Thomas Harris - Hannibal
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Franklin cogió la falda de la camisa y se la llevó a la cara. Se metió el dedo gordo en la boca, algo que no había hecho en un año, desde que mamá le pidió que dejara de hacerlo.
– Ven aquí -dijo la voz desde la oscuridad-. Acércate y te diré lo que puedes hacer para que no le pongan una inyección al minino. ¿Tú quieres que le pinchen? ¿No? Entonces, ven, Franklin.
Franklin, llorando a moco tendido y chupándose el dedo, avanzó despacio hacia la oscuridad. Cuando estaba a cinco metros de la cama, Mason sopló en. su armónica y la luz se hizo.
Por un coraje innato, o por sus ganas de salvar al minino, o porque intuía que no le quedaba ningún sitio al que huir, Franklin no hizo el menor movimiento. No corrió. Se quedó donde estaba, mirando el rostro de Mason.
Mason hubiera arqueado las cejas, si las hubiera tenido, ante semejante decepción.
– Puedes salvar al minino de la inyección dándole tú mismo veneno para las ratas -le dijo Mason. La uve se había perdido, pero el niño comprendió perfectamente, y se sacó el dedo de la boca.
– Eres un viejo malo -le soltó-. Y también feo.
Dio media vuelta y salió de la habitación, atravesó la sala de las mangueras enrolladas y volvió a la sala de juegos.
Mason lo observó en la pantalla de vídeo.
El enfermero levantó la vista y se quedó vigilando al niño mientras hacía como que hojeaba el Vogue .
Franklin había perdido el interés por los juguetes. Fue hacia un extremo de la sala y se sentó bajo la jirafa, de cara a la pared. Era todo lo que podía hacer para no chuparse el dedo.
Cordell lo observó atentamente a la espera de que empezara a llorar. Cuando vio que los hombros del niño empezaban a sacudirse, fue hacia él y le enjugó las lágrimas con gasas estériles. Luego puso las gasas húmedas en la copa de martini de Mason, que se enfriaba en el frigorífico de la sala de juegos, junto al zumo de naranja y las Coca-Colas.
CAPÍTULO 10
Encontrar información médica sobre el doctor Hannibal Lecter no era fácil. Si se considera su absoluto desprecio por el estamento médico y por la mayor parte de sus miembros, no sorprende que nunca tuviera un médico de cabecera.
El Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, en el que el doctor Lecter permaneció bajo custodia hasta su trágico traslado a Memphis, había cerrado sus puertas y ya no era más que otro edificio abandonado a la espera de ser demolido.
La policía estatal de Tennessee fue la última fuerza encargada de la vigilancia del doctor Lecter antes de su huida, pero en sus dependencias afirmaban no haber recibido nunca el historial médico del doctor. Los agentes que lo condujeron de Baltimore a Memphis, muertos en la actualidad, habían firmado el recibo del recluso, pero no el de ninguna documentación sanitaria.
Starling pasó todo un día al teléfono y delante del ordenador; después se puso a buscar en persona en los depósitos de pruebas de Quantico y del edificio J. Edgar Hoover. Perdió una mañana trepando por las atestadas estanterías del polvoriento y maloliente depósito de pruebas del Departamento de Policía de Baltimore, así como una tarde desquiciada viéndoselas con la colección sin catalogar de pertenencias de Hannibal Lecter en la Biblioteca Fitzhugh de Historia Legal, donde el tiempo pareció detenerse mientras los empleados intentaban dar con las llaves.
Al final, todo lo que consiguió fue una sola hoja de papel: el escueto reconocimiento médico a que se sometió al doctor Lecter cuando la policía estatal de Maryland lo arrestó por primera vez. Pero ni rastro de un historial médico adjunto.
Inelle Corey había sobrevivido a la desaparición del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore y pasado a mejor vida en el Departamento de Sanidad del Estado de Maryland. No quería entrevistarse con Starling en su despacho, así que se citó con ella en la cafetería de la planta baja.
