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Thomas Harris: Hannibal

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Thomas Harris Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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Se puede sentir legítimo orgullo por haber salido adelante con el propio esfuerzo, sacando partido de las malditas quince hectáreas y la jodida mula, pero hay que ser capaz de darse cuenta. Porque nadie te lo enseñará.

Starling había salido adelante en la Academia porque no tenía dónde caerse muerta. Había pasado la mayor parte de su vida en instituciones públicas, cuyas reglas había respetado al tiempo que las aprovechaba para jugar limpio pero fuerte. Siempre había progresado, hasta obtener la beca y estar entre los mejores. Su incapacidad para ascender dentro del FBI después de unos comienzos brillantes era una experiencia nueva y dolorosa para ella. Zumbaba contra los muros de cristal como una mosca en una botella.

Había tenido cuatro días para llorar a John Brigham, abatido a tiros ante sus ojos. Tiempo atrás Brigham le había preguntado algo a lo que Clarice había contestado que no. Entonces, el hombre le había preguntado si podían ser amigos, con evidente sinceridad, y ella le había contestado, con no menos sinceridad, que sí.

Tenía que digerir el hecho de que ella misma había matado a cinco personas en el mercado de Feliciana. Veía una y otra vez al Tullido con el pecho atrapado entre los dos coches, arañando el techo del Cadillac mientras la pistola resbalaba fuera de su alcance.

En busca de alivio, había acudido al hospital para ver al hijo de Evelda. La madre de la mujer estaba allí, sosteniendo en los brazos a su nieto, al que se disponía a llevarse a casa. Reconoció a Starling por las fotografías de los periódicos, le dio el niño a la enfermera y, antes de que Starling comprendiera sus intenciones, la abofeteó con toda su fuerza en la parte vendada.

Starling no devolvió el golpe, pero inmovilizó a la anciana contra la ventana de la sala de maternidad doblándole el brazo hasta que dejó de debatirse, con la cara contorsionada contra el cristal manchado de saliva. La sangre resbalaba por el cuello de Starling y el dolor hacía que la cabeza le diera vueltas. Le volvieron a coser la oreja en la sala de urgencias, pero no quiso poner una denuncia. Un auxiliar de urgencias dio el soplo al Tattler y recibió trescientos dólares.

Había tenido que salir otras dos veces. Para cumplir las últimas voluntades de John Brigham y para asistir a su entierro en el Cementerio Nacional de Arlington. Brigham tenía poca familia, que además vivía lejos, y había dejado constancia escrita de que quería que Starling se ocupara de sus exequias.

El estado de su rostro había hecho necesario un ataúd cerrado, pero Starling se había preocupado de que tuviera el mejor aspecto posible. Lo había vestido con su inmaculado uniforme azul de infantería de marina, con la estrella de plata y el resto de sus condecoraciones.

Tras la ceremonia, el oficial superior de Brigham entregó a Starling una caja que contenía las armas del agente; sus insignias y otros objetos de su caótico escritorio, incluido el absurdo pájaro del tiempo que bebía de un vaso.

Faltaban cinco días para que Starling tuviera que presentarse ante una comisión que podía arruinar su carrera. Aparte de la llamada de Jack Crawford, el teléfono celular había permanecido mudo. Ya no había ningún Brigham a quien pedir consejo.

Llamó a su representante en la Asociación de Agentes del FBI. Su consejo fue que no se pusiera pendientes llamativos ni zapatos que dejaran los dedos al descubierto.

Cada día la televisión y los periódicos cogían el asunto de Evelda Drumgo y lo sacudían como si fuera una rata.

En el orden absoluto de la sala de estar de Ardelia, Starling intentaba pensar.

El gusano que te corroe es la tentación de dar la razón a tus críticos, de querer obtener su aprobación…

Un ruido la molestaba.

Starling intentó recordar sus palabras exactas mientras estaba en la furgoneta. ¿Había hablado más de la cuenta? El ruido la seguía molestando.

Brigham le había dicho que pusiera al corriente a los demás. ¿Dejó entrever cierta hostilidad? ¿Soltó alguna inconveniencia…?

El ruido, molesto, impidiéndole pensar.

