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Graham Masterton: La Pesadilla

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Graham Masterton La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella. La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente. Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada. Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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El rugido del helicóptero se hizo más fuerte; y un par de minutos después, cuando las cucharillas de café de plata antigua comenzaron a vibrar en los platos, sintieron que pasaba justo por encima de la casa.

– Llega antes de tiempo -comentó Eva-. Sólo son las once menos cuarto.

Sissy, su única hija, que contaba catorce años, entró entonces en la sala; llevaba puesto un traje amarillo pálido que hacía juego con el de su madre. Se parecía mucho más a ésta que a su padre, pero John le había conferido a las facciones de la madre una cierta amplitud y generosidad, de modo que la belleza de la muchacha no resultaba tan afilada. Tenía el pelo rubio y lo llevaba cortado a lo garçon, muy alto por detrás, y lucía unos pendientes enormes de cristal y plata hechos a mano en Rio Bahio, en la avenida Commonwealth. Se había rociado más que generosamente con su perfume favorito, L'Insolent, y cualquiera habría calculado que tenía dieciocho años.

– Dios mío, ese ruido se mete hasta el mismísimo fondo del cerebro -se quejó Sissy mientras el helicóptero revoloteaba sobre la zona de césped que había al sur; el motor resonaba y los rotores silbaban. Finalmente hizo algo parecido a una reverencia y se posó en la hierba.

– Al menos no hay que conducir -observó John.

– ¿De verdad tenemos que quedarnos en Washington tres días completos? -preguntó Sissy-. Allí hace mucho calor; y seguro que va a ser muy aburrido.

– No seas ridicula, Sissy, querida -le dijo Eva-. Tenemos un montón de cosas que hacer: fiestas, recepciones, conferencias de prensa. No sucede cada día que a un hombre de la edad de tu padre lo nombren juez del Tribunal Supremo.

– Gracias a Dios -repuso Sissy.

John se puso en pie.

– ¿Quieres quedarte en casa? -le preguntó a Sissy con engañosa suavidad en la voz-. Si quieres quedarte en casa, adelante, quédate. No me importa; la decisión es tuya. -Sissy hizo un puchero y permaneció en silencio. Conocía a su padre lo suficientemente bien como para saber lo que iba a venir a continuación: una regañina moralista y superaburrida-. Puedes quedarte en casa, pero piénsalo bien primero. Con ello herirías mis sentimientos, de eso puedes estar segura, y también los de tu madre. Pero es que hay mucho más. Estarías dándole la espalda a una de las ceremonias más importantes que este país puede ofrecer: el juramento de un hombre comprometiéndose a deliberar y a dar su opinión en todas las cuestiones constitucionales del país. Lo que es la verdadera alma y el verdadero corazón de la vida americana.

– De acuerdo, iré -convino Sissy-. Seguro que lo pasaré bien, ¿vale? Sólo estaba bromeando.

John dejó la taza de café y se sacudió de la manga una mota imaginaria.

– Al parecer no te das cuenta de la importancia del Tribunal Supremo, de su carácter de órgano único.

– Iré, ¿de acuerdo? -repitió Sissy.

– En los últimos cuarenta años es posible que el Tribunal Supremo haya tenido más influencia en la vida de los americanos que toda la legislación que ha salido del Congreso junta.

– ¡Iré! -dijo Sissy casi en un aullido y con fingida desesperación-. ¡No tienes que decir nada más! ¡Iré!

Newton, el mayordomo, corría por el césped pulcramente cortado con las piernas dobladas a causa del peso del equipaje que cargaba: seis maletas y dos sombrereras. John se acercó a la puerta, se quedó mirándolo y pensó, divertido, que el hombre parecía Bill Cosby imitando a Groucho Marx. El helicóptero Sikorsky blanco y gris se encontraba agazapado al sol, con los rotores bajados. El piloto, que llevaba puesto un mono azul claro, estaba charlando con un joven de gafas ataviado con un traje de lino muy arrugado, a quien John reconoció como Dean McAllister, un nuevo ayudante de gran talento del departamento de Justicia.

