Thomas Harris - Hannibal
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– La recompensa, ¿se hará efectiva bajo cualquier circunstancia?
– La recompensa se entregará a quien proporcione información que conduzca al arresto y condena.
– Pero ¿se pagaría aunque las circunstancias fueran… especiales?
– ¿Se refiere al caso de alguien que en circunstancias normales no tendría derecho a cobrarlo?
– Sí.
– Los dos trabajamos para conseguir un mismo fin. Así que permanezca al teléfono, por favor, y permita que le haga una sugerencia. Va contra las convenciones internacionales y contra la ley norteamericana ofrecer una recompensa por alguien muerto. Permanezca al aparato, por favor. ¿Puedo preguntarle si llama desde Europa?
– Sí, así es, y eso es todo lo que pienso decirle.
– Muy bien, caballero, escúcheme. Le sugiero que se ponga en contacto con un abogado para informarse sobre la legalidad de ese tipo de recompensa, y que no emprenda ninguna acción delictiva contra el doctor Lecter. ¿Me permite que le recomiende un abogado? Puedo darle la dirección de uno en Ginebra con experiencia en este terreno. ¿Me permite que le dé su número de teléfono gratuito? Lo animo calurosamente a que lo llame y sea franco con él.
Pazzi compró una tarjeta telefónica e hizo la siguiente llamada desde una cabina en los grandes almacenes Bon Marché. Habló con una voz de cerrado acento suizo. En cinco minutos habían acabado.
Mason pagaría un millón de dólares norteamericanos por la cabeza y las manos de Hannibal Lecter. Pagaría la misma cantidad por cualquier información que condujera a su arresto. Confidencialmente, pagaría tres millones de dólares por el doctor vivo, sin hacer preguntas y garantizando absoluta discreción. Las condiciones incluían cien mil dólares por adelantado. Para hacerse acreedor al adelanto, Pazzi debería entregar un objeto que tuviera al menos una huella dactilar del doctor Lecter. Si cumplía ese requisito, podría disponer del resto del dinero, depositado en una caja de seguridad suiza, a su conveniencia.
Antes de abandonar los almacenes en dirección al aeropuerto, Pazzi le compró a su mujer un salto de cama de moaré color melocotón.
CAPÍTULO 23
¿Cómo comportarse cuando se sabe que los honores convencionales son basura? ¿Cuando, como Marco Aurelio, se está convencido de que la opinión de las generaciones futuras importará tan poco como la de la presente? ¿Es posible comportarse bien? ¿Es inteligente comportarse bien?
Ahora Rinaldo Pazzi, del linaje de los Pazzi, inspector jefe de la Questura florentina, debía decidir cuánto valía su honor, o si existía una sabiduría superior a las consideraciones sobre el honor.
Llegó de París a la hora de cenar, y durmió un poco. Hubiera querido consultar a su mujer, pero no fue capaz; sin embargo, obtuvo consuelo en ella. Permaneció despierto largo rato después de que la respiración de la mujer se sosegara. Bien entrada la noche, renunció a dormirse y salió a la calle para dar un paseo y pensar.
La codicia no es un pecado desconocido en Italia; Rinaldo Pazzi la había absorbido a bocanadas con el aire de su tierra. Pero su deseo de poseer cosas y su ambición naturales se habían pulido en Norteamérica, donde todo se asimila rápidamente, incluidas la muerte de Jehová y la adoración del becerro de oro.
Cuando Pazzi abandonó las sombras de la Loggia y se plantó en el lugar de la Piazza della Signoria donde Savonarola fue quemado, cuando alzó la vista hacia la ventana del iluminado Palazzo Vecchio bajo la que murió su antepasado, creía estar deliberando. Pero no era así. Ya estaba decidido a sacar tajada.
Asignamos un momento concreto a la toma de una decisión para dignificarla como resultado maduro de una sucesión de pensamientos racionales y conscientes. Pero las decisiones se forman a partir de sentimientos amasados; con frecuencia se parecen más a un amasijo que a una suma.
