Thomas Harris - Hannibal
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CAPÍTULO 7
Buzzard's Point, el centro de operaciones del FBI para Washington y el Distrito de Columbia, recibe ese nombre a causa de una reunión de buitres celebrada en el hospital que se alzaba en ese lugar durante la guerra de la Secesión.
La reunión de ese día estaría constituida por burócratas de la DEA, el BATF y el FBI, dispuestos a decidir la suerte de Clarice Starling.
Starling estaba sola, de pie sobre la espesa alfombra del despacho de su jefe. La sangre le palpitaba contra el vendaje de la cabeza. Por encima de los latidos, le llegaban las voces de los hombres, amortiguadas por la puerta de cristal esmerilado de la sala de reuniones contigua.
Sobre el cristal, en estilizado pan de oro, destacaba el emblema del FBI, con su divisa de «Fidelidad, Bravura, Integridad».
Tras el emblema, el tono de las voces subía y bajaba con cierta pasión; Starling oía su nombre a menudo, aunque no pudiera entender otra cosa.
El despacho ofrecía una hermosa vista sobre la dársena para yates; al fondo se distinguía Fort McNair, donde fueron ahorcados los acusados de conspirar para el asesinato de Lincoln.
Starling recordó haber visto las fotos de Mary Surratt pasando al lado de su propio ataúd camino del patíbulo levantado en el fuerte; de pie sobre la trampilla, con una capucha sobre la cabeza y la falda atada sobre las piernas para evitar un espectáculo indecoroso cuando cayera con el cuello roto hacia la oscuridad total.
Starling oyó ruido de sillas al otro lado de la puerta; los hombres se estaban levantando. Al cabo de un instante empezaron a entrar en el despacho y pudo reconocer algunas de las caras. Dios, allí estaba Noonan, el director adjunto de toda la división de investigación.
Y allí estaba su Némesis particular, Paul Krendler, del Departamento de Justicia, cuellilargo y con orejas de asa que le nacían más arriba de lo normal y le daban aspecto de hiena. Krendler era un trepa, la eminencia gris detrás del hombro del inspector general. Desde que Starling se le adelantó en atrapar al asesino en serie Buffalo Bill en un caso que se había hecho célebre siete años atrás, Krendler no había perdido ocasión de verter veneno en la ficha personal de Starling, ni dejado de cuchichear en su contra en los oídos del Comité de Ascensos.
Ninguno de aquellos individuos había participado con ella en ninguna operación, ni había ejecutado con ella una orden de arresto, ni se había arrojado al suelo para protegerse de las mismas balas, ni se había quitado del pelo las esquirlas de la misma lluvia de cristales.
No la miraron hasta que todos levantaron la vista al mismo tiempo, como la manada que clava los ojos de repente en el animal enfermo.
– Siéntese, agente Starling -le indicó su jefe, el agente especial Clint Pearsall, que se frotaba la gruesa muñeca como si le hiciera daño el reloj.
Sin mirarla a los ojos, le señaló un sillón encarado al ventanal. La silla del interrogado nunca es el lugar de honor.
Los siete hombres permanecieron de pie, con sus siluetas negras recortadas contra las ventanas. Starling no podía distinguir las facciones, pero veía sus piernas y sus pies por debajo de la línea de luz. Cinco de ellos calzaban los mocasines de suela gruesa con borlas que suelen llevar los charlatanes de pueblo que han conseguido llegar a Washington. Un par de Thom McAn con puntera en forma de ala y suelas Corfam y unos Florsheim con idéntica puntera completaban la hilera de pies. El aire olía a betún recalentado por pies sudados.
– Por si no conoce a alguno de los presentes, agente Starling, éste es el director adjunto Noonan, estoy seguro de que no necesita presentación; éste es John Eldredge de la DEA; Bob Sneed, del BATF; Benny Holcomb, ayudante del alcalde; y Larkin Wainwright, inspector de nuestra Oficina de Responsabilidades Profesionales. Paul Krendler, lo conoce, ¿verdad?, está aquí de forma oficiosa en representación del inspector general del Departamento de Justicia. Paul está y no está aquí, ha venido para hacernos un favor, para ayudarnos a atajar los problemas, no sé si me entiende.
