Thomas Harris - Hannibal
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– Lo siento -dijo Starling-. Ahora tiene un buen trabajo.
– Pero no tengo a Fred. Era un hombre extraordinario. Compartíamos un amor de los que no se encuentran todos los días. Lo eligieron Alumno del Año cuando estaba en el instituto en Cantón.
– Entiendo. Permítame preguntarle algo, Inelle: ¿guardaba Fred los informes en su despacho o estaban fuera, en recepción, donde usted atendía el mostrador?
– Se guardaban en los archivadores de su despacho; pero llegó a haber tantos que colocamos archivadores grandes en recepción. Siempre estaban cerrados con llave, por supuesto. Después del cierre, los trasladaron temporalmente al dispensario de metadona, pero mucha documentación fue a otros sitios.
– ¿Vio y manejó alguna vez el informe del doctor Lecter?
– Claro.
– ¿Recuerda que contuviera alguna radiografía? Las radiografías, ¿se guardaban con las historias clínicas o aparte?
– Con ellas. Se archivaban juntas. Eran mayores que los archivadores, lo que suponía un engorro. Teníamos un aparato de rayos X, pero no un radiólogo fijo, de forma que no tenía su propio archivo. Si he de serle sincera, no recuerdo si su historia contenía alguna radiografía. Lo que sí había era la grabación de un electrocardiograma, que Fred solía enseñar a la gente. El doctor Lecter, aunque no sé por qué le llamo «doctor», estaba conectado al electrocardiógrafo cuando atrapó a la enfermera. Le aseguro que fue espantoso. Su pulso apenas se alteró mientras la atacaba. Le dislocaron un hombro entre todos los celadores cuando lo agarraron y tiraron de él para separarlo de la chica. Lo lógico es que después le hicieran alguna radiografía. Yo le habría dislocado algo más que el hombro.
– Si se acuerda de alguna cosa más, cualquier otro lugar donde pudiera estar el archivo, ¿me llamará?
– Haremos lo que llaman una búsqueda global -respondió la señorita Corey saboreando la expresión-; pero dudo mucho que encontremos nada. Muchos de los papeles quedaron abandonados, no por nosotros, sino por los del dispensario de metadona.
Los gruesos tazones de cafe eran de esos que hacen que las gotas resbalen por el borde exterior. Starling observó a Inelle Corey mientras se alejaba pesadamente como una pecadora más y se bebió media taza con una servilleta bajo la barbilla.
Starling volvía a ser la misma de siempre poco a poco. Sabía que estaba harta de alguna cosa. Puede que se tratara de la vulgaridad, o peor que eso, de la falta de estilo. Indiferencia a las cosas que halagan la vista. Puede que estuviera hambrienta de un poco de estilo. Hasta el estilo de una meapilas era mejor que nada, era una afirmación, quisieras escucharla o no.
Starling hizo examen de conciencia en busca de signos de esnobismo y acabó decidiendo que tenía pocos motivos para ser esnob. A continuación, pensando en lo del estilo, se acordó de Evelda Drumgo, que andaba sobrada. El recuerdo le hizo desear fervientemente volver a ser capaz de salir de sí misma.
CAPÍTULO 11
Y así, Starling regresó al lugar donde todo había empezado para ella, el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, ya difunto. El viejo edificio marrón, antigua casa del dolor, tenía las puertas encadenadas y las ventanas protegidas con barrotes; sus muros cubiertos de graffiti esperaban la piqueta.
La institución llevaba años languideciendo antes de que su director, el doctor Frederick Chilton, desapareciera durante sus vacaciones. El subsiguiente descubrimiento de despilfarras y mala gestión, unido a la decrepitud del edificio, indujeron a las autoridades sanitarias a cortar el suministro de fondos. Algunos pacientes fueron trasladados a otras instituciones públicas, otros murieron, y unos cuantos vagaron por las calles de Baltimore como zombis colocados de Thorazine gracias a un programa para pacientes externos mal concebido, que consiguió que más de uno muriera congelado.
Mientras esperaba ante la fachada del caserón, Clarice Starling comprendió que había preferido agotar antes las otras líneas de investigación para no tener que volver a aquel sitio.
