Thomas Harris - Hannibal
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– ¿Dónde?
– En la Piazza Santo Spirito, junto a la fuente. Encenderán una hoguera y alguien llevará vino.
– Iré contigo.
– Más vale que no -replicó la mujer-. Usted arruinaría su reputación. Tiene a Esmeralda y al niño, sabe que volveré.
La Piazza Santo Spirito, un hermoso cuadrado en la orilla izquierda del Arno, tiene un ambiente sórdido por la noche, con la iglesia envuelta en sombras y cerrada a cal y canto desde hace horas, y ruidos y olores a comida saliendo de Casalinga, la popular trattoria .
Junto a la fuente, el resplandor de una pequeña hoguera y el sonido de una guitarra tocada con más entusiasmo que arte. Entre los presentes hay un buen cantante de fados. Una vez descubierto, lo empujan hacia el centro y lo animan a remojarse el gaznate con el vino de varias botellas. Entona una canción que habla del destino, pero lo interrumpen con peticiones de algo más alegre.
Roger LeDuc, Gnocco por mal nombre, está sentado en el pretil de la fuente. Ha fumado. Tiene los ojos turbios, pero distingue a Romula enseguida detrás de la gente que rodea la hoguera. Compra dos naranjas a un vendedor ambulante y la sigue lejos del corro. Se paran bajo un farol a cierta distancia de la hoguera. La luz, fría en comparación con la del fuego, moteada por las pocas hojas de un arce que pugna por reverdecer, da un tinte verdoso a la palidez de Gnocco, sobre la que las sombras de las hojas parecen heridas móviles a Romula, que lo mira reposando la mano en su brazo.
La hoja de una navaja suelta destellos al final de su puño como una lengua pequeña y brillante que monda la naranja, de la que va colgando el largo tirabuzón de la piel. Se la da y ella le mete un gajo en la boca mientras él empieza a pelar la segunda.
Hablan en rumano apenas unos instantes. Él se encoge de hombros. La mujer le da un teléfono celular y le marca un número. La voz de Pazzi suena en la oreja de Gnocco. Al cabo de un momento, Gnocco cierra el teléfono y se lo guarda en un bolsillo.
Romula se quita del cuello una cadenilla, besa el minúsculo amuleto y la pasa por el cuello del desaliñado joven. Él junta la barbilla con el pecho para mirar el colgante, baila dando saltos, como si la imagen santa lo quemara, y consigue que Romula sonría. La gitana se quita el brazalete y se lo pone en la muñeca. Le encaja perfectamente. El brazo de Gnocco no es más grueso que el de Romula.
– ¿Puedes quedarte una hora? -le pregunta el hombre.
– Sí -contesta ella.
CAPÍTULO 28
Es de noche otra vez, y el doctor Fell está en la vasta sala de piedra de la exposición de instrumentos de tortura en el Forte di Belvedere, cómodamente recostado contra el muro, con las jaulas de los condenados colgadas sobre su cabeza.
Su mirada registra las múltiples manifestaciones de la fascinación enfermiza en los ávidos rostros de los mirones, que se empujan en torno a los atroces artefactos y se restriegan unos con otros en sulfuroso frottage, con los ojos sallándoseles de las órbitas, el pelo de los antebrazos erizado, echándose el ansioso aliento en los cuellos y las caras. De vez en cuando, el doctor se lleva un pañuelo perfumado a la nariz para soportar la sobredosis de colonia y efluvios hormonales.
Sus perseguidores lo acechan en el exterior.
Pasan las horas. El espectáculo de la chusma no parece cansar al doctor Fell, que nunca ha prestado más que una tibia atención a los artilugios propiamente dichos. Algunos perciben su curiosidad y se sienten incómodos. A menudo, las mujeres lo miran con particular interés antes de que la marea humana las obligue a avanzar. Una miseria pagada a los taxidermistas que regentan el macabro tinglado permite al doctor remolonear a capricho, inalcanzable tras las cuerdas, completamente inmóvil contra el muro.
Fuera, cerca de la puerta de salida, aguantando la persistente llovizna junto al parapeto, Rinaldo Pazzi montaba guardia. El inspector jefe estaba acostumbrado a esperar.