Starling sabía lo que decían en el servicio: un inspector federal es alguien que llega al campo de batalla cuando la batalla ha acabado para rematar a los heridos.
Las cabezas de algunas siluetas se movieron a guisa de saludo. Aquellos individuos estiraron los cuellos y escrutaron a la joven a cuyo alrededor se habían congregado. Durante unos instantes nadie dijo nada.
Bob Sneed rompió el silencio. Starling lo recordaba como el mago de la oficina de prensa del BATF que intentó desodorizar el desastre de los davidianos en Waco. Era un compinche de Krendler y todo el mundo lo consideraba un lameculos.
– Agente Starling, imagino que es usted consciente de la cobertura que los periódicos y la televisión han dado a este asunto. Se la ha identificado sin la menor duda como la persona que acabó con la vida de Evelda Drumgo. Por desgracia, los medios de comunicación han decidido poco menos que demonizarla.
Starling no replicó.
– ¿Agente Starling?
– No tengo nada que ver con la prensa, señor Sneed.
– La mujer tenía a una criatura en brazos; no es difícil comprender el problema que ello nos crea.
– No lo llevaba en brazos, sino en un arnés cruzado sobre el pecho, con los brazos y las manos ocultos y sujetando un MAC 10 debajo de una toquilla.
– ¿Ha visto usted el informe de la autopsia? -le preguntó Sneed.
– No.
– Pero nunca ha negado que fue usted quien le disparó…
– ¿Creía que lo iba a negar porque ustedes no han encontrado la bala? -Starling se giró hacia su jefe-. Señor Pearsall, ésta es una reunión informal, ¿me equivoco?
– En absoluto.
– Entonces, ¿por qué el señor Sneed lleva un micrófono? La División de Electrónica dejó de fabricar esos micrófonos de alfiler hace años. Lleva un F-Bird en el bolsillo de la americana y está grabándome. ¿Es una moda nueva eso de ir con micrófonos ocultos a los despachos de los demás?
Pearsall se puso de todos los colores. Si aquello era verdad, se trataba de una vileza de lo más chapucera; pero nadie estaba dispuesto a que lo grabaran diciendo a Sneed que apagara aquel cacharro.
– No es el momento para salidas de tono ni acusaciones -dijo Sneed, pálido de ira-. Todos estamos aquí para ayudarla.
– ¿Para ayudarme a qué? Fue su gente la que llamó a este despacho y consiguió que me asignaran a la operación para que yo les ayudara a ustedes. Le di a Evelda Drumgo dos oportunidades para entregarse. Empuñaba un MAC 10 por debajo de la toquilla del bebé. Acababa de dispararle a John Brigham. Ojalá se hubiera rendido. Pero no lo hizo. En vez de eso, me disparó. Fue entonces cuando disparé yo. Y ahora está muerta. ¿No quiere comprobar el contador de su cásete, señor Sneed?
– ¿Sabía de antemano que Evelda Drumgo estaría allí? -quiso averiguar Eldredge.
– ¿De antemano? Una vez dentro de la furgoneta, el agente Brigham me explicó que Evelda Drumgo estaba preparando la droga en un laboratorio de metanfetaminas vigilado por sus hombres. Y me encargó que me ocupara de ella.
– No olvide que Brigham está muerto -intervino Krendler-, y también Burke, ambos magníficos agentes. Ya no tienen la posibilidad de confirmar o negar nada.
Oír el nombre de John Brigham en labios de Krendler le revolvía el estómago.
– No hay muchas posibilidades de que olvide que John Brigham está muerto, señor Krendler. Y, en efecto, era un magnífico agente, y un magnífico amigo. Y es un hecho que me ordenó encargarme de Evelda.
– Brigham le encargó semejante cosa a pesar de que usted y Evelda Drumgo ya se habían tirado de los pelos con anterioridad, ¿no es eso? -ironizó Krendler.
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