En cuanto John, Eva y Sissy hicieron su aparición en el porche, Dean le propinó al piloto una rápida palmada en el hombro y se dirigió apresuradamente hacia ellos. Tenía el cabello del mismo color que la arena, y era un hombre gordo y pecoso. El fiscal general solía referirse a él llamándolo Jelly-Bean McAllister, porque el color rosado de la cara del joven era exactamente igual que el de los caramelos Jelly Bellies con sabor a sandía.

– ¡Enhorabuena, señor! -le felicitó Dean al tiempo que le estrechaba la mano a John-. ¡Y enhorabuena también a usted, señora O'Brien! ¡Qué gran día! ¡No puedo expresarlo mucho que nos alegramos por ustedes!

– Ojalá el presidente se alegre la mitad que ustedes -dijo John sonriendo con alegría.

– ¡Bueno! -exclamó Dean-. Hasta al presidente no le queda más remedio que reconocer el oro de veinticuatro quilates cuando lo tiene delante de las narices. -Luego se dirigió a Sissy. y añadió-: Vas a pasártelo en grande esta noche. Los Beaumont dan una fiesta de despedida para Clarissa, y tú estás invitada. ¿Adivinas quién va a asistir a la fiesta? ¿Te creerás si te digo que… va a ir John Travolta?

Sissy levantó lentamente la nariz.

– ¿John Travolta? ¡Debe tener más de ochenta años!

Todos se echaron a reír. Luego Dean continuó hablando.

– De todos modos, estás invitada, aunque vayan también algún que otro vejestorio. Bueno, ¿estamos todos listos? Está previsto que el vuelo despegue a las once y veinticinco, y eso nos deja tiempo de sobra si salimos ahora mismo.

– Claro, ya estamos listos -dijo John. Se volvió hacia Newton, que estaba detrás de él enjugándose la frente con un pañuelo doblado-. Newton, ¿se asegurará usted de que Jimmy se ha enterado de que tiene que cambiarle las herraduras a ese rucio? Y vigile de cerca a los que vienen a limpiar la piscina. La última vez dejaron todos los filtros embozados.

– Muy bien, señor. Que usted y la señora O'Brien tengan un buen vuelo.

Se encaminaron hacia el helicóptero. El piloto les dirigió un saludo militar y luego les tendió la mano.

– Mucho gusto, señor. Me llamo Frank Coward. Bien venidos a bordo.

Frank era un hombre bronceado y curtido, con la nariz hendida en la punta y sin un gramo de carne de más. Llevaba unas impecables gafas de sol de lentes verdes en las que John no consiguió ver más que su propia imagen curvada y los blancos pilares del porche que estaban situados detrás de él. Una larga cicatriz blanca bajaba por la parte interna del brazo izquierdo de Frank, que llevaba en la solapa una pequeña insignia de esmalte en la que se leía: «Semper Fi US Marines.»

– No tardaremos más de diez minutos en llegar a Logan, señor -añadió-. De modo que relájense y disfruten del vuelo.

Cerró la puerta del helicóptero y caminó encorvado hasta el asiento del piloto, donde se acomodó, se puso los auriculares rojos y blancos y empezó a realizar con destreza las comprobaciones previas al vuelo, manteniendo el brazo de la cicatriz levantado para poder accionar los mandos de los paneles situados en el techo. John y Eva se habían sentado uno al lado del otro y estaban abrochándose los cinturones de los asientos de piel gris, mientras Sissy y Dean se instalaban frente a ellos.

– Han llamado del Post -les dijo Dean-. Al parecer tienen interés en llevar a cabo un análisis a fondo de todos los casos que usted defendió en el pasado, así como de todo el trabajo que realizó para Griffin Bell. Sobre todo de aquella legislación escolar.

Y entonces habló Frank:

– Señoras y señores, ya estamos a punto. Sujétense bien.

Y encendió los dos turboejes. Los motores del helicóptero martillearon y los rotores empezaron a dar vueltas. John le apretaba la mano a Eva mientras iban elevándose poco a poco sobre el césped, y casi inmediatamente empezaron a inclinarse y a girar en dirección al río Charles. Vieron girar a sus pies los corrales, toscamente sesgados, de los caballos; luego una panorámica inclinada de la casa, con la hiedra resplandeciente y los tejados de tejas rojas; y finalmente el río, brillante como oro derretido, y tan brillante que los deslumhraba.

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