Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– ¿Y en cuánto está valorada exactamente?

– En doscientos setenta y ocho millones de dólares.

– De manera que, evidentemente, a Plymouth Insurance le interesa demostrar que lo mataron deliberadamente o que planeó su propia muerte.

Joe dio un trago y se limpió la boca con el revés de la mano.

– Para no andarnos con demasiadas sutilezas, sí.

Michael se quedó pensando durante un rato y, de vez en cuando, daba algunos tragos de la botella. Luego miró a Joe y dijo:

– Pues buena suerte.

– Supongo que te habrás dado cuenta de que estoy pidiéndote que te metas en esto -le dijo Joe.

– Joe, eso ya lo he dejado correr. No quiero meterme en ello. Patsy y yo nos salimos de ese negocio y somos muy felices tal como estamos.

Joe dijo suavemente:

– Tienes un descubierto en el banco de seis mil trescientos cincuenta y ocho dólares, y prácticamente ninguna perspectiva de conseguir dinero hasta finales de octubre, que será cuando cobres tus próximos derechos de patente de Marine Developments Incorporated, y puedo hacer un cálculo por adelantado y afirmar que será algo menos de mil quinientos dólares.

Michael se quedó mirándolo.

– ¿Cómo demonios has averiguado eso?

– Oh, venga, Michael, ya conoces la rutina. No se va a cazar patos sin escopeta, ¿no?

Michael sabía exactamente de qué estaba hablando Joe. Para los investigadores de reclamaciones de seguros, comprobar las cuentas bancarias, el crédito y los informes médicos confidenciales de los clientes era un procedimiento común. Al contrario que la policía, ellos no tenían que mantener un comportamiento tan estricto en lo que se refería a las órdenes de registro o a las reglas de evidencia. Durante los nueve años que había durado su carrera en Plymouth Insurance, Michael había pagado regularmente a empleados de los bancos para que le dejaran echar un vistazo a los informes bancarios confidenciales. Pero ahora que él era la víctima, se sentía descubierto, enojado y humillado por el hecho de que Joe hubiera averiguado que estaba sin blanca.

– Escucha -le dijo-, no tenías ningún derecho a hacer eso, ningún puñetero derecho.

– Lo siento -se excusó Joe, aunque no parecía sentirlo en absoluto-. Pero sabes perfectamente que si hubiera visto que andabas sobrado de dinero, no me habría tomado la molestia de conducir hasta aquí.

Créeme -le dijo Michael-, ha sido una pérdida de tiempo Por tu parte y también por la mía. Es posible que me haga falta el dinero, pero no hasta ese punto.

Michael… estoy haciendo un esfuerzo muy especial por resultar agradable. ¿A ti te parece que me habría tomado la molestia de venir hasta aquí para nada? Odio la playa, el mar y toda esa jodida arena. Mira, será un trabajo esporádico, único, si quieres. Entras en el asunto, lo solucionas, coges el dinero y te vienes a casa. Eso es todo lo que te pido. -Hizo una pausa para ver qué impresión había causado, luego se santiguó y añadió-: Será la primera y última vez, te lo prometo.

– Joe -le respondió Michael-, debes de tener al menos media docena de personas que son, evidentemente, tan buenos como pueda serlo yo. Y no sólo eso, sino que yo ya llevo fuera de todo ese negocio cerca de dos años. La mayoría de mis contactos se han trasladado a otra parte, o han muerto, o han ascendido. Mi agenda se ha convertido en una pieza de museo. La mitad de los números suenan una y otra vez y nadie contesta.

Joe dio un trago de cerveza y comenzó a tamborilear con aquellos gordinflones dedos suyos encima de la mesa al tiempo que miraba por la ventana. Se aclaró la garganta. Era obvio que algo le rondaba por la cabeza, pero no iba a decir de qué se trataba, a menos que le obligasen a ello.

Por fin, Michael continuó hablando:

– Hay algo más, ¿no es cierto? ¿Algo que no me has dicho?

Joe levantó una ceja.

– ¿Qué quieres decir?

– No me hagas perder el tiempo, Joe. Tú y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo.

– Bueno, de acuerdo -admitió Joe-. Hay algo que no te he dicho.

