Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– ¿De dónde eran?

– Todavía estamos comprobando sus antecedentes. Pero los archivos de la inmobiliaria muestran que la dirección original que dieron como permanente está en la urbanización Hawk-Salt-Ash, en Plymouth, Vermont.

– Qué raro -observó Thomas-. ¿Quién, viviendo en Plymouth, Vermont, pone una consulta en Boston?

– Estamos esperando un informe de Plymouth para dentro de una hora aproximadamente -le dijo David con intención de tranquilizarlo-. Mi opinión es que se trata de una dirección falsa. Pero, ya sabe, tenemos que confirmarlo.

– Oh, ¿crees que es una dirección falsa? -le preguntó Thomas con sarcasmo-. A lo mejor eres inspector ya.

Sabía, sin embargo, que el momento más temible y espeluznante había llegado; y tenía que hacerle frente. El porqué de haberse decidido por una carrera en el departamento de Homicidios cuando ni siquiera podía soportar mirar un ciervo atropellado en un camino rural, nunca podría explicarlo. Quizás se había imaginado que no sería más turbador que el Cluedo o leer una novela de Sherlock Holmes. En realidad no se acordaba. Pero había días en que llegaba a casa de la central de policía y se quedaba de pie bajo la ducha con los ojos fuertemente cerrados durante veinte minutos seguidos, intentando quitarse con el agua el olor a muerte e intentando olvidar el ciego y sangriento retorcerse de los gusanos.

Siguió a David escaleras arriba y entraron por la puerta principal, que estaba abierta. Pudo notar el olor a muerte en el mismo momento en que ponía el pie en el vestíbulo. Una joven agente de policía, con la cara pálida, pasó a su lado y le dio un empujón con el hombro. Thomas no le dijo nada, no la reprendió como lo habría hecho si ella le hubiera dado el mismo empujón en el edificio que albergaba la central de policía. En vez de eso, estuvo mirándola mientras ella se alejaba a toda prisa y baiaba los escalones con una mano apretada contra la boca. «Mierda pensó Thomas-, éste va a ser un caso malo de verdad.»

Por aquí, señor -le indicó David.

Pero Thomas repuso:

– Espera.

Estaba observando los cuadros enmarcados del vestíbulo, en parte porque quería posponer el momento de enfrentarse con el finado, y en parte porque siempre le había parecido que los cuadros de los demás resultaban de lo más reveladores. Cualquiera tenía que considerar que una fotografía era muy significativa para él antes de decidirse a enmarcarla y colgarla en la pared. A veces no se daban cuenta de hasta qué punto la elección de fotografías que llevaban a cabo los traicionaba. En especial los desnudos. Y éstas eran todas desnudos: fotografías de desnudos en sepia o en blanco y negro de las épocas victoriana, eduardiana y de los años veinte; desnudos de anchas caderas, cutis pálidos, coquetas y, en cierto modo, provocativas. Sólo una de las fotografías era diferente: un curioso grabado en el que se veían hombres y mujeres, formalmente vestidos, de pie alrededor de una mesa, que estaba cubierta por un pesado tapete de damasco. En el centro de la mesa, yacía una cosa pequeña, oscura y enroscada, que hubiera podido ser un feto humano; pero el cristal de la fotografía estaba mugriento y era imposible saberlo con certeza.

– ¿Qué te parece que es eso? -le preguntó Thomas a David.

Éste, evidentemente, no se había fijado antes en él. Se inclinó hacia adelante y lo observó atentamente.

– No sé… ¿algún tipo de tubérculo o de raíz seca?

– En ese caso, ¿por qué esas personas están mirándolo con tanta atención? Quiero decir, ¿qué es lo que tenemos aquí, el Club del Nabo Gallego de América o qué?

David lo miró y dijo con aspecto desgraciado:

– Pues no lo sé, señor. Lo siento.

– Mi puñetero culo, eso sí que es un tubérculo -se mofó con desdén Thomas.

Azorado, David volvió a mirar rápidamente el cuadro. También podría ser un pájaro muerto. Oh, ya lo creo. Y también podría ser un bizcocho rancio, o podría ser el peluquín de alguien, por el amor de Dios. O cien gramos de queso Linmurgues al que le ha salido pelo.

