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Graham Masterton: La Pesadilla

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Graham Masterton La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella. La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente. Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada. Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– ¿Es éste el grupo del señor O'Brien?

– Yo soy John O'Brien. Ésta es mi familia. Vamos, por favor, sáquenos de aquí cuanto antes.

El hombre se entretuvo un poco más examinándolo todo, desde el techo hasta el suelo.

– Va a ser necesario utilizar cizallas -anunció tras pensar unos instantes, como un pintor de casas que intentase decidir qué color de pintura había que utilizar.

– Haga lo que sea -le pidió John-. Pero hágalo ya.

Podía notar cómo la sangre le caía por la comisura de los labios y le goteaba en el cuello de la camisa. Tosió, e inmediatamente deseó no haberlo hecho, porque sintió un tremendo dolor y la boca se le llenó todavía más de sangre.

El hombre sacó con cuidado la cabeza por el marco de la ventanilla y desapareció otra vez inmerso en la luz del sol. Eva le tiró a John de la manga y le preguntó:

– ¿Qué pasa? ¿Qué hace? ¿Podrá sacarnos de aquí?

– Tiene que cortar algunas cosas para sacarnos.

– Oh, Dios mío, me duelen las piernas, John. No puedo soportarlo. Oh, Dios, ¿dónde están los sanitarios?

Dean no decía nada. Tenía los ojos vidriosos y las mejillas se le habían puesto de color gris. Respiraba entrecortadamente, como a pequeños sorbos dolorosos. Esperaron en lo que pareció una agonía interminable. ¿Adonde habría ido ahora aquel hombre? ¿Qué estaría haciendo? ¿Por qué no intentaba sacarlos ya? ¿Y dónde estaban los demás bomberos? ¿Y los sanitarios? ¿Dónde estaban los goteros, las máscaras de oxígeno y la anestesia?

John cerró los ojos y comenzó a pensar que probablemente iba a morir. Y cuando cerró los ojos se dio cuenta de la presencia del «señor Hillary», que estaba allí, esperando y vigilando, muy, muy al fondo de su cerebro, como un escarabajo gris que esperara inmóvil dentro de una nuez hueca, aunque dispuesto a salir precipitadamente al menor contratiempo.

«Así que estás aquí, hijo de puta -pensó-. Estuviste aquí al principio y ahora estás aquí al final. Sólo espero que cuando yo muera, tú mueras también conmigo. Casi valdrá la pena.»

John empezó a sumirse en la inconsciencia, como si estuviera deslizándose por una pendiente grasienta y gris hacia las aguas también grasientas y grises de un canal silencioso.

Quizás fuera mejor dormirse. Si estuviera dormido, aquel dolor de los tobillos se desvanecería, y él se encontraría de pie ante el Tribunal Supremo prestando juramento, y todo lo que había ocurrido aquella mañana no sería nada más que un sueño.

Pero, bruscamente, el aire de la mañana se vio sacudido por un estruendo fuerte y rasposo, más fuerte que el de una motocicleta al arrancar. Casi inmediatamente, el hombre reapareció por la ventanilla; llevaba unas enormes cizallas de acero, muy brillantes, que parecían la parodia grotesca del pico de un loro gigante.

– ¿Qué es eso? -le preguntó John-. ¿Qué demonios es eso?

Con un siseo hidráulico, aquel pico de loro se abrió lentamente y puso de manifiesto varias hileras de dientes de acero en forma de sierra. El hombre miró a John y sonrió sin decir nada. Luego, con lacónica pericia, colocó la punta de las cizallas sobre la esquina inferior del marco de la ventanilla y torció la palanca del mango. Las cizallas cortaron el marco con el mismo ruido que hace una lata de cualquier bebida al aplastarse y retorcerse. Después, el hombre sacó aquella especie de pico de loro, lo colocó más abajo y volvió a torcer la palanca del mango. Estuvo cortando una y otra vez, y en menos de un minuto, todo aquel costado del fuselaje del helicóptero estuvo abierto de par en par, de manera que la cabina se llenó de viento y de la luz del sol.

El hombre saltó al interior de la cabina, entre ellos, con las cizallas levantadas en la mano izquierda.

