Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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Pazzi, que lo observaba con un pequeño catalejo de bolsillo, descubrió por qué el doctor había salido de casa llevando tan sólo la bolsa de la compra: guardaba sus materiales de dibujo tras el altar de la capilla. Por un momento estuvo a punto de llamar a Romula para decirle que se marchara. Puede que los utensilios le sirvieran para tomar las huellas. Pero no, el doctor llevaba puestos unos guantes de algodón para no mancharse las manos con el carboncillo.

En el mejor de los casos, sería un trabajo torpe. La técnica de Romula estaba pensada para la calle. Pero la mujer era lo que parecía, y lo menos parecido a lo que un criminal podía temer. Era la persona más indicada para no espantar al doctor. No. Si la atrapaba, se la entregaría al sacristán, con el que Pazzi podría hablar más tarde.

Pero aquel hombre estaba loco. ¿Y si la mataba? ¿Y si mataba al niño? Pazzi se hizo dos preguntas. ¿Se enfrentaría al doctor si sus vidas corrían peligro? Sí. ¿Estaba dispuesto a permitir que sufrieran heridas menores para conseguir su dinero? Sí.

Se limitarían a esperar hasta que el doctor Fell se quitara los guantes y se dispusiera a salir para comer. Yendo y viniendo por el crucero, Pazzi y Romula tuvieron tiempo de hablar en susurros. Pazzi distinguió un rostro entre el gentío.

– ¿Quién es ese que te sigue, Romula? Más vale que me lo digas. Lo tengo visto de la cárcel.

– Es mi amigo, se pondrá en medio si tengo que echarme a correr. Pero no sabe nada. Nada de nada. Es mejor para usted, así no tendrá que mancharse las manos.

Para matar el tiempo, rezaron en varias capillas, Romula bisbiseando en un idioma que Pazzi no reconoció, y éste, a la intención de un largo rosario de cosas, particularmente la casa en la bahía de Chesapeake y algo más en lo que no debería pensar en una iglesia.

Les llegaban las melodiosas voces del coro, que estaba ensayando y conseguía alzarse sobre la algarabía general.

Sonó la campana. Era la hora del cierre de mediodía. Aparecieron los sacristanes haciendo sonar sus manojos de llaves, impacientes por vaciar los cepillos.

El doctor Fell se irguió y salió de detrás de la Pietá de Andreotti de la capilla, se quitó los guantes y se puso la chaqueta. Un nutrido grupo de japoneses, agotada su provisión de calderilla, se habían apiñado ante el altar mayor y permanecían estupefactos en la oscuridad, sin comprender aún que tenían que salir.

El codazo de Pazzi era del todo innecesario. Romula sabía que el momento había llegado. Besó la coronilla del niño, tranquilo sobre el brazo de madera.

El doctor se acercaba. La multitud lo encaminaba hacia ella y, en tres zancadas, fue a su encuentro, le cerró el paso, alzó la mano ante él procurando atraer su mirada, se besó los dedos y se dispuso a plantarlos en su mejilla, con el brazo oculto listo para colarse en la chaqueta del hombre.

Alguien había dado con una última moneda de doscientas liras y las luces se encendieron; en el momento en que lo tocaba, Romula miró el rostro del hombre y sintió que sus rojizas pupilas la absorbían, sintió que un vacío enorme y helado tiraba de su corazón hacia las costillas, y apartó la mano a toda prisa para cubrir la cara de la criatura, mientras oía su propia voz diciendo: « Perdonami, perdonami, signare », se daba la vuelta y huía. El doctor se la quedó mirando hasta que se apagó la luz y volvió a ser una silueta recortada contra los cirios de una capilla, y con zancadas ágiles continuó su camino.

Pazzi, pálido de ira, encontró a Romula apoyada en la pila, mojando una y otra vez la cabeza del niño y lavándole los ojos por si había mirado al doctor Fell. Se tragó los peores improperios cuando vio el rostro aterrorizado de la mujer.

– Es el Demonio -susurró, y sus ojos parecían enormes en la semioscuridad-. Shaitan, el Hijo de la Mañana. Ahora ya lo he visto.

– Te devolveré a la prisión -dijo Pazzi.

