Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– ¿Y no has podido enfrentarte a ello? -le preguntó Patsy. Michael frunció los labios e hizo un rápido gesto negativo con la cabeza-. Pero no hubieras tenido que mirar los cadáveres, ¿verdad?

– Claro que sí. Tienes que averiguar cómo murieron, dónde murieron… tienes que comprobar hasta la postura en que fueron hallados.

– ¿Y realmente no puedes hacerlo?

Michael se puso a su lado y se sujetó al astillado pasamanos de madera.

– Desde aquella noche en que Joe y yo tuvimos que rastrear Rocky Woods, mi cabeza ha estado en todo momento tan cerca del límite como sea posible estar. Dejé el trabajo porque tenía que elegir entre eso o volverme completamente loco. No puedo explicar bien lo que esa experiencia me hizo, y realmente no espero que comprendas por qué no puedo aceptar un trabajo que solucionaría todos nuestros problemas de dinero en un instante.

Patsy le cogió un brazo y le dio un beso.

– Michael… yo no tengo que comprender nada. No podría comprenderlo, ¿no es cierto? No, a menos que hubiera estado allí, a menos que hubiera visto todo aquello con mis propios ojos. Pero no hace falta que comprenda nada porque confío plenamente en ti. Sé que habrías aceptado el trabajo si pudieras. Confío en ti y te quiero, y lo último que deseo en este mundo es hacerte daño bajo ningún concepto. No estoy dispuesta a vender tu salud mental por unas toallas nuevas.

Michael la besó en el pelo, luego en la frente y luego en los labios.

– Algo se presentará -le dijo-. Lo noto en el aire.

La gaviota daba vueltas y revoloteaba en lo alto, equilibrándose contra el viento. De vez en cuando lanzaba un grito como el de un bebé; o como un niño que llevara mucho tiempo perdido; o como un portador de malas noticias.

Aquella noche estaba tumbado en la cama cuando el mundo se abrió debajo de él y Michael cayó a plomo sumergiéndose en la oscuridad. Durante un largo rato quedó colgando en el aire, mientras el oscuro paisaje daba vueltas lentamente debajo de él y unas luces semejantes a puntas de alfiler brillaban a lo lejos. No oía pasar el aire velozmente junto a sus oídos, sólo silencio, pero sabía que estaba cayendo, y que estaba cayendo de prisa.

Era consciente de que había más gente cayendo a su alrededor, como una silenciosa granizada de gente. Nadie chillaba, nadie gritaba. Simplemente caían juntos en medio de la oscuridad, esperando el momento en que se precipitaran de pronto contra los árboles y chocaran contra el suelo.

Esperó y esperó. Tenía tanto miedo que apenas podía respirar. Quizás el suelo no viniera a su encuentro. Quizás él siguiese cayendo eternamente, sin parar, en medio de la noche. Pero podía ver las luces que se apagaban, primero una a una, luego más aprisa, a medida que las montañas se elevaban en torno a él. Entonces supo con certeza que iba a morir.

Aterrado, movió ambos brazos en el aire en un intento de sujetarse a cualquier cosa que pudiera salvarlo, o con la esperanza de echar a volar. Notó algo que chocaba con su mano izquierda y se aferró a ello; se le escapó, y lo cogió otra vez. Era una niña, que también caía a su lado. Ella no podía salvarlo; los dos estaban condenados a caer juntos. Pero él la abrazó, la abrazó tan fuerte como pudo.

Sólo entonces se dio cuenta de que ella lo miraba fijamente en medio de la oscuridad. Pudo ver el ávido brillo de aquellos ojos, muy abiertos. Pensó: «Oh, Dios, ya está muerta.» Luego bajó la mano y se percató de que estaba abrazando sólo media niña, el torso de una niña sin otra cosa debajo de la cintura que no fuesen harapos ensangrentados.

Michael gritó y se retorció pero, de algún modo, el torsojie la niña logró mantenerse aferrado a él, y no pudo soltarlo. Sintió cómo la sangre helada de la pequeña le bajaba por los muslos. Oyó el hueco sonido del viento al filtrarse por el cuerpo vacío. Sintió el frío y húmedo contacto de su mejilla.