– Han tenido suerte de aterrizar aquí, señor O'Brien -le dijo-. Están justo en la punta de Sagamore Head, junto a la playa de Nantasket. Si hubieran caído sólo veinte metros antes, lo más seguro es que ya se habrían ahogado.

John se estremeció; rechinó los dientes e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– ¿Tardará usted mucho? Saque primero a mi hija, y luego a mi esposa.

– Bien, ya veremos cómo están las cosas -le dijo el hombre. Luego le dedicó a John una sonrisa torcida y desigual-. Pero no tardaremos nada.

– Por favor, apresúrese -le suplicó John.

Dean empezó a quejarse y a toser.

– Primero vamos a echarle un vistazo al piloto -sugirió el hombre. Agachó la cabeza y se abrió paso hasta la cabina arrastrando el cable hidráulico tras de sí. Examinó la cara de Frank y le palmeó las mejillas-. Sigue vivo -anunció-. Aunque no por mucho tiempo. Y debe de estar sufriendo terriblemente. Vaya, vaya, tendría que verle usted las piernas, señor O'Brien. Están totalmente aplastadas, las tiene hechas papilla. -El hombre se quedó mirando pensativamente a Frank durante unos momentos. A John le resultaba imposible adivinar qué podría estar pensando detrás de aquellas minúsculas gafas oscuras-. Odio ver sufrir a la gente -dijo por fin-. ¿Y usted, señor O'Brien? ¿No odia ver sufrir a la gente?

La visión de John estaba emborronada de colores escarlata y gris. Asintió con un convulsivo movimiento de cabeza. Cualquier cosa con tal de acabar con todo aquello. Cualquier cosa con tal de sacar de allí a Eva y a Sissy.

– Vamos, pues -dijo el hombre. Levantó las cizallas de pico de loro y las colocó cuidadosamente a ambos lados del casco rojo y blanco de Frank-. Mire esto y le traerá suerte. Casi encaja perfectamente. Estas hojas cortantes tienen una apertura de doscientos sesenta y siete milímetros y el casco no debe de tener más de doscientos sesenta y tres.

John se quedó mirándolo. Le resultaba difícil enfocar la mirada con precisión.

– ¿Qué hace? -le exigió a través de una crepitante bocanada de sangre.

– ¿Ha oído usted alguna vez eso de sacar a la gente de su infortunio? -quiso saber el hombre-. Vamos, hombre, usted es abogado; y uno de los mejores. Debería saberlo todo acerca de la clemencia. Como «la cualidad de la clemencia no es forzada, cae como una suave lluvia del cielo».

– ¿Qué demonios está haciendo? -le preguntó John con una voz que parecía un bramido.

Ahora oía muchísimas sirenas; y se encontraban mucho más cerca, por lo que le proporcionaron una renovada esperanza de que todos saldrían de allí con vida. Pero, sencillamente, no comprendía a aquel excéntrico de hablar despreocupado, ataviado con aquellas gafas oscuras y que llevaba unas cizallas semejantes al pico de un loro gigante.

El hombre levantó las cizallas como si le hubiera leído el pensamiento a John.

– Éstas son unas cizallas Holmatro 2009U para metales de gran grosor. Se utilizan para tareas generales de salvamento -le explicó como si estuviera contándole a un niño pequeño cómo funciona un tren de juguete-. Pueden cortar una barra de acero de veinticinco milímetros de diámetro, y también láminas de metal pesado. Son de fabricación holandesa, pero las utilizan los bomberos en todo el mundo porque son las mejores que hay. Las Mandíbulas de la Vida, así es como las brigadas de salvamento suelen llamar a estas cizallas. Sin embargo, lo que más va a interesarle a usted es que estas hojas que ve aquí tienen una fuerza de corte de… bueno, ¿adivina de cuánto?

– Por el amor de Dios, sáquenos de aquí de una vez -le pidió John. Veía que Sissy estaba empezando a parpadear, y se puso a rezar para que su hija no recuperase el sentido y así no empezara a sentir el dolor.

– De treinta toneladas -continuó diciendo el hombre al tiempo que esbozaba una maliciosa sonrisa de triunfo-. De treinta aterradoras toneladas.

– ¿Qué? -preguntó John confuso.

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