Thomas Harris - Hannibal
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Otros tres kilómetros a lo largo de una carretera irreprochable la condujeron hasta la granja.
Starling detuvo el ruidoso Mustang para dejar que un grupo de gansos cruzara el camino. Vio una hilera de niños montados en rechonchos Shetlands que salían de un hermoso granero a unos trescientos metros de la casa. El edificio principal era una mansión magnífica diseñada por Stanford White que se alzaba entre colinas bajas. El lugar rebosaba solidez y abundancia, como un reino de hermosos sueños. Starling no pudo evitar que el espectáculo la impresionara.
Los Verger habían tenido el buen gusto de conservar la casa tal como era originalmente, con la excepción de un añadido que Starling no podía ver aún, una moderna ala que salía de la parte superior de la fachada este, como un apéndice extra injertado en un grotesco experimento médico.
Starling aparcó bajo el pórtico central. Cuando apagó el motor, pudo oír su propia respiración. Por el retrovisor vio que alguien se acercaba a caballo. Las herraduras resonaron contra el pavimento cercano al coche cuando Starling salió de él.
Un jinete de anchos hombros y corto pelo rubio saltó de la silla y entregó las riendas a un mozo de cuadra sin mirarlo.
– Llévalo a las cuadras -ordenó con voz profunda y áspera-. Soy Margot Verger.
Vista de cerca, era evidente que se trataba de una mujer. Margot Verger le tendió la mano con el brazo rígido desde el hombro. Estaba claro que practicaba el culturismo. Bajo el cuello nervudo, los hombros y los brazos macizos tensaban el tejido de su polo de tenis. Los ojos tenían un brillo seco y parecían irritados, como si padeciera escasez de lágrimas. Llevaba pantalones de montar de sarga y botas sin espuelas.
– ¿Qué coche es ése? -preguntó-. ¿Un viejo Mustang?
– Del ochenta y ocho.
– ¿De los de cinco litros? Parece como si se agachara sobre las ruedas.
– Sí. Es un Mustang Roush.
– ¿Y le gusta?
– Mucho.
– ¿A cuánto se pone?
– No lo sé. A bastante, creo.
– ¿Le da miedo comprobarlo?
– Mas bien respeto. Yo diría que lo uso con respeto -explicó Starling.
– ¿Sabía lo que hacía cuando lo compró?
– Sabía lo bastante cuando lo vi en una subasta de objetos incautados a unos traficantes. Y aprendí más después.
– ¿Cree que podría con mi Porsche?
– Depende del Porsche. Señorita Verger, necesito hablar con su hermano.
– Habrán acabado de arreglarlo en cinco minutos. Podemos empezar a subir.
Los enormes muslos de Margot Verger hacían sisear la sarga de sus pantalones mientras subía la escalera. Su pelo trigueño era lo bastante ralo como para que Starling se preguntara si tomaría esteroides y tendría que sujetarse el clítoris con cinta adhesiva.
A Starling, que había pasado la mayor parte de su infancia en un orfanato luterano, la vastedad de los espacios, las vigas pintadas de los techos y las paredes llenas de retratos de muertos de aspecto importante le hicieron pensar en un museo. En los rellanos había jarrones chinos y los pasillos estaban cubiertos por largas alfombras marroquíes.
Al llegar al ala nueva de la casa se producía un corte brusco en el estilo. Tras cruzar una puerta de dos hojas de cristal esmerilado, que desentonaba con el vestíbulo abovedado, se accedía a un anexo moderno y funcional.
Margot Verger se detuvo ante la puerta y dirigió a Starling una de sus miradas brillantes e irritadas.
– Hay personas a las que les cuesta hablar con Mason -le advirtió-. Si se siente incómoda, o no puede soportarlo, yo puedo informarle más tarde de lo que se le haya olvidado preguntarle.
Existe una emoción que todos conocemos pero a la que nadie ha sabido dar nombre: el regocijo que experimentamos cuando creemos inminente una ocasión de despreciar al prójimo. Starling percibió aquello en el rostro de Margot Verger.
