Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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En este lugar ha encontrado una paz que está decidido a conservar; desde su llegada a Florencia, aparte de a su predecesor, apenas ha matado a nadie.

Considera su elección como conservador y biblioteCarlo del Palazzo Capponi un premio nada desdeñable por varias razones.

La amplitud y la altura de las estancias del palacio son primordiales para el doctor Lecter tras años de entumecedor cautiverio. Y, lo que es más importante, siente una extraordinaria afinidad con este lugar, el único edificio privado que conoce cercano en dimensiones y detalles al palacio de la memoria que ha ido construyendo desde su juventud.

En la biblioteca, colección única de manuscritos y correspondencia que se remontan a principios del siglo XIII, puede permitirse cierta curiosidad sobre sí mismo.

El doctor Lecter, basándose en documentos familiares fragmentarios, creía ser el descendiente de un cierto Giuliano Bevisangue, terrible personaje del siglo XII toscano, así como de los Maquiavelo y los Visconti. Éste era el lugar ideal para confirmarlo. Aunque sentía una cierta curiosidad abstracta por el hecho, no guardaba relación con su ego. El doctor Lecter no necesita avales vulgares. Su ego, como su coeficiente intelectual y su grado de su racionalidad, no pueden medirse con instrumentos convencionales.

De hecho, no existe consenso en la comunidad psiquiátrica respecto a si el doctor Lecter puede ser considerado un ser humano. Durante mucho tiempo, sus pares en la profesión, muchos de los cuales temen su acerada pluma en las publicaciones especializadas, le han atribuido una absoluta alteridad. Luego, por cumplir con las formas, le han colgado el sambenito de monstruo.

Sentado en la biblioteca, el monstruo pinta de colores la oscuridad mientras en su cabeza suena un aire medieval. Está reflexionando sobre el policía.

El clic de un interruptor, y una lámpara de sobremesa derrama su luz.

Ahora podemos ver al doctor Lecter sentado a una mesa larga y estrecha del siglo XIV en la Biblioteca Capponi. Tras él, una pared llena de manuscritos y grandes libros encuadernados en tela, que se remontan a ochocientos años atrás. Sobre la mesa, la correspondencia con un ministro de la República de Venecia del siglo XIV forma una pila sobre la que un bronce de Miguel Ángel, un estudio para su Moisés con cuernos, hace las veces de pisapapeles; frente al portatintero hay un ordenador portátil con capacidad para investigar on-line a través de la Universidad de Milán.

Entre los montones pardos y amarillos de pergamino y vitela, destaca el ejemplar del National Tattler con sus rojos y azules chillones. Junto a él, la edición florentina de La Nazione .

El doctor Lecter coge el periódico italiano y lee su último ataque contra Rinaldo Pazzi, provocado por una declaración sobre el caso de Il Mostro en la que el FBI se lava las manos: «Nuestro perfil nunca coincidió con el de Tocca», afirmaba un portavoz del Bureau.

La Nazione informaba del historial de Pazzi y de su entrenamiento en Estados Unidos, en la famosa academia de Quantico, y acababa opinando que el policía no había hecho honor a semejante preparación.

El caso de Il Mostro no interesaba en absoluto al doctor Lecter, pero no ocurría lo mismo con los antecedentes de Pazzi. Qué fatalidad, ir a encontrar a un policía entrenado en Quantico, donde Hannibal Lecter era un caso de libro de texto.

Cuando el doctor Lecter observó el rostro de Rinaldo Pazzi en el Palazzo Vecchio y estuvo lo bastante cerca de él como para aspirar su olor, supo sin lugar a dudas que el inspector jefe no sospechaba nada, ni siquiera al preguntarle por la cicatriz de la mano. Pazzi no tenía el menor interés en lo referente a la desaparición del conservador.

El policía lo había visto en la muestra de instrumentos de tortura. Ojalá hubiera sido una exposición de orquídeas.

