Thomas Harris - Hannibal
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Le dieron ganas de echarse a correr y se acordó de su primera visita a Lecter, cuando se alejó de su celda intentando guardar la calma, impaciente por llegar a la isla de calma que era el puesto del celador Barney.
A la luz de la escalera, Starling buscó en su monedero un billete de veinte dólares. Dejó el dinero en él escritorio roñoso y arañado de Barney y le puso encima una botella de vino vacía. Desplegó una bolsa de plástico e introdujo en ella la carpeta de Lecter, que contenía la historia médica de Miggs, y la carpeta vacía de éste.
– Adiós. Hasta luego, Sammie -dijo alzando la voz hacia el hombre que después de dar tumbos por el mundo había regresado al infierno que conocía.
Le hubiera gustado decirle que esperaba que Cristo llegara pronto, pero le pareció que sonaría ridículo.
Starling ascendió hacia la luz para seguir dando sus propios tumbos por el mundo.
CAPÍTULO 12
Si EN EL CAMINO AL INFIERNO HAY ESTACIONES, deben de parecerse a la entrada de ambulancias del Hospital General de la Misericordia, en Baltimore. Por encima del fúnebre lamento de las sirenas, de las ansias de los agonizantes, del chirrido de las ruedas de las camillas empapadas, de los gritos y alaridos, las columnas de vapor que despiden las bocas de alcantarilla, teñidas de rojo por un gran letrero de neón que dice EMERGENCIAS, ascienden como la columna que guió a Moisés, de fuego en la oscuridad, de nube a la luz del día.
Barney surgió de entre el vapor embutiendo los poderosos hombros en la chaqueta y, bajando la cabeza, redonda y rapada, avanzó por el agrietado pavimento a grandes zancadas en dirección este, por donde empezaba a amanecer.
Salía del trabajo veinticinco minutos tarde; la policía había traído a un chulo, al que le gustaba pegar a las mujeres, colocado y herido de bala, y la enfermera jefe le había pedido que se quedara. Siempre se lo pedían cuando llegaba algún paciente violento.
Clarice Starling observó a Barney bajo la profunda capucha de su chaqueta y dejó que se le adelantara media manzana por la otra acera antes de colgarse al hombro el capazo y seguirlo. Cuando el hombre pasó de largo ante el aparcamiento y la parada de autobús, Starling se sintió aliviada. Le sería más fácil seguirlo si iba a pie. No estaba segura de dónde vivía y necesitaba averiguarlo antes de que la viera.
El barrio de detrás del hospital era tranquilo, obrero y multirracial. Uno de esos barrios en los que conviene ponerle una cerradura especial al coche, pero no hace falta llevarse la batería a casa por la noche, y en el que los niños pueden jugar en la calle.
Después de recorrer tres manzanas, Barney dejó pasar una furgoneta y cruzó el paso de cebra en dirección norte, hacia una calle de edificios estrechos, algunos con peldaños de mármol y cuidados jardines delanteros. Los pocos locales comerciales vacíos tenían las lunas intactas y limpias. Las tiendas estaban abriendo y empezaba a verse gente. Los camiones que habían permanecido aparcados durante la noche a ambos lados de la calle impidieron a Starling ver al hombre durante medio minuto y, al no advertir que se había detenido, se encontró a su altura. Estaba justo al otro lado de la calle. Quizá también él la hubiera visto, pero no estaba segura.
Barney se había quedado inmóvil con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la cabeza adelantada, mirando con los ojos entornados algo que se movía en mitad de la calzada. Sobre el asfalto yacía una paloma muerta, cuyas plumas se agitaban movidas por el aire de los coches que pasaban a su lado. Su compañera daba una y más vueltas a su alrededor mirándola con uno de los ojillos y agitando la cabeza a cada salto de sus patas rosáceas. Gira que gira, sin dejar de arrullar con el suave zureo de su especie. Pasaron varios coches y una furgoneta, que la atribulada viuda sorteaba en el último instante con cortos vuelos.
