Thomas Harris - Hannibal
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En aquel mismo despacho, el doctor Chilton, director del hospital, se había acercado a recibirla y le había ofrecido una mano sudada. Entre aquellas cuatro paredes, el director había traicionado confidencias y escuchado a escondidas, y, creyéndose más listo que Hannibal Lecter, había tomado la decisión que permitiría al doctor escaparse en medio de un baño de sangre.
El escritorio de Chilton seguía en su sitio, pero faltaba la silla, lo bastante pequeña para que la robaran. Los cajones estaban vacíos, aparte de un Alka-Seltzer espachurrado. Había dos archivadores. Las cerraduras eran sencillas, y la antigua agente técnica Starling consiguió abrirlos en un abrir y cerrar de ojos. El cajón inferior contenía un sandwich momificado en su envoltorio de papel y varios formularios del dispensario de metadona, además de desodorante para el aliento, un frasco de tónico capilar, un peine y un puñado de condones.
Starling recordó el sótano del manicomio, cuyas celdas lo asemejaban más a una mazmorra, donde el doctor Lecter había pasado ocho años. No quería bajar allí. Podía hacer uso del teléfono celular y solicitar una unidad de la policía para que bajara con ella. O llamar al centro de operaciones de Baltimore y pedir otro agente del FBI. La tarde gris iba transcurriendo y, aunque saliera en ese mismo instante, ya no habría forma de evitar la peor hora del tráfico en Washington. Cuanto más tardara, sería peor.
Se apoyó en el escritorio de Chilton haciendo caso omiso del polvo y trató de tomar una decisión. ¿Pensaba realmente que podía haber ficheros en el sótano, o es que se sentía atraída hacia el lugar en que vio a Hannibal Lecter por primera vez?
Si su carrera en las fuerzas del orden le había enseñado algo sobre sí misma, era que no la volvían loca las emociones fuertes ni hubiera echado de menos no volver a sentir miedo. Pero cabía la posibilidad de que hubiera archivos en el sótano. Le bastaban cinco minutos para salir de dudas.
Recordaba el estrépito de las puertas de alta seguridad a sus espaldas cuando descendió a aquel sótano años atrás. En previsión de que algo, o alguien, las cerrara, llamó al centro de operaciones de Baltimore, les dijo dónde estaba y quedó de acuerdo con ellos en que volvería a llamar al cabo de una hora informando de que ya había salido.
Las luces de la escalera interior, por la que Chilton la había conducido abajo, seguían funcionando. Mientras descendían, el director del hospital le había explicado el procedimiento de seguridad que debería seguir para tratar con el recluso; luego, había sacado de su cartera la foto de la enfermera a la que Lecter le había comido la lengua en un reconocimiento médico. Si le habían dislocado un hombro al reducirlo, tenía que existir alguna radiografía.
Una ráfaga de aire le rozó el cuello, como si hubiera una ventana abierta en alguna parte.
En un rellano había una cajita para hamburguesas de McDonald's y servilletas desparramadas. Un recipiente manchado que había contenido judías. Más comida basura. Excrementos secos y servilletas de papel manchadas en un rincón. La luz llegaba apenas hasta el sótano, y cesaba ante la enorme puerta metálica de la sección para presos violentos, que ahora estaba abierta de par en par y sujeta al muro por un gancho. Starling enfocó la linterna hacia las celdas en forma de D e iluminó cinco de ellas con toda la potencia del rayo.
El haz recorrió el largo corredor de la antigua sección de máxima seguridad. Había un bulto en el extremo más alejado. Era inquietante ver las celdas abiertas de par en par. El suelo estaba lleno de envoltorios de comida y vasos de papel, y sobre la mesa del celador había un bote de refresco, ennegrecido por su uso como pipa de crack.