Romula miró el rostro del niño y exhaló un suspiro, un suspiro de matadero, tan profundo y resignado que producía escalofríos. Se quitó el brazalete de plata y lo lavó con agua bendita.

– Todavía no -dijo.

CAPÍTULO 27

Si Rinaldo Pazzi hubiera estado dispuesto a cumplir su deber como agente de la ley, habría podido detener al doctor Fell y averiguar muy rápidamente si era Hannibal Lecter. En cuestión de media hora habría obtenido una orden de arresto para sacarlo del Palazzo Capponi, y todas las alarmas del mundo no hubieran podido impedírselo. Con su sola autoridad, hubiera podido retener al doctor Fell sin cargos el tiempo necesario para establecer su identidad.

Las huellas dactilares tomadas al doctor en la Questura hubieran revelado en diez minutos si Fell era Hannibal Lecter. La prueba del ADN habría confirmado la identificación.

Todos esos recursos le estaban negados ahora. Una vez decidido a vender al doctor Lecter, el inspector jefe se había transformado en un cazador de recompensas, al margen de la ley y solo. Hasta los soplones de la policía, que seguían estando a su merced, le resultaban inservibles, porque se habrían apresurado a delatarlo.

Los consiguientes obstáculos provocaban la frustración de Pázzi, pero no hacían mella en su decisión. Se las apañaría con las malditas gitanas…

– ¿Lo haría Gnocco por ti, Romula? ¿Puedes dar con él?

Estaban en el salón del apartamento de Via de' Bardi, frente al Palazzo Capponi, doce horas después del fiasco en la iglesia de Santa Croce. Una lámpara de sobremesa iluminaba el cuarto hasta la altura de las caderas de Pazzi. Por encima, sus ojos negros brillaban en la semioscuridad.

– Lo haré yo misma, pero sin el niño -dijo Romula-. Pero tiene que darme…

– No. No puedo dejar que te vea dos veces. ¿Lo haría Gnocco por ti?

Romula, que llevaba un vestido largo de colores vivos, se inclinaba hacia delante en el asiento, con los generosos pechos rozándole los muslos y la cabeza casi junto a las rodillas. El brazo hueco de madera reposaba sobre una silla. La vieja, tal vez prima de Romula, estaba sentada en un rincón con el niño en brazos. Las cortinas estaban echadas. A través de la abertura Pazzi vio una débil luz en el piso superior del palacio.

– Puedo hacerlo. Puedo cambiar mi aspecto de forma que no me reconozca. Puedo…

– No.

– Entonces, puede hacerlo Esmeralda.

– No -la voz había sonado en el rincón. La vieja no había despegado los labios hasta entonces-. Cuidaré a tu hijo, Romula, hasta la muerte. Pero nunca tocaré a Shaitan.

Pazzi apenas entendía su italiano.

– Siéntate bien, Romula -le dijo el policía-. Mírame. ¿Lo haría Gnocco por ti? Romula, esta noche vas a volver a Sollicciano. Aún tienes que cumplir otros tres meses. Es posible que la próxima vez que te manden dinero y cigarrillos entre la ropa del bebé te cojan… Puedo hacer que te echen seis meses de propina por la última vez. Podría conseguir que te declararan incapacitada como madre. El estado se quedaría con el niño. Pero si consigo las huellas, tú te verás libre, tendrás un millón de liras y desaparecerán tus antecedentes. Y te ayudaré a conseguir un visado para Australia. ¿Lo haría Gnocco por ti?

La mujer no respondió.

– ¿Puedes encontrar a Gnocco? -Pazzi resopló por la nariz-. Sentí , recoge tus cosas, podrás retirar el brazo falso en la sala de objetos personales dentro de tres meses, o el año que viene. El niño tendrá que ir a la inclusa, con los demás huérfanos. La vieja puede visitarlo allí.

– ¿Con los demás huérfanos, Commendatore ? Mi hijo tiene madre y un nombre, ¿sabe? -meneó la cabeza, poco dispuesta a decirle el nombre a aquel individuo. Se tapó la cara y sintió los latidos de las manos y la cabeza golpeándose mutuamente; a continuación, habló sin descubrirse el rostro-: Puedo encontrarlo.

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