Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Muy bien -convino Joe-. Siento haberte molestado.

Y colgó el teléfono. Michael se quedó solo, desnudo, con aquel solitario pitido continuo que producía el teléfono. Al cabo de un rato colgó el aparato, miró a su alrededor y volvió al dormitorio sin hacer ruido.

Justamente estaba cerrando la puerta tras de sí cuando Patsy abrió los ojos, se quedó mirándolo y le preguntó:

– ¿Qué haces levantado? ¿Qué hora es?

– Las cuatro y media -repuso él al tiempo que se metía de nuevo en la cama.

Patsy se abrazó a él.

– Dios, qué frío estás -le dijo.

– En la cama -repuso él- puedes llamarme Michael.

TRES

La mañana acababa de empezar a templarse. El teniente Thomas J. Boyle salió del Caprice nuevo de color arce oscuro y limpió unas huellas del techo frotando con el puño del abrigo. Cruzó la acera y se hurgó los bolsillos en busca de cigarrillos cuando recordó que se los había dejado sobre la mesilla de noche. El sargento David Jahnke estaba esperándolo a la puerta del viejo edificio de piedra rojiza; iba vestido con una cazadora de algodón y se parecía más a Michael Douglas en Las calles de San Francisco de lo que cualquier sargento tenía derecho a parecerse. Le ofreció a Thomas un Winston; Thomas lo cogió sin dirigirle siquiera una mirada y sin decir palabra. David se lo encendió y esperó a que el otro hablase.

La puerta de la casa estaba abierta, y Thomas vio el papel de la pared del recibidor, que tenía un estampado marrón, y seis o siete láminas enmarcadas colgadas de la misma, aunque la luz se reflejaba en el cristal y no permitía que distinguiera qué representaban.

Expulsó un delgado caudal de humo y miró a su alrededor. Ya habían llegado tres coches patrulla y una ambulancia, que estaban estacionados cuidadosamente junto al bordillo. Aquella forma tan ordenada de estacionar significaba que ya había habido muertos. Resultaba inútil frenar produciendo chirridos a la puerta de la casa, detenerse de cualquier manera y entrar corriendo con un equipo de socorro y las armas desenfundadas por si hubiera problemas.

– Bonita zona -comentó Thomas-. A una manzana de los Public Gardens. ¿De qué estamos hablando? ¿De una propiedad de novecientos mil?

David se encogió de hombros.

– No es mi tipo.

– Estoy pidiéndote que tases la casa, idiota, no que te la compres.

De una forma casi inconsciente, David se pasó la mano por el pelo peinado hacia atrás.

– Milt Jaworski está dentro, si quiere echar un vistazo.

– Dentro de un rato. Cuéntamelo todo.

David sacó el cuaderno y comenzó a pasar las páginas con rapidez. Se detuvo, pasó una página adelante y luego dos páginas atrás. Entonces dijo:

– Vale, aquí está. Hembra caucásica, de unos veinte años. Rubia, de ojos azules, sin marcas de nacimiento. La encontraron boca abajo sobre una cama turca en el dormitorio, atada de pies y manos con alambre, lo que le ha causado graves laceraciones en las muñecas y en los tobillos. Tenía graves contusiones por todo el cuerpo, incluidas unas marcas semejantes a huellas dactilares y otras que parecían quemaduras de cigarrillo; también presenta otras quemaduras causadas por atizadores o hierros de marcar ganado. La cama turca estaba totalmente manchada de sangre y orina.

Thomas aspiró humo del cigarrillo y lo exhaló por la nariz. Odiaba fumar, deseaba ser capaz de no hacerlo. Otros oficiales podían afrontar toda la sangre y olores que hicieran falta, todo el caos de la vida humana, y no necesitaban recurrir al alcohol, al Marlboro ni al crack. Pero Thomas necesitaba una muleta de aquéllas. Necesitaba hacer algo obvio, demostrar que su sique estaba afectada por lo que hacía; y fumar era lo menos peligroso que se le ocurría. Todavía recordaba a su madre agonizando en una sala de cancerosos, hinchada, amarilla y estremeciéndose de dolor. Y cada mañana, Thomas se prometía a sí mismo que fumaría menos. Pero cada mañana lo llamaban de nuevo para ir a mirar víctimas a las que habían disparado, familias quemadas por el fuego o niños muertos y violados. Y, ¿qué otra cosa podía hacer él más que encender otro cigarrillo?