Starling accionó los interruptores de la luz que había tras la mesa del celador. Nada. Sacó el teléfono celular. El rojo del piloto brillaba en la semioscuridad. Sabía que el aparato no funcionaba en los subterráneos, pero se puso a dar voces por el auricular:
– Barry, da marcha atrás y acerca la furgoneta a la entrada lateral. Trae un reflector. Necesitarás una plataforma con ruedas para bajarlo todo por las escaleras… Sí, ven ahora -a continuación, Starling alzó la voz hacia la oscuridad-: Escúcheme con atención quien esté ahí. Soy una agente federal. Si viven aquí de forma ilegal, pueden marcharse sin problemas. No los arrestaré. No estoy aquí por ustedes. Pueden volver cuando yo haya acabado aquí, me es exactamente igual. Ahora, empiecen a salir. Si intentan cualquier cosa, me veré en la necesidad de meterles la pistola por el culo. Gracias por su atención.
La voz resonó a lo largo del corredor donde tantas otras se habían desgañitado convertidas en berridos inhumanos, mientras sus dueños, ya sin dientes, chupaban los barrotes.
Starling echaba de menos la presencia tranquilizadora del enorme celador, Barney, que la había recibido en las ocasiones en que se entrevistó con el doctor Lecter. Recordó la extraña cortesía con la que aquel hombre y el doctor se trataban. Pero ahora no había ningún Barney. Un sonsonete de sus tiempos de escolar le rondaba por la cabeza y, como disciplina, se obligó a recordarlo.
Las pisadas hacen eco en el recuerdo
del pasillo que no quisimos tomar,
hacia la puerta que nunca abrimos
y, tras ella, el jardín y su rosal.
Claro, «El jardín del rosal». Pero aquel jodido sitio no era precisamente el jardín del rosal.
Starling, a quien los recientes editoriales de los periódicos hubieran debido incitar a odiar su pistola tanto como a sí misma, seguía encontrando reconfortante el tacto de su arma en situaciones como aquélla. Sostuvo la 45 contra la pierna y penetró en el corredor precedida por el haz de la linterna. Es difícil cubrir ambos flancos al mismo tiempo, y vital asegurarse de que no se deja a nadie a nuestras espaldas. Se oía gotear agua.
En algunas celdas había armazones de camas desmontados y amontonados. En otras, pilas de colchones. En el centro del corredor se había acumulado el agua, y Starling, preocupada como siempre por sus zapatos, avanzaba sorteando el estrecho charco. Se acordó de la advertencia de Barney hacía ocho años, cuando todas las celdas estaban ocupadas. «Una vez dentro, vaya por en medio.»
Estupendo, archivadores. Al final del corredor, en el centro, color verde oliva mate a la luz de la linterna.
Ahí estaba la celda que ocupara Múltiple Miggs, aquella a cuyo lado más había odiado tener que pasar. Miggs, que le susurraba obscenidades y le arrojaba sus inmundicias. Miggs, al que mató el doctor Lecter convenciéndolo para que se tragara su sucia lengua. Y cuando Miggs murió, Sammie ocupó su celda. Sammie, a quien Lecter animaba en sus esfuerzos por escribir poesía, con resultados soprendentes. Incluso ahora le parecía escucharlo aullando aquel poema:
YO QUIERO UNIRME A CRISTO,
QUIERO IR CON EL SEÑOR
PODRÉ UNIRME A CRISTO
SI SOY MUCHO MEJOR.
Starling aún conservaba el texto, laboriosamente escrito con lápices de colores, en algún sitio.
La celda estaba llena de colchones y balas de ropa de cama atadas con sábanas.
Y, por fin, la celda del doctor Lecter.
La pesada mesa en la que leía seguía atornillada al suelo en medio del recinto. Habían desaparecido los estantes donde ponía sus libros, pero las palomillas aún sobresalían de la pared.
Starling se había olvidado de los archivadores y parecía incapaz de apartar los ojos de aquella celda. Allí había tenido lugar el encuentro más importante de su vida. Allí se había sentido asombrada, confundida, sobrecogida.
En aquel lugar había escuchado cosas sobre sí misma tan terriblemente ciertas que el corazón le había retumbado como una enorme y grave campana.
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