Bajó de las nubes y cayó en la cuenta de que estaba sonando el timbre de la puerta de al lado. Seguro que era un periodista. También esperaba una citación civil. Apartó los visillos de la ventana que daba al frente y vio al cartero, que volvía a su furgoneta. Abrió la puerta del apartamento de Mapp a tiempo para alcanzarlo, y permaneció con la espalda vuelta hacia al coche de prensa aparcado al otro lado de la calle y a su teleobjetivo, mientras firmaba el recibo de la carta certificada. Era un sobre malva con fibras de seda en el papel de fino hilo. A pesar de su estado de aturdimiento, le recordó alguna cosa. Una vez dentro y a cubierto del resplandor, miró la dirección. Una pulcra letra redonda.

Sobre el monótono temor que zumbaba en su cabeza, saltó la alarma. Sintió un estremecimiento en la piel del estómago, como si gotas heladas le resbalaran por el cuerpo.

Starling sostuvo el sobre por las puntas y se dirigió a la cocina. Saco del bolso los omnipresentes guantes blancos para manipulación de pruebas. Apretó el sobre contra el tablero de la mesa y pasó la mano por su superficie con cuidado. Aunque el papel era grueso, hubiera podido notar el bulto de una pila de reloj lista para hacer explotar una hoja de C-4. Sabía que lo mejor era que lo examinaran con el fluoroscopio. Si la abría podía tener problemas. Problemas. Por supuesto. A la mierda.

Abrió el sobre con un cuchillo de cocina y sacó la única hoja de papel sedoso que contenía. Sin necesidad de mirar la firma, supo de inmediato quién le había escrito:

Querida Clarice:

He seguido con entusiasmo el desarrollo de los acontecimientos que han provocado tu caída en desgracia y pública vergüenza. Las mías nunca me molestaron, salvo por el inconveniente de que me llevaron a la cárcel; pero es muy probable que a ti te falte la necesaria perspectiva.

Durante nuestras conversaciones en la mazmorra, me resultó evidente que tu padre, el difunto vigilante nocturno, es una de las vigas maestras de tu sistema de valores. Estoy convencido de que tu éxito en poner fin a la carrera de sastre de Jame Gumb te satisfizo, sobre todo porque te permitió imaginar a tu padre haciéndolo.

Ahora estás en malos términos con el FBI. ¿Te has imaginado alguna vez a tu padre como superior tuyo en el Bureau, como jefe de sección o, mejor aún que Jack Crawford, como DIRECTOR ADJUNTO, viéndote progresar lleno de orgullo? ¿Lo ves ahora avergonzado y hundido por tu desgracia? ¿Por tu fracaso? ¿Por el lamentable y mediocre final de una prometedora carrera? ¿Te ves haciendo las mismas tareas humildes que tu madre cuando los drogadictos le reventaron la cabeza a tu PAPÁ? ¿Eh? ¿Se reflejará en ellos tu fracaso, pensará la gente injusta y definitivamente que tus padres eran basura blanca, carne de patio de remolques? Sincérate conmigo, agente especial Starling.

Piensa un poco en ello antes de que entremos en materia.

Ahora voy a señalarte una virtud que te ayudará en este trance: las lágrimas no te ciegan, tienes suficientes redaños para seguir leyendo.

Y a continuación, un ejercido que puede resultarte útil. Quiero que hagas esto conmigo, como terapia:

¿Tienes una sartén de hierro negro? Eres una muchachita de las montañas sureñas, así que no puedo imaginar que la respuesta sea no. Ponla sobre la mesa de la cocina. Enciende la luz del techo.

Mapp había heredado una de aquellas sartenes de su abuela y la usaba a menudo. Tenía una superficie negra y lustrosa que el jabón no había conseguido eliminar. Starling la puso en la mesa, ante sí.

Mira dentro de la sartén, Clarice. Inclínate y mira el interior. Si fuera la sartén de tu madre, y bien podría serlo, sus moléculas conservarían las vibraciones de todas las conversaciones que se desarrollaron en su presencia. Todas las discusiones, los enfados insignificantes, las revelaciones mortíferas, los indistintos presagios de desastre, los gruñidos y la poesía del amor.

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