Pazzi sabía que el doctor no volvería a casa. Al pie de la colina, en una placita visible desde el fuerte, el automóvil de Fell aguardaba a su dueño. Era un Jaguar Saloon negro, un elegante Mark II con treinta años de antigüedad y matrícula suiza que relucía bajo la lluvia, el mejor coche que Pazzi había visto nunca. Era evidente que el doctor Fell no necesitaba ganarse un sueldo. Pazzi había anotado los números de la matrícula, pero no podía arriesgarse a identificarla a través de la Interpol.
En la empedrada cuesta de la Via San Leonardo, entre el Forte di Belvedere y el coche, esperaba Gnocco. La calle, mal iluminada, discurría entre dos hileras de altos muros de piedra que protegían una sucesión de villas. Gnocco había dado con un oscuro nicho ante la verja de una entrada en el que podía resguardarse de la lluvia y del torrente de turistas que bajaban del fuerte. El teléfono celular vibraba contra su muslo cada diez minutos, y tenía que confirmar que seguía en su puesto.
Pasaban turistas cubriéndose la cabeza con mapas y programas de mano, abarrotando las estrechas aceras y derramándose por la calzada, donde obligaban a reducir la marcha a los pocos taxis procedentes del fuerte.
En la cámara abovedada de la exposición, el doctor Fell separó por fin la espalda del muro, alzó la vista hacia el esqueleto de la jaula colgada sobre su cabeza como si ambos compartieran un secreto, y se abrió paso entre el gentío hacia la salida.
Pazzi lo vio enmarcado por la puerta y un poco más tarde recortado contra un foco de la hierba. Lo siguió a cierta distancia. Cuando estuvo seguro de que se dirigía al coche, abrió el teléfono celular y alertó a Gnocco.
La cabeza del gitano asomó por el cuello de su chaqueta como la de una tortuga, con los ojos hundidos, mostrando la calavera bajo la piel. Se remangó hasta los codos, escupió en el brazalete y lo frotó con un trapo. Ahora que estaba lavado con saliva y agua bendita, lo protegió de la lluvia poniendo el brazo tras la espalda, bajo el abrigo, mientras miraba hacia la colina. Se acercaba una columna de cabezas bamboleantes. Gnocco se metió en la riada de turistas y alcanzó el centro de la calle, donde podría avanzar contra la corriente y tener mejor visibilidad. Sin un ayudante, tendría que encargarse él solo del encontronazo y de la siria, lo que no era ningún problema, porque el caso era fallar. Ahí venía aquel hombrecillo insignificante, gracias a Dios cerca del bordillo. Pazzi iba a treinta metros del doctor, y seguía bajando la cuesta.
Gnocco se desplazó con un movimiento lleno de estilo desde el centro de la calle. Aprovechando que se aproximaba un taxi, hizo como que se apartaba para evitarlo, volvió la cara para soltar una blasfemia y chocó de bruces con el doctor Fell; empezó a hurgarle bajo el abrigo y sintió el brazo atrapado por una garra acerada, luego un golpe; se soltó de un tirón y se escabulló a toda prisa, mientras el doctor Fell, que apenas se había parado, continuaba su camino a buen paso y se perdía en la corriente de turistas.
Pazzi estuvo a su lado casi al instante, apretado en el nicho ante la verja de hierro junto a Gnocco, que dobló el cuerpo hacia delante un momento, recuperándose, y se irguió jadeando.
– Lo he conseguido. Me ha agarrado bien. El muy cornuto ha intentado pegarme en los cojones, pero ha fallado -le explicó.
Pazzi, con una rodilla apoyada en el suelo, buscaba con cuidado el brazalete, cuando Gnocco empezó a sentir calor y humedad pierna abajo, y, al agacharse, hizo brotar una corriente de cálida sangre arterial de un desgarrón junto a la bragueta y salpicó el rostro y las manos de Pazzi, que intentaba quitarle el brazalete cogiéndolo por el canto. La sangre lo llenó todo, incluida la cara de Gnocco, que se había inclinado para mirarse, con las piernas empezando a fallarle. Se derrumbó contra la reja, con una mano crispada sobre los hierros y un trapo apretado contra la ingle en la otra, intentando detener el chorro que manaba de la arteria femoral, seccionada.
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