Thomas Harris - Hannibal
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La temible Sollicciano, la cárcel de Florencia en la carretera a Prato.
En la segunda galería de la zona de las mujeres, Romula Cjesku, inclinada sobre un hondo lavadero, se enjabonaba los pechos y se lavaba y secaba esmeradamente antes de ponerse una blusa de algodón ancha y limpia. Otra gitana, de vuelta de la sala de visitas, le dijo unas palabras en rumano. Una fina arruga apareció entre los ojos de Romula. Aparte de eso, el hermoso rostro conservó la seriedad y el aplomo habituales.
La dejaron salir de la galería a la hora de siempre, las ocho y media, pero cuando se acercaba a la sala de visitas una celadora le cerró el paso y la obligó a entrar en una sala de vis-á-vis de la planta baja. En el interior, en lugar de la enfermera, la esperaba Rinaldo Pazzi con un recién nacido en los brazos.
– Hola, Romula -la saludó.
La mujer se acercó al esbelto policía, que no sé resistió a entregarle la criatura. El niño, con ganas de mamar, empezó a restregar la boca contra el pecho de su madre.
Pazzi señaló con la barbilla un biombo colocado en una esquina de la habitación.
– Ahí detrás hay una silla. Podemos hablar mientras le das de mamar.
– Hablar, ¿de qué, Dottore ?
El italiano de Romula era aceptable, como lo eran su francés, inglés, español y rumano. Hablaba sin afectación. Sus mejores dotes de actriz no la habían librado de tres meses de condena por robar carteras.
Se colocó tras el biombo. En una bolsa de plástico oculta en la apretada mantilla de la criatura había cuarenta cigarrillos y sesenta y cinco mil liras en billetes arrugados. Se vio ante una disyuntiva. Si el policía había registrado al niño, podía acusarla de contrabando y conseguir que le revocaran todos sus privilegios. Pensó un momento mirando al techo mientras el niño succionaba. ¿Qué le importaba a él semejante miseria? En cualquier caso, siempre tenía las de perder. Cogió la bolsa y se la guardó entre la ropa interior. La voz del hombre sonó al otro lado del biombo.
– Mira, Romula, aquí no eres más que una molestia. Las presas con hijos de pecho sois un engorro. Las enfermeras ya tienen bastante con los enfermos de verdad que hay en la cárcel. ¿No te saca de quicio tener que devolver a tu hijo cuando acaba la hora de visita?
¿Qué querría aquel hombre? Sabía perfectamente quién era, un jefe, un pezzo da novanta , un cabrón del calibre noventa.
Romula se ganaba la vida diciendo la buenaventura por la calle; robar carteras sólo era una forma de sacarse un sobresueldo. Tenía treinta y cinco años bien llevados y más antenas que la mariposa luna. «Este policía -lo observaba por encima del biombo-, tan limpio, con su anillo de boda, los zapatos relucientes, vive con su mujer y tiene una doncella, mira qué cuello de camisa más bien planchado. Lleva la cartera en el bolsillo de la chaqueta, las llaves en el bolsillo derecho del pantalón, el dinero en el izquierdo, seguramente atado con una goma. La polla en medio. Es soso y masculino, tiene la oreja un poco deformada y la cicatriz de un golpe en la raya del pelo. No me va a pedir que se lo haga, si no, no hubiera traído al niño. No es nada del otro mundo, pero no creo que tenga que tirarse a las presas. Más vale que no le mire esos ojos negros tan amargos mientras el niño está mamando. ¿Por qué lo ha traído? Para que me dé cuenta de su poder, de que puede hacer que me lo quiten. ¿Qué quiere? ¿Información? Yo le cuento todo lo que quiera sobre quince gitanos que no han existido nunca. Bueno, ¿qué puedo sacar de esto? Ya veremos. Vamos a enseñarle un poco de canela.»
La mujer no le quitó los ojos de encima al salir de detrás del biombo, ostentando como una moneda de cobre una areola junto a la cara del bebé.
– Ahí detrás hace calor -le dijo-. ¿Puede abrir la ventana?
– Puedo hacer algo mejor, Romula. Puedo abrir la puerta. Supongo que lo sabes.