La pequeña acercó los labios al oído de Michael, y éste oyó con toda claridad cómo le susurraba: «¡No me dejes caer! ¡No me dejes caer!»

Entonces, los dos fueron a chocar con fuerza contra el suelo. Michael abrió los ojos y se encontró hecho un ovillo sobre la cama, tenso y mojado a causa del sudor, con los dientes apretados y los músculos tan tensos que las pantorrillas se le habían agarrotado por un calambre.

Permaneció inmóvil bastante rato, respirando profundamente y tratando de relajarse. Gracias a Dios, no había despertado a Patsy. Hacía mucho, mucho tiempo que había tenido aquella pesadilla por última vez, pero nunca antes de un modo tan vivido como ahora. A duras penas podía creer que no hubiera caído verdaderamente y que siguiera aún vivo.

Se bajó con cuidado de la cama. Sintió bajo los pies descalzos la tosca alfombra de pita. Desnudo, atravesó la habitación de puntillas y poniendo buen cuidado en no tropezar con la mecedora del rincón, sobre la que tenía la costumbre de colgar la ropa. Eran poco más de las cuatro de la madrugada, y las primeras y tenues luces del amanecer empezaban a filtrarse a través de las floreadas cortinas de algodón.

Entró en la cocina y se sirvió un gran vaso de agua fría. De pie, con la mano en el grifo, se lo bebió a largos tragos sin respirar. Luego se acercó a la ventana que daba a Nantucket Sound y subió las persianas. Apenas conseguía distinguir las pálidas jorobas prehistóricas que eran las dunas de arena y la resplandeciente línea blanca del oleaje.

Se sentía tremendamente deprimido. ¿Acaso aquella pesadilla de Rocky Woods iba a atormentarlo eternamente? ¿No podría nunca quitársela de encima? Aquella terrible sensación con a que siempre empezaba -justo como si la cama se abriese debajo de él- era más de lo que podía aguantar. Otra pesadilla más tan clara y realista como la de aquella noche y estaba seguro de que se desmoronaría y se dejaría llevar por la locura.

Puede que hubiera cometido un error al abandonar el trabajo e intentar huir de aquello. Puede que hubiera sido mejor continuar en Plymouth Insurance y afrontar todos sus miedos hasta que hubiese aprendido a controlarlos. Puede que algún tipo de terapia le hubiese servido de ayuda. Pero Michael procedía de una familia que siempre se había mostrado autosuficiente y muy orgullosa de su intimidad; una familia que nunca le pedía ayuda a nadie, fuese financiera o emocional.

Durante veintiocho años, el padre de Michael había dirigido su propio negocio de fabricación de pequeñas embarcaciones en el puerto de Boston, y las barcas de remos y las lanchas neumáticas que fabricaba habían gozado de una fama excelente, que se extendía desde Rockland a Marblehead, por su fina y tradicional artesanía. Pero a principios de los años sesenta, cuando las barcas de fibra de vidrio empezaron a sustituir a la madera, muy pocos de los constructores de barcas habían sido capaces de llevar a cabo la transición, incluido Rearden Chandlers.

Michael aún recordaba los tiempos en que uno podía pasear por los muelles de Boston mientras oía la cacofonía que formaban los golpes de martillo al armar los cascos. También recordaba a su padre, agotado, sentado en una caja de madera en el cuarto de estar, totalmente vacío, mientras los encargados de las mudanzas se llevaban lo poco que quedaba de sus muebles. Él, que se encontraba de pie al lado de su padre, le había puesto una mano en el hombro y le había dicho:

– El banco te habría ayudado, ya lo sabes.

Pero su padre se había limitado a darle unas palmaditas en la mano y a decirle:

– ¿Es que crees que quiero que algún puñetero banquero me posea en cuerpo y alma? Nadie que no sea yo mismo va a poseer mi cuerpo ni mi alma.

Michael había heredado mucho de aquella autodestructiva terquedad; aquel sentimiento de que si uno no puede lograrlo por sí mismo, de alguna manera es menos hombre.

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