Tenía cuarenta y cuatro años, de manera que ya estaba próximo a la edad de la jubilación. Era un hombre atractivo aunque de un modo desmadejado, y lucía unas cejas muy pobladas, al estilo de Abraham Lincoln. Pero resultaba excesivamente alto, casi un metro noventa y cinco, y aquella estatura le había afectado toda la vida. En el colegio lo había convertido en el blanco de los fanfarrones más despiadados, y en objeto de chistes. Sin embargo, en los primeros años en que había prestado servicio en la. policía de Boston, le había proporcionado respeto y le había ayudado a ascender. Había sido un joven decidido y físicamente imponente. Pero al llegar a la edad madura, aquella estatura lo había convertido en una especie de dinosaurio, fácilmente reconocible por sus jóvenes y agresivos oponentes, tanto policías como políticos, fácilmente localizable por la prensa y también fácilmente localizable por los criminales de Boston. Kevin Cato, que dirigía uno de los más provechosos negocios fraudulentos de importación y exportación desde Rockland a Marblehead, lo llamaba Jirafa.

A veces, Megan le tomaba el pelo y lo llamaba también Jirafa. Megan era su esposa, una irlandesa de Boston de poco más de un metro sesenta de estatura, menuda, morena y vivaracha a pesar de su desgracia. Thomas nunca le demostró que ello le preocupara. Pero algún día alguien diría: «Que venga el Jirafa», y ahí acabaría todo. Neumáticos chirriando sobre Haverhill and Causeway, o abajo, junto al puerto, disparos, el cemento frío de la acera y la oscuridad creciente, y contemplar cómo la sangre de su propia vida se le escapaba del cuerpo.

Thomas dio una última y tensa chupada al cigarrillo y después dijo:

– ¿Alguna identificación? ¿Una cartera, tarjetas de crédito, algo así?

David negó con la cabeza.

– Nada de nada. Y, al decir eso, quiero decir nada de nada. Nada de ropa, ni joyas, ni cosméticos, ni peine, ni cepillo de dientes. Nada. Esta chica estaba totalmente desnuda, en el más amplio sentido de la palabra.

– ¿Has hablado con los vecinos?

– Oh, desde luego. Con los Dallen, que viven a este lado, y con los Gifford, que viven al otro.

– Y no vieron nada. Ni oyeron nada.

David asintió con la cabeza. La calle Byron era una de esas calles donde la gente va y viene y se ocupa solamente de sus propios asuntos; donde nadie admitiría la violencia doméstica, ni los gritos, ni ninguna clase de escándalo. Las únicas ocasiones en que los habitantes de la calle Byron llamaban a la policía era cuando necesitaban el informe de algún atraco para la compañía de seguros, o bien si estaba celebrándose alguna fiesta ruidosa a altas horas de la noche.

– ¿Quiere echar un vistazo? -le preguntó David.

– Oh… claro -convino Thomas-. ¿Quién dio el aviso?

David volvió a pasar las hojas del cuaderno.

– La señora Anna Krasilovsky, de la compañía inmobiliaria. Los inquilinos no habían pagado el alquiler desde hacía dos meses, por lo que se acercó para ver qué sucedía. No contestaron al timbre de la puerta, y el teléfono estaba desconectado. Así que usó la llave maestra. Notó cierto olor y subió a la planta superior. Y allí se la encontró.

– ¿Habéis hablado con la señora…?

– Krasilovsky. Sí, desde luego. Están atendiéndola por la impresión sufrida. Pero todo lo que dice encaja.

– ¿Qué sabemos de los inquilinos?

– Es un tal James T. Honeyman, doctor en medicina dental y especialista en cirugía dental; y la señora Honeyman. Por lo visto, el doctor Honeyman quería el local para poner una consulta de cirugía de implantes.

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