Pero el doctor Moorpath ya había salido por la puerta como un torbellino dejando a Michael solo en aquella casa de campo en un octavo piso, sin otra compañía que el silencio, la frialdad del aire acondicionado y una panorámica de Boston en llamas.
Se dio una vuelta por la habitación. Cogió una figura de porcelana que representaba una pastora y leyó la etiqueta que había en la base. «Antigüedades Oliver Sutton, Londres. Staffordshire, 1815. Garantía de autenticidad.» Con mucho cuidado volvió a dejarla donde estaba. No le gustaban demasiado las antigüedades. No le gustaba pensar que la gente que las había creado y aquellos que las habían comprado por primera vez llevaban largo tiempo muertos y olvidados, sin que se recordasen sus nombres, y que sus vidas habían volado como el polvo.
Se acercó a la ventana y se quedó contemplando el humo que se elevaba hacia el cielo y el intenso tráfico. Ocho pisos más abajo, en el aparcamiento del hospital, vio a dos médicos, que parecían en miniatura desde donde él se encontraba, que se acercaban el uno al otro caminando y entablaban una conversación. Observó cómo ambos volvían la cabeza para ver pasar una enfermera a paso vivo.
Todavía estaba mirando por la ventana cuando se abrió la puerta a sus espaldas.
– Oh, perdone… -dijo una voz femenina-. Estoy buscando al doctor Moorpath.
Entonces Michael dio media vuelta. Una muchacha morena y alta, vestida con un traje de chaqueta a rayas grises, se encontraba de pie junto a la puerta; llevaba en la mano tres sobres de papel manila.
– No se preocupe… -dijo Michael-. Al doctor Moorpath lo han llamado para que baje a urgencias.
– Es que tengo que entregarle estas fotografías. Las quería con urgencia.
– Puede dejarlas aquí. Volverá en un par de minutos.
La muchacha apretó los sobres contra el pecho en actitud protectora.
– No sé… me han dicho que se las entregue al doctor Moorpath en persona.
– Bueno… Si quiere, puede esperar. No tardará mucho.
La muchacha consultó ansiosamente el reloj; luego entró en el despacho y se dispuso a esperar con impaciencia, sin dejar de trasladar el peso de su cuerpo de un pie a otro; se le notaba muy nerviosa. Michael pensó que era muy atractiva: se parecía bastante a Linda Cárter cuando actuaba en Wonder Wornan. El traje de chaqueta estaba un poco sucio, pero ella tenía un gran tipo y los ojos de color azul jacinto brillante.
– Tengo una cita a las doce para comer -dijo ella con una sonrisa que se esfumó rápidamente.
– El doctor Moorpath no tardará demasiado -le aseguró Michael para tranquilizarla.
– Son ampliaciones, ¿sabe? -le explicó la chica-. El doctor Moorpath pidió unas ampliaciones contrastadas por ordenador.
Michael hizo un gesto de asentimiento. En realidad no le interesaba.
– Vaya guerra está desarrollándose allá abajo -comentó al tiempo que hacía un gesto con la cabeza hacia el humo que se elevaba y hacia los helicópteros que volaban en círculo.
La chica sonrió, se removió inquieta y miró el reloj por segunda vez. Por ñn dijo:
– Escuche… voy verdaderamente justa de tiempo. Si dejo las ampliaciones aquí, ¿podría usted encargarse de entregárselas al doctor Moorpath? Quiero decir en mano. Es realmente importante.
– Desde luego -aceptó Michael-. Déjelas ahí, sobre la mesa. Me encargaré de entregárselas.
– Gracias -dijo la chica aturrullada-. Me ha salvado usted la vida.
Y dicho esto, dejó los sobres encima de la mesa del doctor Moorpath, le tiró un beso con la mano a Michael y se marchó. Michael dio un sorbo de cerveza y sonrió para sus adentros. Si hubiese estado soltero, le habría preguntado a aquella chica si quería salir con él. O al menos le habría preguntado cuál era su signo del zodíaco. Sagitario, supuso. Indecisa y atolondrada.
