No se le podía reprochar. Había contemplado cómo disparaban al pequeño Toussaint delante de sus propios ojos. Él no había visto el cuerpo, pero sí el cochecito, una carcasa destrozada con un colchón de espuma hecho jirones, empapado en sangre de tal manera que parecía una tarta de cabello de ángel de fresa. Un médico blanco le había dicho algo en voz tan baja que no había podido entenderlo. Pero luego un enfermero negro le había repetido las palabras del médico con horrible claridad.
– Nadie hubiera podido sobrevivir nunca a aquel disparo, ni siquiera Mike Tyson. Lo único que podemos decir es que no se enteró de nada. De nada en absoluto.
– ¿Ningún dolor? -le había preguntado Patrice; y el enfermero había movido con énfasis la cabeza de un lado al otro negando, y aquello había sido lo peor de todo. A Toussaint tenían que haberlo herido de una manera tremenda para que el enfermero estuviera tan seguro al respecto. Patrice se había marchado y una vez en el aparcamiento del hospital había estado aullando, chillando y llorando como un lobo herido.
Aquella noche había estado corriendo con aquellas largas piernas suyas histérica e incansablemente por las calles de la Combat Zone, rompiendo parabrisas de automóviles con un bate de béisbol de aluminio, arrojando ladrillos y adoquines rotos y ayudando a las multitudes enloquecidas y vociferantes a volcar camiones. Los focos de los helicópteros habían serpenteado por las calles, y había habido un momento, poco después de medianoche, en que la calle Seaver se había visto inundada de gas lacrimógeno. Patrice, a punto de asfixiarse, lo había encontrado estimulante, un alto punto de tensión natural. ¡Termina tor! ¡Soldado Universal! ¡New Jack City! Los rifles habían resonado en la oscuridad y las balas habían rebotado por todas partes. De todos los apartamentos salía una música palpitante y martilleante, música que era como un grito de guerra: «¡Esto es, hermano, esto es la revolución!» Se habían roto lunas de escaparates, y los vidrios habían tintineado como el repiqueteo de campanas discordantes. Algunos jóvenes se habían metido entre el humo y la oscuridad y habían salido acarreando cámaras de vídeo, bambas Adidas, batidoras eléctricas, montañas de comPact-discs y todas las cazadoras de cuero que eran capaces de transportar. Hermanos de cara terrible habían arrancado con Palancas las rejas de seguridad que protegían los escaparates de las tiendas de licores, y luego se habían desbocado por entre los estantes, robando todo lo que podían y haciendo añicos lo que no podían llevarse. El whisky había corrido en riachuelos por las aceras y el vodka se había colado por las alcantarillas. También habían irrumpido en la lavandería de la plaza Seaver, habían arrancado las lavadoras y las habían lanzado a la calle. En medio de aquella gozosa rabia incontrolable, incluso habían prendido fuego a sus propios edificios de apartamentos y a sus propios automóviles, y habían roto miles y miles de ventanas.
Aquella misma mañana, por televisión, el alcalde había afirmado: «No alcanzo a comprender la mentalidad de unas personas que expresan sus sentimientos de injusticia social destruyendo su propio vecindario.»
Pero Patrice sí que lo comprendía. Patrice sabía que lo que querían era derribar todo lo que la historia en América los había forzado a ser. Patrice sabía lo oprimidos que se sentían, lo pobres que se sentían, lo impotentes y agotados que se sentían pasando la vida en aquel pobre suburbio de una próspera ciudad del hombre blanco. Patrice sabía que ellos querían volver a ir desnudos y libres, que necesitaban respirar, que necesitaban danzar. Patrice sabía que querían construir su propia civilización, desde el mismo principio si era necesario. Habían destruido el vecindario, sí, pero no estaban destruyendo su propio vecindario. Estaban destruyendo el vecindario que los blancos creían que era conveniente para ellos.