El encargado llegó con cuarenta y cinco minutos de retraso. Era un viejo rechoncho con un zapato ortopédico que resonaba contra el suelo, y el pelo cortado al estilo de Europa oriental, probablemente en casa. La condujo resollando hacia una puerta lateral, separada de la acera por unos cuantos peldaños. Los traperos habían forzado la cerradura, y la puerta estaba asegurada con cadena y dos candados. Las telarañas habían cubierto los eslabones de una especie de pelusa. Mientras el hombre revolvía el manojo de llaves, las hierbas que crecían en las grietas de los escalones cosquilleaban las pantorrillas de Starling. La tarde estaba nublada y la luz granulosa no producía sombras.
– No estoy conociendo esto edificio bien, yo sólo chequeo los alarmas de fuego -dijo el encargado.
– ¿Sabe si hay papeles guardados en algún sitio? ¿Archivadores, registros…?
El encargado se encogió de hombros.
– Después de hospital, aquí hay la dispensario de metadona, pocos meses. Ponen todo en los sótanos, unos camas, unos ropas, no sé qué sea. Es malo aquí para mi asma, moho, muy malo moho. Las colchones de los camas son mohosos, moho malo en los camas. No puedo respirar aquí. Los escaleras, malos para mi pierna. Yo enseñaría, pero…
Starling hubiera preferido bajar acompañada, incluso por él, pero sólo serviría para entorpecerla.
– No. Usted haga lo suyo. ¿Dónde está su garita?
– A final del manzana, donde el viejo oficina de carnets conducir.
– Si no he vuelto dentro de una hora…
El hombre se miró el reloj.
– Yo acabo media hora. «Ésta sí que es buena…»
– Lo que va a hacer usted, señor, es esperarse en su garita a que le devuelva sus llaves. Si no he vuelto dentro de una hora, llame al número que hay en esta tarjeta y acompáñeles aquí. Si no está cuando salga, si ha cerrado el chiringuito y se ha marchado a casa, iré personalmente a ver a su supervisor por la mañana para informarle. Además haré que el Servicio Interno de Rentas investigue sus ingresos, y que estudien su situación en la Oficina de Inmigración y… y de Naturalización. ¿Me ha entendido? Conteste.
– Pensaba esperarlo. No falta decirme esos cosas.
– Bueno. Así me gusta -respondió Starling.
El encargado aferró la barandilla con sus manazas para ayudarse a alcanzar el nivel de la acera, y Starling oyó arrastrarse sus pasos desiguales, cada vez más lejanos. Empujó la puerta y se encontró en un descansillo de la escalera de incendios. Las ventanas del hueco de la escalera, altas y con barrotes, dejaban entrar la luz gris. Dudó si echar un candado por la parte interior de la puerta, pero acabó optando por hacer un nudo a la cadena de la puerta, por si perdía la llave.
Las veces que Starling había acudido al manicomio para entrevistarse con el doctor Lecter había entrado por la puerta principal. Ahora necesitó unos instantes para orientarse.
Ascendió por la escalera de incendios hasta la planta baja. Las ventanas de cristal esmerilado apenas dejaban entrar la luz mortecina del exterior y el vestíbulo estaba en penumbra. Starling encendió la potente linterna y dio con un interruptor, que encendió las luces del techo, tres bombillas aún útiles en un plafón roto. Los extremos cortados de los cables telefónicos colgaban del mostrador de recepción.
Vándalos provistos de aerosoles de pintura habían llegado al interior del edificio. Un falo de tres metros con sus testículos decoraba la pared de la recepción, acompañado de la siguiente leyenda: «LA MADRE DE FARON ME LA MENEA».
La puerta del despacho del director estaba abierta. Starling se quedó en el umbral. Allí se había presentado para cumplir su primera misión con el FBI, cuando aún era cadete, cuando aún se lo creía todo, que si una era capaz de hacer el trabajo, de demostrar su valía, sería aceptada, sin que importara su raza, credo, color, origen nacional o si era o no era «uno de los chicos». De todo aquello no le quedaba más que un solo artículo de fe. Seguía creyendo que era capaz de hacer el trabajo.
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