Transcurrieron diez minutos, luego veinte, y el doctor MoorPath no regresaba. Michael oyó sirenas abajo, y vio que llegaban tres ambulancias más con las luces encendidas. Se abrieron las puertas y algunos sanitarios en miniatura se apresuraron a trasladar a las víctimas, también en miniatura. Michael no quería mirar. De pronto le invadió una sensación de vértigo, como si estuviera a punto de caerse a la pista de hormigón que había cuarenta metros debajo de él. Súbitamente le invadió el recuerdo de cuerpos destrozados y de árboles de los que brotaban manos humanas.
Estuvo deambulando por el despacho del doctor Moorpath durante algún tiempo más, procurando mantenerse alejado de la ventana. Por fin, y quizás de forma inevitable, fue a parar a la mesa del doctor Moorpath, sobre la cual reposaban los sobres. El de encima tenía una etiqueta en la que estaba escrita la palabra «Roosa» seguida de un largo número de serie. Michael ya lo sabía todo acerca de George Roosa, senador del Estado por el partido demócrata. Lo habían encontrado colgado con una toalla en los servicios de caballeros de una gasolinera en New Brighton, Watertown. Algunos decían que había sido un homicidio, otros que se trataba de suicidio, otros aseguraban que se trataba de cierta rareza sexual. Michael decidió que no tenía el menor interés en examinar fotografías ampliadas de George Roosa, ni vivo ni muerto.
Levantó el sobre etiquetado «Roosa»; debajo había otro cuya etiqueta rezaba «Zerbey». Michael nunca había oído hablar de nadie llamado Zerbey, y llegó a la conclusión de que posiblemente podría vivir cómodamente el resto de su vida sin averiguar quién era Zerbey… sobre todo si aquella persona había sufrido una muerte horrible.
Oyó el distante ulular de ambulancias. Luego levantó el tercer sobre y vio que en la etiqueta decía «O'Brien».
Sostuvo el sobre durante bastante rato en la mano, que le temblaba como si hubiera estado transportando una pesada maleta.
«O'Brien, 343/244D/678E/01X.» Hasta sabía lo que significaban aquellos números. Eran los números de archivo de la oficina del forense, y el sufijo «01X» significaba que el contenido de aquel sobre y todo lo relacionado con el caso O'Brien era estrictamente confidencial, que sólo podía consultarlo el personal autorizado. «01X» significaba: «Si habla usted de esto con cualquiera -incluida su propia esposa-, acabará sin empleo, sumido en la pobreza y puede que aún peor.»
Michael echó una mirada a su alrededor, y se puso a escuchar atentamente. El despacho se encontraba en el más absoluto silencio; podía oír el chirrido de los ascensores, pero no se oían pasos.
Aguardó unos instantes, respirando superficial y lentamente, y manteniendo el más absoluto silencio. No se oía a nadie. Con un sudor helado que se le escurría hacia el interior de la camisa, le dio la vuelta al sobre O'Brien y empezó a desatar el hilo encerado que sujetaba la solapa.
Se detuvo de nuevo y se puso a escuchar. Oyó que se aproximaba alguien a toda prisa por el pasillo, pero con la misma rapidez las pisadas pasaron de largo y el despacho quedó de nuevo sumido en el silencio.
Sacó con cuidado las fotografías en color del sobre. Eran once en total, y las dispuso en forma de abanico sobre el escritorio del doctor Moorpath. Allí, de pie, estuvo examinándolas con detenimiento, y durante unos instantes creyó que iba a perder el equilibrio, que el suelo iba a abrirse bajo sus pies como el vientre del L10-11 en Rocky Woods, y que iba a zambullirse en la oscuridad entre árboles y rocas para aplastarse finalmente y convertirse en una amalgama de huesos y sangre.
Vio a un hombre quemado, encorvado hacia adelante, un hombre al que le faltaban las piernas. Vio a una mujer quemada con el cuerpo abierto desde la entrepierna hasta la punta del cráneo. Vio a un hombre quemado que yacía entre los asientos también quemados de un helicóptero, un hombre sin cabeza.
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