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Graham Masterton: La Pesadilla

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Graham Masterton La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella. La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente. Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada. Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Control Logan, aquí helicóptero Justicia Tres -comenzó a decir Frank con voz lenta y monótona-. Rumbo sesenta grados este-nordeste sobre Riverdale, altitud trescientos metros, duración estimada del vuelo ocho minutos quince segundos.

Estaban volando a escasa altura por encima de la autopista uno y de los brillantes bloques rectangulares del Centro Médico VA, y podían ver cómo la sombra del helicóptero saltaba y correteaba debajo de ellos.

– ¿Qué opinión le merece a usted? -le preguntó John-. Me refiero a lo del Post.

Dean se inclinó hacia adelante y dijo:

– Mi opinión, después de meditarlo detenidamente, es que debería usted negarse a cooperar. Y si quieren saber por qué, dígales que será por sus futuras deliberaciones en el Tribunal Supremo por lo que deberán juzgarlo a usted, no por sus antiguas intervenciones como abogado. Es posible que el derecho se funde en los precedentes, pero el derecho avanza, y usted precisamente va a ser el hombre que lo haga avanzar.

John le dirigió una sonrisa irónica.

– Creo que eso es precisamente lo que preocupa a la mayoría de mis críticos.

– Bueno, eso seguro -repuso Dean-. Pero sólo tiene usted que recordar lo que dice al respecto el juez decano Charles Evans Hughes: «La Constitución no es ni más ni menos que lo que los jueces dicen que es.» Y ahora usted es uno de esos jueces.

– Estoy a punto de ser uno de esos jueces -lo corrigió John.

– Siempre serás un detallista -apuntó Eva; y le apretó todavía más la mano.

– ¡John Travolta! ¡Apenas puedo esperar…! -dijo Sissy.

Iban volando por encima de los límites del condado de Norfolk cuando, sin previo aviso, el helicóptero pareció estremecerse y dio un tirón a estribor. Eva sofocó un grito y Sissy dejó escapar un chillido. John preguntó alzando la voz:

– ¡Frank! ¿Qué demonios pasa?

– No es más que una ligera anomalía del motor, nada que yo no pueda solucionar -le contestó Frank desde su sitio. Durante unos instantes dio la impresión de que estuviese en lo cierto. El helicóptero continuó volando hacia adelante a gran velocidad, aunque los turboejes chirriaban y traqueteaban de un modo diferente de como lo habían hecho hasta entonces.

– ¿No le parece que sería conveniente aterrizar? -le gritó John.

Pero antes de que Frank pudiera contestar, se escuchó un ensordecedor chirrido producido por engranajes metálicos al chocar unos con otros, y el helicóptero cayó con el morro hacia arriba seiscientos u ochocientos metros en una encabritada e incontrolada espiral. A John le pareció que el estómago se le había quedado en algún lugar allá arriba, en el cielo. Apretó con fuerza el brazo de su asiento y buscó la mano de Eva. Justo enfrente de él vio el rostro de Sissy, que tenía los músculos de la mandíbula rígidos a causa del terror, y la boca se le inundó de café templado y venenosa bilis. Creyó oír que Eva le gritaba algo, pero el helicóptero no paraba de dar sacudidas y de rugir con tanto estruendo que era imposible saberlo con certeza.

Justo cuando John creía que iban a estrellarse contra el suelo, Frank se las arregló para estabilizar la cola del helicóptero y ladear los rotores, de manera que consiguió ganar unos cuantos y desesperados metros de altitud. De todos modos, el fuselaje se puso a vibrar implacablemente, salpicado por un sonido profundo y desigual, al tiempo que un denso humo marrón comenzaba a filtrarse por las ventanas.

– ¡Jesús, Jesús, Jesús! -gritaba Dean con la boca tensa hacia atrás como la de un sapo.

– ¡Vamos a estrellarnos! -chilló Sissy-. ¡Papá, vamos a morir!

John, impotente y aterrado, bramó en la nuca de Frank:

– ¡Frank! ¿Me oye, Frank? ¡Por amor de Dios, aterrice de una vez!