Cuando tomó el avión a París, Pazzi ya se había decidido. Y ya se había decidido hacía una hora, cuando su mujer, con el salto de cama nuevo, se había mostrado complaciente como una buena esposa. Y minutos más tarde, cuando, acostado en la oscuridad, había tomado su mejilla para darle un tierno beso de buenas noches y una lágrima se había deslizado por la palma de su mano. En ese momento, sin saberlo, ella le había enternecido el corazón.
¿Honores, otra vez? ¿Otra oportunidad para soportar la halitosis del arzobispo mientras los santos pedernales prendían el cohete en el culo de la paloma de trapo? ¿Más elogios de los políticos cuyas vidas privadas tan bien conocía? ¿De qué le serviría ser conocido como el policía que había capturado al doctor Hannibal Lecter? Para un policía, la fama tiene una vida corta y vicaria. Más valía venderlo.
La idea lo desgarraba, retumbaba en su cabeza, le hacía palidecer pero le daba resolución. Cuando acabó de decidirse, a pesar de ser tan visual el contenido de su mente, dos olores se mezclaron en su recuerdo, el de su mujer y el de la brisa de Chesapeake.
VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO.
Francesco de' Pazzi no había hundido su daga con más fuerza en 1478, cuando derribó a Giuliano sobre el suelo de la catedral, cuando en su frenesí se apuñaló el propio muslo.
CAPÍTULO 24
La tarjeta con las huellas dactilares del doctor Hannibal Lecter es una curiosidad y, en cierto modo, un objeto de culto. La original cuelga enmarcada en una pared de la Unidad de Identificación del FBI. Siguiendo la práctica del Bureau cuando hay que tomar las huellas a alguien con más dedos de lo normal, el pulgar y los cuatro dedos adyacentes aparecen en el anverso de la tarjeta y el sexto en el reverso.
Tras la huida del doctor, se hicieron circular copias de la tarjeta por todo el mundo, y la huella del pulgar aparece aumentada en el aviso de Mason Verger con suficientes puntos distintivos marcados en ella como para que cualquier investigador mínimamente preparado acierte.
La identificación de huellas dactilares no requiere una habilidad extraordinaria; Pazzi podía recogerlas con la competencia de un profesional y estaba capacitado para hacer comparaciones fiables que confirmaran sus sospechas. Pero Mason Verger exigía una huella reciente, tomada in situ y entregada, no sobre papel, sino en el objeto donde había quedado impresa, de forma que sus expertos pudieran examinarla con total independencia. A Mason lo habían engañado muchas veces con huellas recogidas hacía años en los escenarios de los primeros crímenes del doctor.
Pero ¿cómo conseguir las del doctor Fell sin levantar sus sospechas?
Ante todo tenía que evitar alarmarlo. Aquel hombre era capaz de desaparecer dejando a Pazzi con un palmo de narices y las manos vacías.
El doctor salía poco del Palazzo Capponi y hasta la siguiente reunión del Comitato delle Belle Arti quedaba un mes. Demasiado tiempo para esperar y poner un vaso de agua ante su asiento, ante cada asiento, porque el comité no dispensaba semejantes atenciones.
Una vez decidido a venderlo a Mason Verger, no le quedaba más remedio que trabajar solo. No podía arriesgarse a atraer la atención de la Questura sobre el doctor Fell pidiendo una orden de registro para entrar en el Palazzo Capponi, demasiado protegido por alarmas como para forzar la entrada y hacerse con las huellas.
El contenedor de basura del doctor era mucho más nuevo y estaba mucho más limpio que los del resto de la manzana. Pazzi compró uno y en mitad de la noche cambió las tapas. La superficie galvanizada no era la ideal; después de toda una noche de esfuerzos, Pazzi obtuvo una pesadilla puntillista de huellas que se sintió incapaz de descifrar.
A la mañana siguiente apareció en el Ponte Vecchio con los ojos enrojecidos. En una joyería del puente compró un ancho y pulido brazalete de plata y el soporte de terciopelo sobre el que estaba expuesto. En el barrio artesano de la orilla meridional del Arno, en las callejas frente al Palazzo Pittí, hizo que otro joyero eliminara el nombre del orfebre. El hombre le propuso aplicar un tratamiento contra el deslustre, pero Pazzi se negó.
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