No lo sé, teniente -reconoció David intentando que el tono de su voz pareciera equilibrado y razonable-. Lo que usted suponga es tan bueno como lo que suponga yo.

Thomas miró en torno a él, a las demás fotografías.

– No quiero suposiciones, David, y, desde luego, no quiero suposiciones que sean solamente tan buenas como las mías. Quiero un buen trabajo de investigación, un trabajo constructivo. Quiero análisis. -David se puso a examinar de nuevo las fotografías, pero por su aspecto se adivinaba que seguía sintiéndose desgraciado-. ¿Qué te dicen estas fotografías? -le preguntó en tono exigente-. Míralas, David. ¿Qué es lo que dicen? ¡Dicen algo! ¿Qué están diciendo? Vamos, David, están diciendo… -Thomas trazó varios círculos en el aire con la mano, como si quisiera sacar las palabras de la laringe de David-. Vamos, están diciéndote algo tan claro como el agua y tan sencillo como el campo.

David se aclaró la garganta.

– Están diciéndome que quienquiera que las pusiera en la pared probablemente era heterosexual.

Thomas juntó las manos dando una palmada al hacerlo.

– ¡Erróneo! ¡Está dando por supuesto que quienquiera que las pusiera ahí era varón! ¡A lo mejor las colgó una mujer!

– Entonces, ¿qué tienen que decirme? -le preguntó David, que empezaba a sentirse considerablemente incómodo.

Thomas descolgó una fotografía de la pared, le dio la vuelta y leyó la etiqueta de enmarcado en el reverso. Volvió a colgarla y luego comprobó las demás.

– Yo voy a explicarte qué te dicen. Te dicen que las enmarcaron en un establecimiento local, aquí, en Chestnut Hill. Y te dicen, también, que las enmarcaron todas a la vez, cosa que puede significar que el que las colgó en esta casa simplemente era un decorador y que, por tanto, pertenecen a la propia compañía inmobiliaria y no al doctor Honeyman ni a su esposa. También están diciéndote que a quienquiera que las colgara seguramente le gustaba la carne con patatas. Fíjate en esto, estamos hablando de mujeres realmente abundantes. ¿Se te ha ocurrido preguntarle a la señora Krovilavsky si estas fotografías las pusieron los inquilinos anteriores o si pertenecen a la compañía inmobiliaria?

– Señora Krasilovsky, señor. No Krovilavsky.

– Da igual. Y no, no se lo has preguntado, ¿verdad?

– No, señor. No se me ocurrió.

Thomas levantó un dedo en el aire.

– Siempre que en una investigación intervenga algún elemento sexual, pregunta. El sexo constituye un motivo por sí mismo __Volvió a examinar atentamente las fotografías-, especialmente cuando alguien tiene unos gustos sexuales tan excéntricos como éstos.

Todavía estaba examinando la fotografía del grupo que se hallaba en pie en torno a la mesa cuando el inspector Jaworski bajó las escaleras procedente del dormitorio. El inspector Jaworski era un hombre bajo y corpulento, con el pelo rubio, semejante a la felpa, cortado a cepillo, y unos ojos tan pequeños como dos escarpias de acero clavadas a un rábano. Lo habían trasladado a Homicidios hacía tan sólo cinco semanas. Se le veía grisáceo y sudoroso, y no hacía más que tragar saliva.

¿Qué cree usted que es esto? -le preguntó Thomas señalando el objeto peludo que aparecía sobre la mesa del grabado.

El inspector Jaworski lo examinó sin ningún entusiasmo.

No podría decirlo, señor -repuso al tiempo que negaba con la cabeza.

– ¿Animal, vegetal o mineral?

– De veras no lo sé, señor. Nunca antes había visto nada parecido.

– No… -dijo Thomas-. Yo tampoco. En cierto modo, parece algo malsano, ¿no cree?

Sin decir palabra, el inspector Jaworski dio de pronto media vuelta, caminó dos o tres pasos, muy rígido, por el vestíbulo, abrió la puerta del retrete y la cerró con fuerza tras de sí. Thomas y David se quedaron esperando con el rostro impasible mientras el otro vomitaba ruidosamente.

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