Eva le apretaba la mano a John con tanta fuerza que le clavaba el anillo de boda en un nervio; pero él casi se alegraba de aquel dolor, porque le indicaba que continuaba vivo; y que mientras estuviera vivo seguía teniendo alguna oportunidad de sobrevivir.

Vacilante, mareado, John se esforzó por escudriñar a través de los chorreos casi transparentes de aceite marrón que caían por las ventanas, en un intento de averiguar dónde se encontraban. Le pareció reconocer el lago Jamaica Pond, y luego el parque Franklin. Se dio cuenta de que estaban girando hacia el este, en un círculo lento y amplio, en dirección al mar, hacia la bahía Quincy, con toda probabilidad. Vio edificios, zonas de agua brillante, árboles, y luego la oscura cinta de asfalto de la autopista del Sudeste. El helicóptero se agitaba arriba y abajo como un ballenero de Boston entre olas agitadas. El rugido y el rechinar de los motores era tan fuerte que, aunque sobreviviera, John no creía que pudiera volver a oír nada de nuevo.

Eva se aferraba a él, le cogía la chaqueta, le cogía el brazo. Sissy se agarraba con fuerza al brazo de Dean, y éste miraba a John presa del pánico, mientras una mancha oscura se le extendía por la entrepierna del traje de lino. John trató de gritarle algo a Frank otra vez, pero el piloto se debatía por la supervivencia en un infierno propio, pequeño aunque ensordecedor, y no tenía tiempo para nada más.

Ahora volaban ya tan bajo que John podía distinguir a la gente en las calles y playas situadas por debajo de ellos; todo el mundo se protegía los ojos haciendo visera con la mano y se daba la vuelta para seguir con la vista al helicóptero que traqueteaba y tartamudeaba por encima de sus cabezas. Observó que algunas personas corrían temerosas de que el aparato fuese a estrellarse justo sobre ellos. No acababa de creer que todavía estuvieran en él aire. Volaban a una altura inferior a la de los tejados y los tendidos eléctricos, pero se las arreglaron, dando bandazos, para conseguir elevarse unos cuantos metros más y cruzar la línea gris y arenosa de la playa Wollaston, de modo que se encontraron volando sobre las aguas astilladas de sol de la bahía Quincy.

A través de la ventanilla empañada de aceite, John distinguió las velas de algunos yates, que brillaban como sábanas recién lavadas. Durante unos instantes estuvo convencido de que finalmente lo conseguirían, de que Frank, el piloto, iba a arreglárselas para conseguir posarse suavemente en el mar, y de que todo iba a acabar bien.

Se inclinó hacia adelante, le cogió también una mano a Sissy, y dijo:

– Vamos a conseguirlo, ya lo veréis. Vamos a conseguirlo. Conseguirá aterrizar en la bahía, y seguro que salimos bien parados de ésta.

Dean no era capaz de hacer nada que no fuera mirarlo fijamente, lleno de horror, y abrir y cerrar la boca. John se volvió hacia Eva, pero ésta se apretaba el rostro con la mano derecha y parecía estar rezando.

John también se puso a rezar. «Dios mío, salva a mi familia de la muerte. Aunque sólo sea por esta vez, Dios mío, permítenos vivir a todos.»

Los turboejes del helicóptero Sikorsky emitieron un último ruido, tan espantoso como el bramido de un toro al que estuvieran arrancándole las entrañas, y luego, simplemente, cayó. Dio en el agua a una velocidad de más de ciento cincuenta nudos, y John sintió que algo se le clavaba con fuerza en la. espalda. Eva lanzó un grito tan agudo y sobrenatural que él pensó durante una fracción de segundo que lo había producido el metal al rasgarse, y que todo el fuselaje estaba partiéndose en dos. Luego, el helicóptero dio un brinco y fue a chocar con algo mucho más duro que el mar, a pesar de que la ventanilla del lado de John se abrió violentamente y una lluvia de agua salada le salpicó la cara.

¡Jesús! ¿Es que aquello no dejaría nunca de rebotar, de estrellarse, de rodar y de dar saltos? Vio el mar, la luz del sol, la viva imagen del terror que era la rosada cara de Sissy, el borrón tembloroso del brazo izquierdo de Dean. Y durante todo el tiempo, Eva no dejaba de gritar:

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