Silencio en el cuarto. Fuera, los rumores de Sollicciano, como un dolor de cabeza sordo pero constante.
– Dígame lo que quiere. Hay cosas que haría de mil amores, pero no cualquier cosa.
Su instinto, que no solía engañarla, le decía que el inspector le respetaría por aquella advertencia.
– No es más que la tua sólita cosa, lo que estás acostumbrada a hacer -le explicó Pazzi-. Pero esta vez tienes que fallar.
CAPÍTULO 25
Durante el día vigilaban la fachada del Palazzo Capponi ocultos tras la persiana de un piso alto de la acera de enfrente. Eran Romula, la gitana mayor que la ayudaba con el niño, y podía ser su prima, y Pazzi, que robó a la oficina tanto tiempo como le fue posible.
El brazo de madera que Romula empleaba en su trabajo reposaba en una silla del dormitorio.
Pazzi había obtenido permiso para usar el piso de un profesor de la cercana Escuela Dante Alighieri durante el día. Romula había exigido un anaquel del pequeño frigorífico para ella y el niño.
No tuvieron que esperar mucho.
A las nueve y media del segundo día, la ayudante de Romula les siseó desde su puesto en la ventana. Un hueco negro apareció al otro lado de la calle al abrirse hacia dentro la pesada hoja de uno de los portales del palacio.
Ahí estaba el hombre que toda Florencia conocía por el nombre de doctor Fell, pequeño y nervudo en su traje negro, lustroso como un visón mientras husmeaba el aire en el tranco de la puerta y recorría la calle con la mirada en ambas direcciones. Pulsó un mando a distancia para activar las alarmas y cerró la puerta tirando del enorme asidero de forja, cubierto de roña e inservible para recoger huellas. Llevaba una bolsa de la compra.
Al verlo por primera vez entre las tablillas de la persiana, la gitana vieja asió la mano de Romula como para detenerla, la miró a los ojos y sacudió rápidamente la cabeza aprovechando una distracción del policía.
Pazzi supo de inmediato adonde se dirigía el conservador.
Entre la basura del doctor Fell, Pazzi había encontrado los inconfundibles envoltorios de Vera dal 1926, la exquisita tienda de comestibles situada en la Via San Jacopo, cerca del puente de Santa Trinita. El doctor se encaminó en esa dirección, mientras Romula se ponía el vestido y Pazzi se asomaba a la ventana.
– Dunque , va a por comida -dijo Pazzi. No pudo evitar repetir las instrucciones a Romula por quinta vez-. Baja y espéralo a este lado del Ponte Vecchio. Lo abordarás cuando vuelva con la bolsa llena. Yo iré media manzana por delante, así que me verás primero. Me quedaré cerca. Si hay algún problema, si te arrestan, yo me encargaré. Si va a algún otro sitio, te vuelves al piso. Ya te llamaré. Pones este pase para el casco antiguo en el parabrisas de un taxi y vienes adonde te diga.
– Eminenza -dijo Romula, exagerando los honores al irónico estilo italiano-, si hay algún problema y me ayuda alguien, no le haga daño, mi amigo no se llevará nada, déjelo escapar.
Pazzi no esperó el ascensor, corrió escaleras abajo vestido con un mono y una gorra. En Florencia es difícil seguir a alguien debido a la estrechez de las aceras y la saña de los conductores. Pazzi tenía un viejo motorino esperándolo en el bordillo de la acera con una docena de cepillos atados a la parte de atrás. La motocicleta arrancó a la primera patada y envuelto en una nube de humo azulado el investigador jefe avanzó por la calzada de cantos rodados, sobre los que el cacharro brincaba como un pollino al trote.
Pazzi remoloneó, provocó los bocinazos del despiadado tráfico, compró tabaco, mató el tiempo para mantenerse rezagado, hasta que estuvo seguro de que el doctor Fell se dirigía a donde había supuesto. Al final de la Via de' Bardi, el Borgo San Jacopo era dirección prohibida. Pazzi dejó la motocicleta en la acera y siguió a pie, avanzando de costado entre la masa de turistas arremolinados en el extremo sur del Ponte Vecchio.
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