Thomas Harris - Hannibal
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Los florentinos dicen que Vera dal 1926, con su tesoro de quesos y trufas, huele como los pies de Dios.
Ciertamente, el doctor se tomó su tiempo en el interior del establecimiento. Estaba haciendo una selección de las primeras trufas blancas de la temporada. Pazzi veía su espalda a través del escaparate, más allá del maravilloso despliegue de jamones y pastas.
Dio la vuelta a la esquina y volvió atrás; se mojó la cara en la fuente que escupía agua por una cara con bigotes y orejas de león.
– Tendrás que afeitarte eso si quieres trabajar para mí -dijo a la fuente, olvidando la pelota helada que le rebotaba en el estómago.
El doctor salió por fin con unos cuantos paquetes en su bolsa de la compra. Volvió a tomar el Borgo San Jacopo, ahora en dirección a casa. Pazzi se adelantó por el otro lado. La muchedumbre de la estrecha acera lo obligó a bajar a la calzada, y el retrovisor de un coche patrulla de los carabinieri le golpeó el reloj de pulsera y le hizo daño.
– Stronzo! Analfabeto! -le gritó el conductor sacando la cabeza por la ventanilla, y Pazzi juró vengarse.
Cuando llegó al Ponte Vecchio llevaba cuarenta metros de ventaja.
Romula estaba en el quicio de una puerta con la criatura apoyada en el brazo de madera y una mano extendida hacia los transeúntes, mientras el brazo libre permanecía bajo la ropa holgada dispuesto a levantar otra cartera, que se añadiría a los dos centenares largos que había birlado a lo largo de su vida. En el brazo oculto llevaba el ancho brazalete de plata, pulido con esmero.
En un instante la víctima aparecería entre el gentío que salía del viejo puente. Justo cuando se separara de la muchedumbre y embocara la Via de' Bardi, Romula se encontraría con él, haría su faena y se perdería entre el torrente de turistas que abarrotaban el puente.
Entre la gente había un amigo en quien Romula confiaba en caso de complicaciones. No sabía nada del primo y no se fiaba del policía pata protegerla. Giles Prevert, que figuraba en algunos dossiers de la policía como Giles Dumain o Roger LeDuc, pero era conocido en el ambiente como Gnocco, esperaba entre la muchedumbre del extremo sur del Ponte Vecchio a que Romula metiera mano. Gnocco, minado por los malos hábitos, empezaba a enseñar la calavera bajo los rasgos afilados, pero seguía siendo fuerte, expeditivo y muy capaz de sacar a Romula del apuro si el asunto se ponía feo.
Vestido de dependiente, pasaba inadvertido en medio del gentío, sobre el que asomaba la cabeza de vez en cuando como si fuera una marmota en una pradera humana. Si la víctima se apoderaba de Romula y trataba de retenerla, Gnocco podía tropezar, caer sobre el primo y quedarse enganchado a él ofreciéndole toda una retahila de disculpas hasta que la mujer se hubiera perdido de vista. Lo había hecho otras veces.
Pazzi pasó de largo junto a la gitana y se paró en la cola de clientes de un establecimiento de zumos, desde donde podía verlo todo.
Romula salió del umbral. Estudió con ojo de experta el tráfago del espacio de acera que mediaba entre ella y el hombre que se acercaba. Podría moverse entre los viandantes a las mil maravillas llevando al niño ante sí, sobre el brazo de madera forrada con lona. Muy bien. Como siempre, se besaría los dedos de la mano visible para depositar el beso en la cara de aquel hombre. Con la mano libre, le tentaría las costillas en busca de la cartera hasta que la agarrara por la muñeca. Entonces pegaría un tirón y echaría a correr.
Pazzi le había jurado que aquel individuo no podía permitirse llevarla a la policía, que estaría deseoso de perderla de vista. Ninguna de las veces que había intentado birlar una cartera la víctima había usado la violencia con una mujer que sostenía a un niño de pecho. En la mayoría de las ocasiones creían que era otra persona la que hurgaba en sus chaquetas. La propia Romula había acusado a varios inocentes transeúntes para evitar que la cogieran.