Lecter era perfectamente consciente de que todos los elementos de la iluminación estaban presentes en la cabeza de Pazzi, rebotando al azar con el resto de sus conocimientos.

¿Se reuniría Rinaldo Pazzi con el difunto conservador del Palazzo Capponi, abajo, en la humedad? ¿Encontrarían su cuerpo sin vida después de un aparente suicidio? La Nazione se sentiría orgullosa de haberlo acosado hasta la muerte.

Todavía no, reflexionó el Monstruo, y dirigió su atención a los grandes rollos de manuscritos de pergamino y vitela.

El doctor Lecter no se preocupa. Disfruta con el estilo de Neri Capponi, banquero y embajador en Venecia en el siglo XV, y lee sus cartas, a veces en voz alta, por puro placer, hasta altas horas de la noche.

CAPÍTULO 22

Antes de que amaneciera, Pazzi tenía en sus manos las fotografías tomadas al doctor Fell para su permiso de trabajo, además de los negativos de su permesso de soggiorno procedentes de los archivos de los carabinieri . También disponía de los excelentes retratos policiales reproducidos en el cartel de Mason Verger. Los rostros tenían el mismo contorno, pero si el doctor Fell era el doctor Hannibal Lecter, la nariz y los pómulos habían sufrido una transformación, tal vez mediante inyecciones de colágeno.

Las orejas parecían prometedoras. Como Alphonse Bertillon cien años antes, Pazzi escrutó cada milímetro de los apéndices con su lente de aumento. Parecían idénticas.

En el anticuado ordenador de la Questura, tecleó su código de Interpol para acceder al Programa para la Captura de Criminales Violentos del FBI, y entró en el voluminoso archivo de Lecter. Maldijo la lentitud del módem e intentó descifrar el borroso texto de la pantalla hasta que las letras se estabilizaron. Conocía la mayor parte del material. Pero dos cosas le hicieron contener la respiración. Una vieja y otra nueva. La entrada más reciente hacía alusión a una radiografía según la cual era muy posible que Lecter se hubiera operado la mano. La información antigua, el escáner de un informe policial de Tennessee deficientemente impreso, dejaba constancia de que, mientras asesinaba a sus guardianes de Memphis, el doctor Lecter escuchaba una cinta de las Variaciones Goldberg .

El aviso puesto en circulación por la acaudalada víctima norteamericana, Mason Verger, animaba a cualquier informante a llamar al número del FBI que constaba en el mismo. Se hacía la advertencia rutinaria de que el doctor Lecter iba armado y era peligroso. También figuraba el número de un teléfono particular, justo debajo del párrafo que daba a conocer la enorme recompensa.

El billete de avión de Florencia a París es absurdamente caro y Pazzi tuvo que pagarlo de su bolsillo. No confiaba en que la policía francesa le proporcionara una conexión por radio sin entrometerse, y no conocía otro modo de conseguirla. Desde una cabina de la sucursal de American Express cercana a la Ópera, llamó al número privado del aviso de Verger. Daba por sentado que localizarían la llamada. Pazzi hablaba inglés con fluidez, pero sabía que el acento lo delataría como italiano.

La voz era de hombre, con inconfundible acento norteamericano y muy tranquila.

– Tenga la bondad de comunicarme el motivo de su llamada.

– Creo tener información sobre Hannibal Lecter.

– Bien, le agradecemos que se haya puesto en contacto con nosotros. ¿Conoce su paradero actual?

– Eso creo. La recompensa, ¿es en efectivo?

– Así es. ¿Qué prueba concluyente tiene usted de que se trata de él? Debe hacerse cargo de que recibimos muchas llamadas sin fundamento.

– Puedo decirle que se ha sometido a cirugía facial y se ha operado de la mano izquierda. Pero sigue tocando las Variaciones Goldberg . Tiene documentación brasileña.

Una pausa.

– ¿Por qué no ha llamado a la policía? Mi obligación es animarlo a que lo haga.

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