Era posible que Barney hubiera levantado la vista un segundo y la hubiera visto; Clarice no podía afirmarlo. Pero tenía que moverse, o la descubriría. Cuando miró hacia atrás por encima del hombro, vio a Barney en cuclillas en medio de la calzada, con un brazo levantado para detener el tráfico.
Torció en la primera esquina, se quitó la chaqueta y sacó del capazo un jersey de chándal, una gorra de béisbol y una bolsa de deporte; se cambió a toda prisa, metió la chaqueta y el capazo en la bolsa de deporte, y se encasquetó la gorra. Se cruzó con varias mujeres de la limpieza que volvían a sus casas, y volvió a doblar la esquina hacia la calle donde había dejado a Barney.
El celador había recogido el cadáver de la paloma y lo sostenía entre las manos. La compañera del ave voló hasta los cables del teléfono y lo observó desde allí. Barney depositó la paloma en la hierba de un parterre y le alisó las plumas. Alzó el ancho rostro hacia los cables y dijo algo. Cuando el hombre continuó su camino, la paloma descendió al césped y volvió a merodear en torno a su pareja, dando saltitos por la hierba. Barney no miró atrás. Cuando subió los escalones de una casa de apartamentos cien metros más adelante y se puso a buscar las llaves en su bolsillo, Starling, que estaba a media manzana de distancia, echó a correr para alcanzarlo antes de que abriera la puerta.
– Barney… Hola.
El hombre se dio la vuelta sin prisa y la miró. Starling había olvidado que Barney tenía los ojos más separados de lo normal. Vio brillar en ellos una mirada de inteligencia y sintió como el pequeño clic de una conexión.
Se quitó la gorra y dejó que el cabello le resbalara por los hombros.
– Soy Clarice Starling. ¿Te acuerdas de mí? Soy…
– La novata -dijo, sin cambiar de expresión. Starling juntó las palmas de las manos y asintió.
– Pues, sí, soy la novata. Barney, necesito hablar contigo. No es oficial, sólo quiero hacerte unas preguntas.
Barney bajó los escalones. Cuando estuvo en la acera, frente a ella, Starling tuvo que seguir levantando la vista. No se sentía amenazada por su tamaño, como le hubiera ocurrido a un hombre.
– Agente Starling, ¿reconoce usted oficialmente que no me ha leído mis derechos? -tenía una voz áspera y fuerte, como la de Tarzán, versión Johnny Weissmuller.
– Por supuesto. No te he aplicado la ley Miranda. Estamos de acuerdo.
– ¿Qué tal si se lo dices a tu bolsa de deporte?
Starling abrió la bolsa, metió la cara y habló en voz alta, como si dentro llevara un enano.
– No he leído sus derechos a Barney ni le he ofrecido hacer una llamada.
– Al final de la calle hay un sitio donde preparan un café estupendo -dijo Barney-. ¿Cuántas gorras llevas en la bolsa? -le preguntó cuando se pusieron en marcha.
– Tres -contestó Starling.
Cuando el microbus matriculado como transporte para minus-válidos pasó ante ellos, Starling se dio cuenta de que los ocupantes la miraban; pero los desdichados se ponen cachondos a menudo, derecho que nadie puede negarles. Los jóvenes que ocupaban un coche parado ante el siguiente semáforo también se la quedaron mirando, aunque, como iba con Barney, no le dijeron nada. Cualquier cosa que hubiera asomado por las ventanillas habría captado la atención instantánea de Starling, prevenida contra la venganza de los Tullidos, pero no le quedaba más remedio que aguantar las miradas silenciosas de los babosos.
Cuando entraron en la cafetería, el microbús dio marcha atrás, entró en una calleja y volvió por donde había venido.
El establecimiento, especializado en almuerzos de jamón y huevos, estaba abarrotado y esperaron a que quedara libre un reservado, mientras el camarero le gritaba en hindi al cocinero, que manejaba la carne con unas largas pinzas y expresión culpable.
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