Romula se dejó llevar por la corriente humana, sacó el brazo de debajo de la ropa, pero lo mantuvo oculto bajo el falso, que sostenía al niño. Veía al objetivo entre el mar de cabezas que bajaban y subían, a diez metros y acercándose.
Madonna! El individuo estaba dando media vuelta en medio de la gente y uniéndose a la riada de turistas que se dirigían hacia el Ponte Vecchio. No volvía a casa. Se metió entre la gente a empujones, pero no pudo alcanzarlo. Gnocco, al que el hombre se estaba acercando, la miraba desconcertado. Romula sacudió la cabeza y Gnocco lo dejó pasar de largo. No hubiera servido de nada que Gnocco le robara la cartera.
Pazzi había llegado a su lado y le refunfuñaba como si fuera culpa suya.
– Vete al apartamento. Ya te llamaré. ¿Tienes el pase de taxi para el casco antiguo? Venga. ¡Vete!
Pazzi recuperó la motocicleta y la empujó a lo largo del Ponte Vecchio, sobre el Arno opaco como jade. Creía haber perdido al doctor, pero ahí estaba, al otro lado del puente, bajo el pórtico del Lungarno, echando un rápido vistazo a un apunte sobre el hombro del dibujante, siguiendo luego su camino con zancadas vivas y ligeras. Pazzi supuso que se dirigía a la iglesia de Santa Croce, y lo siguió a una distancia prudencial en medio de un tráfico de mil demonios.
CAPÍTULO 26
Las naves de la iglesia de Santa Croce, sede de los franciscanos, resonaban en ocho idiomas mientras las hordas de turistas hormigueaban siguiendo las vistosas sombrillas de los guías y buscando en la penumbra monedas de doscientas liras para costear, durante un precioso minuto de sus vidas, la iluminación de los grandes frescos de las capillas.
Una vez en el interior, Romula tuvo que pararse junto a la tumba de Miguel Ángel para dejar que sus ojos, privados del resplandor de la espléndida mañana, se habituaran al tenebroso recinto. Cuando se dio cuenta de que estaba sobre una lápida, susurró un « Mí dispiace! » y se apartó de ella a toda prisa; para Romula el tropel de los muertos que bullía bajo sus pies era tan real como la gente que la rodeaba, y quizá más poderoso. Era hija y nieta de médiums y quiromantes, y veía a la gente que pisaba la faz de la tierra y a la que habitaba en su interior como dos muchedumbres a las que sólo separaba el telón de la muerte. Siendo más viejos y más sabios, los de abajo tenían, en su opinión, todas las de ganar.
Miró a su alrededor tratando de localizar al sacristán, individuo con inquebrantables prejuicios contra los gitanos, y se refugió detrás de la primera columna, al amparo de la Madonna del Latte de Rossellino, mientras el niño le hocicaba contra el pecho. Pazzi, que acechaba junto a la tumba de Galileo, la descubrió allí.
El inspector jefe señaló con la barbilla hacia el fondo de la iglesia, donde, al otro lado del crucero, los flashes de las cámaras prohibidas y los reflectores brillaban como relámpagos en la vasta penumbra, mientras los ruidosos temporizadores tragaban monedas de doscientas liras y alguna que otra moneda falsa o calderilla australiana.
Una y otra vez, Cristo nacía, era traicionado y clavado a la cruz, a medida que los enormes frescos iban apareciendo a la brillante luz de los reflectores, tras lo cual volvía a reinar una oscuridad cerrada y rumorosa en la que los peregrinos se arremolinaban imposibilitados de leer sus guías, mientras el incienso y los olores corporales ascendían para cocerse al calor de los focos.
En el brazo izquierdo del crucero, el doctor Fell se había puesto manos a la obra en la Capilla Capponi. La famosa Capilla Capponi está en Santa Felicita. Esta otra, reconstruida en el siglo XIX, interesaba al doctor porque la restauración le proporcionaba cierta perspectiva para contemplar el pasado. Estaba calcando con carboncillo una inscripción en piedra tan gastada que ni una iluminación oblicua hubiera conseguido realzarla.
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