos ensangrentados muñones de las piernas agitándose en el aire como alguien que estuviera haciendo juegos malabares con dos cuartos de carne de buey recién cortados. La sangre salió a borbotones hacia todas partes; dos densos chorros arteriales que salían proyectados en todas direcciones mientras Dean se retorcía, forcejeaba y chillaba en el suelo de la cabina. Un Dean que no era más que un tronco humano con dos brazos que azotaban el aire, mientras las piernas cercenadas permanecían pulcramente una junto a la otra en el asiento lleno de sangre.

El hombre apartó a Dean de una patada. Éste tenía la cabeza en parte empotrada debajo del asiento, al lado de sus propios zapatos, y se quedó allí tumbado, tiritando entre espasmos y muriéndose ante los ojos de John. El hombre se dio la vuelta lentamente hacia Eva, que permanecía en silencio ahora, pero John le tenía cogida la mano y podía notar cómo temblaba, cómo se estremecía literalmente de la cabeza a los pies.

– No me mate -le rogó.

El hombre hizo un movimiento negativo con la cabeza.

– Si usted quiere, rezaré por su alma. Pero es todo lo condescendiente que estoy dispuesto a ser.

John sollozaba abiertamente. Era incapaz de contenerse.

– ¡No la toque, por favor! Yo la amo, no la toque.

Pero el hombre le dijo a Eva:

– Tengo que averiguar de qué están hechas las damas como usted, ¿no lo comprende?

Abrió el pico de loro de las cizallas todo lo que daban de sí. Luego forzó la hoja inferior por entre las piernas de Eva, moviéndola obscenamente de un lado a otro para asegurarse de que penetraban lo más profundamente posible. Las hojas tenían dientes en los bordes interiores y en los exteriores, y éstos le rasgaron la falda a Eva, le rompieron las medias y engancharon el asiento de cuero. El hombre dirigió la punta de la hoja superior hacia el interior de la chaqueta de color amarillo pálido que llevaba Eva, justo por debajo de las costillas.

Eva apretó la mano de John en un espasmo de terror. Estaba tan asustada que ni siquiera podía gritar. John clavó la mirada en aquel hombre y dijo con la voz más mortal y amenazadora que fue capaz de pronunciar:

– Sea quien sea, se Ib advierto. Si tan sólo se atreve…

Pero eso fue todo lo que logró decir. Sabía que aquel hombre iba a hacerlo dijera lo que dijese. Cualquier amenaza era inútil. Cualquier súplica de piedad sólo serviría para añadir humillación a lo que ya era una absoluta pesadilla. El hombre le dirigió a John una mueca de fingido pesar. Luego apretó el mango de las cizallas y las hojas desaparecieron dentro del vientre de Eva, partiéndole por la mitad la pelvis y abriéndole el estómago como si fuera un maletín color carmesí. Los grasientos intestinos cayeron y resbalaron suavemente sobre el regazo de Eva, pero lo único que ésta pudo hacer fue mirarlos fijamente, presa del más completo horror, perpleja al ver que así era como se veía ella por dentro.

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