– Gracias -fue todo lo que contestó.
Para sorpresa de Starling, la primera habitación del ala era una sala de juegos enorme y bien equipada. Dos niños afroamericanos jugaban entre animales de peluche de tamaño gigante, uno montado en una pequeña noria y el otro empujando un camión por el suelo. En las esquinas había todos los triciclos y coches imaginables, y en el centro, un amplio parque infantil con el suelo acolchado.
En una esquina de la sala, un individuo alto vestido de enfermero leía el Vogue sentado en un confidente. En las paredes había un buen número de cámaras, unas por encima de la cabeza y otras a la altura de los ojos. La situada en lo alto de la esquina más próxima siguió los pasos de Starling y Margot Verger mientras las lentes giraban para enfocarlas.
Starling ya había dejado de sufrir cada vez que veía a un niño de color, pero no podía apartar la vista de aquellos dos. Su alegre afán en torno a los juguetes la conmovió mientras cruzaba la sala siguiendo a Margot Verger.
– A Mason le gusta mirarlos -le explicó la mujer-. Y como a ellos les asusta verlo, a todos menos a los muy pequeños, ha ideado este sistema. Luego montan los ponis. Son niños de la guardería de los servicios sociales de Baltimore.
Sólo era posible llegar a la habitación de Mason Verger atravesando su cuarto de baño, una estancia que ocupaba todo el ancho del ala y no desmerecía de un balneario. El acero, el cromo y la alfombra industrial le daban un aire institucional, y estaba llena de duchas con puertas correderas, bañeras de acero inoxidable sobre las que pendían poleas, mangueras enrolladas de color naranja, saunas y enormes armarios de cristal llenos de ungüentos de la farmacia de Santa María Novella de Florencia. El aire del cuarto de baño conservaba el vaho de un uso reciente y olía a bálsamo y a linimento de gaulteria.
Starling vio luz bajo la puerta de la habitación de Mason Verger. Se apagó en cuanto su hermana puso la mano sobre el pomo.
Un sofá situado en una esquina recibía una luz cruda procedente del techo. Sobre él colgaba una aceptable reproducción del grabado El anciano de los días , de William Blake, que representa a Dios midiendo con un compás. La imagen estaba orlada de negro en memoria del reciente fallecimiento del patriarca de los Verger. El resto de la habitación estaba a oscuras.
De la negrura llegaba el sonido de una máquina que trabajaba rítmicamente, silbando y suspirando a compás.
– Buenas tardes, agente Starling -resonó una voz amplificada electrónicamente. La be se había esfumado.
– Buenas tardes, señor Verger -dijo Starling a la oscuridad, con el calor de la luz cayéndole sobre la cabeza.
Pero la tarde estaba en otra parte. La tarde no entraba en aquel reducto.
– Siéntese, por favor.
«Tengo que hacerlo. Es lo mejor. Es lo que toca.»
– Señor Verger, la conversación que mantendremos será una declaración formal y tendré que grabarla. ¿Tiene algún inconveniente?
– En absoluto -las palabras sonaron entre dos suspiros de la máquina, expurgadas de la be y la ese-. Margot, creo que ya puedes dejarnos solos.
Sin mirar a Starling, Margot Verger dejó la habitación haciendo sisear sus pantalones de amazona.
– Señor Verger, si no le importa, quisiera ponerle este micrófono en la ropa o en el almohadón, o puedo ir en busca del enfermero si lo prefiere.
– No es necesario -dijo, a excepción de las dos eses. Esperó a recibir oxígeno de la siguiente exhalación mecánica-. Hágalo usted misma, agente Starling. ¿Puede ver dónde estoy?
Starling no consiguió encontrar ningún interruptor. Pensó que vería mejor si salía del resplandor y se internó en la zona oscura con una mano por delante, guiándose por el olor a bálsamo y linimento.
Estaba más cerca de la cama de lo que había creído cuando el hombre encendió la luz.
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