– Bien, ¿y qué es?

– Es absolutamente confidencial. A mí me lo contó uno de los de arriba, de muy arriba. Tuve que jurar que no te diría de qué se trata a menos que estuvieras dispuesto a encargarte de la investigación sobre O'Brien.

– Y si me lo dijeras ahora, ¿crees que cambiaría de opinión?

– Sin ninguna duda.

– Entonces, ¿qué problema hay? ¿No te fías de mí o qué? Quiero decir, ¿a quién piensas que voy a decírselo?

– Michael, Michael… claro que me fío de ti, por supuesto. Pero… ya sabes, a veces, hasta las «playas» tienen oídos. Si te lo dijera y, aun así, tú no accedieras a trabajar en esta investigación, y luego, por cualquier circunstancia, esa información concreta se filtrase y saliese a la luz, a mí se me caería el pelo. Y no estamos hablando sólo de reprimendas, sino que me refiero a algo mucho más serio.

Michael se puso en pie y rodeó la mesa. Joe lo miró sin parpadear.

– Lo siento, Joe -le dijo Michael-. No quiero parecer desagradecido ni nada por el estilo. Te agradezco que te hayas acordado de mí, pero, por lo que a mí respecta, Rocky Woods supuso el final. Aquello fue el fin. Prefiero un descubierto de seis mil trescientos cincuenta y ocho en el cielo a tener una cuenta de gastos en el infierno.

Joe se mostró implacable.

– Estoy dispuesto a pagarte veinticinco mil y la mitad del uno por ciento de la cantidad que nos ahorres. Doce mil quinientos de adelanto, ahora mismo, en la moneda que quieras: rublos, zlotys, o, si lo prefieres, en kwachas de Zambia, que están a dos dólares y dieciséis centavos.

– Joe… he dicho que no.

– Dirfie por lo menos que vas a pensarlo.

La cara de Joe era una máscara de sudor reluciente.

– No quiero pensarlo. La respuesta es no. Y nada de lo que digas o hagas me hará cambiar de opinión.

– ¿Treinta mil, con un adelanto de quince mil? Y digo quince mil aquí y ahora, al contado, en mano. Se acabaron las deudas y las preocupaciones, y luego os llevaré a todos a celebrarlo a Lobster Shack.

Michael movió la cabeza con énfasis en sentido negativo. De todos modos, tenía que admitir que la oferta lo tentaba. Patsy y él habían bregado mucho desde que él dejara el empleo y se trasladaran allí y, sin embargo, lo único que habían logrado era volverse más pobres y desarrapados. Últimamente se había visto agobiado cada mañana por las más molestas dudas acerca de sí mismo. ¿Qué estaba haciendo en realidad, sino beber cerveza, acariciar sueños y ser el dueño de poco más que una casa de vacaciones vieja y destartalada en la costa, dos pares de vaqueros y un Mercury oxidado que sufría hemorragias de aceite? En el fondo de su corazón sabía que nunca tendría el empuje necesario para acabar y comercializar aquel juego de mesa, al menos no del modo en que Horne y Abbot se habían afanado por desarrollar el Trivial Pursuit. Y, probablemente, tampoco viajaría nunca por el hielo para alcanzar el polo norte magnético. Era consciente de que nunca lograría nada de importancia y de que moriría aún más pobre de lo que era entonces.

Pero los recuerdos que tenía de Rocky Woods eran sangrientos y oscuros, semejantes a una de esas pesadillas de infancia que no dejan de acecharle a uno incluso durante las horas del día. Ni siquiera podía confiar en sí mismo para pensar en ello «a ravor del viento». Rocky Woods había sido el Hades en la tierra; la masacre de los inocentes; fuego, azufre y cubos de sangre. Dos años atrás, el diecisiete de marzo, a las cinco y cinco de la tarde, un L10-11 de las líneas aéreas Midwest había hecho explosión sobre Westwood, al sudoeste de Boston, justo tres minutos después de despegar del aeropuerto internacional de Logan. El fuselaje se había abierto en sentido longitudinal y trescientas doce personas, entre hombres, mujeres y niños, habían caído ochocientos metros y habían ido a estrellarse en la reserva de Rocky Woods.

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