Starling tenía la costumbre de llegar con antelación y estudiar el lugar de la cita desde cierta distancia. Corey fue escrupulosamente puntual. Era una mujer pálida y maciza de unos treinta y cinco años, y no llevaba maquillaje ni joyas. La melena casi le llegaba a la cintura, tal como la había llevado en el instituto, y calzaba sandalias blancas con calcetines.
Starling cogió bolsitas de azúcar en el aparador de los condimentos y observó a Corey mientras se sentaba en la mesa convenida.
Suele pensarse que todos los protestantes tienen el mismo aspecto. Nada más alejado de la verdad. Del mismo modo que algunos caribeños son capaces de adivinar la isla concreta de la que procede otro, Starling, educada por luteranos, contempló a aquella mujer y se dijo a sí misma: «Iglesia de Cristo, puede que con un Nazareno en el exterior».
Starling se quitó las joyas, un sencillo brazalete y un aro de oro en la oreja buena, y se los guardó en el bolso. El reloj era de plástico, así que daba igual. No podía hacer nada respecto al resto de su apariencia.
– ¿Inelle Corey? ¿Un cafe? -Starling traía dos tazas.
– Se pronuncia «Ainel». No tomo cafe.
– Entonces me tomaré yo los dos. ¿Quiere otra cosa? Me llamo Clarice Starling.
– No quiero nada. ¿Le importa enseñarme su identificación?
– Claro que no -respondió Starling-. Señorita Corey… ¿Puedo llamarla Inelle?
La mujer se encogió de hombros.
– Inelle, necesito ayuda en un asunto que no le afecta a usted personalmente. Sólo le pido que me oriente para encontrar cierta documentación de los archivos del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore.
Inelle Corey exageraba la precisión cuando quería expresar indignación o cólera.
– Ya pasamos por esto con el Departamento de Sanidad en el momento del cierre, señorita…
– Starling.
– Señorita Starling. Si investiga, descubrirá que ningún paciente salió del hospital sin su carpeta. Que ninguna carpeta salió del hospital sin recibir el visto bueno de un supervisor. Y en cuanto a los fallecidos, el Departamento de Sanidad no necesitaba sus carpetas, la Oficina de Estadísticas Vitales no las quiso, y por lo que yo sé, las carpetas de los internos fallecidos se quedaron en el Hospital de Baltimore después de mi traslado, y yo fui una de los últimos en dejar el centro. Las fugas fueron al Departamento de Policía y a la oficina del sheriff.
– ¿Las… fugas?
– Me refiero a los que se marchaban por su cuenta y riesgo. Los presos de confianza lo hicieron alguna que otra vez.
– ¿Podría ser el caso del doctor Lecter? En su opinión, ¿su historial podría haber ido a parar a los archivos de la policía?
– Él no fue una fuga. Nunca se nos podrá reprochar su desaparición. Cuando huyó ya no estaba bajo nuestra custodia. Fui allá abajo en una ocasión y lo vi, se lo enseñé a mi hermana cuando vino de visita con sus hijos. Siento algo así como frío y asco cuando lo recuerdo. Provocó a uno de los otros para que nos arrojara… -la mujer bajó la voz- su leche. ¿Sabe a qué me refiero?
– He oído la expresión -dijo Starling-. Por casualidad, ¿no sería el señor Miggs?
– Lo he borrado de mi cabeza. Pero me acuerdo de usted. Vino al hospital y habló con Fred… con el doctor Chilton, y bajó al sótano a hablar con Lecter, ¿no fue así?
– Sí.
El doctor Frederick Chilton, director del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, había desaparecido durante sus vacaciones, después de la huida del doctor Lecter.
– Supongo que se enteró de la desaparición de Fred.
– Sí, eso me dijeron.
La señorita Corey vertió unas lágrimas rápidas y relucientes.
– Estábamos prometidos -explicó-. Desapareció y al poco tiempo el hospital cerró. Fue como si se me cayera encima el techo. Si no hubiera sido por mi iglesia no habría salido adelante.
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