Patrice tenía treinta y tres años; había sido boxeador y su cuerpo, que había sido duro y ágil, empezaba a ablandarse por la edad y la falta de entrenamiento habitual. Llevaba el pelo casi afeitado, con la parte de arriba plana y los costados de la cabeza muy cortos, pero tenía el rostro lo bastante atractivo y fuerte como para poder llevar aquel corte de pelo. Le habían roto la nariz en dos ocasiones, pero seguía teniéndola recta, y aunque tenía las cejas abultadas por los constantes puñetazos, no ocultaban el brillo y la oscura intensidad de sus ojos. El boxeo lo había convertido en un héroe del barrio. En 1986 había vencido por fuera de combate a Gary Montana, el Relámpago, en el quinto asalto en medio de chorros de sangre y sudor. Había salido por televisión, y se había dicho para sus adentros: «Ya está: la fama, la fortuna.» Pero luego había descubierto el libro de Matthew Monyatta, Identidad negra, y de la noche a la mañana se había convertido en revolucionario activo, en un luchador en las calles, en un negro con una actitud tan feroz que incluso los periodistas de The National se habían negado a hablar con él si no iban acompañados de guardaespaldas. En el Madison Square Garden, después de vencer por fuera de combata a Lenny Fassbinder en dos devastadores asaltos, había aporreado con ambos puños las cámaras de televisión y les había gritado: «Uno fuera. ¡Ahora faltáis el resto!» Le habían prohibido la práctica del boxeo profesional de por vida… pero aquello lo había convertido en un santo en la calle Seaver; y desde entonces había vivido como un líder político con autoridad, como un excéntrico y, al menos en lo que concernía al Globe, como una útil fuente de citas negras extremistas.
Aquel día iba vestido con una sencilla camisa negra, un pañuelo negro, unos vaqueros y un amuleto alrededor del cuello hecho de especias, hierbas y de las cenizas de su hermano Aaron. Iba de luto por el pequeño Toussaint, fallecido a los setenta y ocho días de edad, que no había tenido la menor oportunidad cuando la bala del calibre 44 del detective Ralph Brossard había ido a dar contra su cochecito, y que ahora estaba en el cielo cantando con los demás bebés muertos, dulce y tranquilo.
Verna también iba de luto; llevaba un sencillo vestido negro por los tobillos y el pelo cepillado hacia atrás y sujeto con una peineta de ébano. Era delgada y muy guapa, y el dolor la hacía parecer más bella todavía.
– ¿Vas a comer? -le preguntó Patrice.
Ella se encogió de hombros, y luego levantó uno de ellos, agudo y anguloso como el cuadro de Picasso que representa una mujer planchando.
– Tienes que comer, Verna -le dijo.
– Lo haré -le prometió ella-. Pero todavía no.
– ¿Quieres que llame al médico?
– El médico no vendrá. Nadie querrá venir hasta que acabe la lucha.
– Están luchando por el pequeño Toussaint, cariño. Están luchando en memoria de nuestro pequeño. Cada disparo que oigas es un hermano que dice: «No más niños muertos, no más niños muertos.»
Verna levantó la mirada. Tenía los ojos empañados.
– Al pequeño Toussaint no le habría gustado esta lucha, ¿verdad? Él no habría querido que se produjeran todos estos incendios, matanzas y saqueos.
– Han asesinado a nuestro hijo, Verna. La policía tendió una maldita encerrona en una calle de los suburbios, donde sabían que con toda seguridad, habría mujeres y niños transitando por la calle, y lo asesinaron. No hay más vuelta de hoja.
Verna bajó la cabeza y se puso a trazar un dibujo con el dedo sobre la mesa de fórmica roja, una vez, y otra, vueltas y vuelta: siempre el mismo dibujo.
– No hay diferencia, ¿verdad? -le preguntó ella-. Ya está muerto, y nada va a devolvérmelo nunca.
Patrice estaba de pie con las manos en las caderas, y miró la cocina a su alrededor. No era gran cosa después de tanto entrenamiento, de tantas peleas y de tantos años de lucha política. Era estrecha y oscura, pintada de color amarillo girasol en un intento de hacerla alegre, pero en cierto modo, el amarillo la hacía parecer aún más lóbrega y deprimente. En los armarios baratos de fórmica naranja había clavadas algunas fotografías de pequeño Toussaint, y el mordedor en forma de elefante del bebé estaba al lado de la nevera. Patrice sintió un estremecimiento como si el pequeño fantasma de Toussaint hubiera pasado me momentáneamente por la cocina, tocando por última vez a su padre y a su madre antes de dejarlos para siempre.
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